Infancia herida en centros de educación infantil
“El problema tiene raíces profundas. Muchas cuidadoras, aunque dedicadas, carecen de la formación necesaria para gestionar el estrés o las conductas desafiantes de los pequeños. La educación infantil no solo pide conocimientos, sino una empatía inmensa”
Las guarderías deberían ser lugares seguros donde los niños dan sus primeros pasos en un mundo de aprendizaje y cariño. Sin embargo, una realidad perturbadora está rompiendo ese deseo: el maltrato. Gritos, humillaciones, negligencia y, en los peores casos, agresiones físicas han sacudido la confianza de las familias. Estos episodios, lejos de ser aislados, son un grito de alerta que no podemos ignorar.
Organismos como UNICEF advierten que tres de cada cuatro niños de 2 a 4 años enfrentan alguna forma de violencia psicológica o castigo físico por parte de sus cuidadores, ya sea en casa o en centros educativos. En las guarderías, prácticas como los gritos o los castigos humillantes se han colado en algunos rincones, normalizando lo inaceptable y dejando cicatrices en los más vulnerables.
El problema tiene raíces profundas. Muchas cuidadoras, aunque dedicadas, carecen de la formación necesaria para gestionar el estrés o las conductas desafiantes de los pequeños. La educación infantil no solo pide conocimientos, sino una empatía inmensa. A esto se suma la sobrecarga: grupos numerosos por adulto, salarios bajos y contratos precarios que desgastan la paciencia y alimentan el agotamiento. Pero el fallo más grave está en la supervisión. Sin protocolos claros ni controles efectivos, los abusos pueden esconderse durante meses, incluso años.
El daño en los niños es inmenso. Un entorno hostil puede sembrar ansiedad, minar su autoestima o dificultar su forma de relacionarse. Peor aún, la violencia en la primera infancia puede alterar su desarrollo emocional y cognitivo, robándoles oportunidades futuras. Las familias, atrapadas entre el trabajo y la crianza, ven cómo la desconfianza reemplaza la seguridad que esperaban encontrar.
No basta con indignarse, hay que actuar. Las educadoras necesitan formación continua que las equipe para manejar los retos con serenidad y humanidad. Además, los centros deben garantizar condiciones laborales justas, con menos niños por adulto y salarios que reconozcan su responsabilidad. La supervisión tiene que ser implacable, con revisiones periódicas y canales seguros para denunciar. Igualmente, la sociedad entera debe aprender a detectar las señales de maltrato, desde los padres hasta los propios niños, adaptando el mensaje a su edad. Ante cualquier sospecha, las autoridades deben responder con rapidez y firmeza, protegiendo a las víctimas y asegurando que no vuelva a ocurrir.
El maltrato en las guarderías refleja cuánto nos falta por valorar a nuestra infancia. Cada caso destapado es un desafío para hacer las cosas mejor. No dejemos que el miedo opaque la esperanza en los lugares donde los niños comienzan a soñar. Resulta preciso que familias, educadores y gobiernos se unan para devolver a las guarderías su esencia: ser moradas de cuidado donde la infancia pueda florecer sin temor.
Ascensión Palomares Ruiz
Doctora en Ciencias de la Educación y catedrática de la UCLM
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