Día Mundial del Acogimiento Familiar: un compromiso vital desde la experiencia profesional y personal
Es momento de pasar del agradecimiento simbólico al compromiso estructural. Porque acoger no es un acto de bondad, sino de justicia
Cada 31 de mayo, el calendario nos recuerda el Día Mundial del Acogimiento Familiar. Para quienes trabajamos en la protección a la infancia y la adolescencia, esta fecha no es una simple efeméride. Es una oportunidad para visibilizar una medida de protección que, lejos de ser un recurso residual o subsidiario, debería ser comprendida como un acto profundamente reparador. En mi caso, este día interpela no solo a la pedagoga y educadora social que se ha especializado en el acompañamiento a familias, niños, niñas y adolescentes en contextos de vulnerabilidad, sino también a la mujer que ha abierto las puertas de su hogar, y de su vida, para acoger.
El acogimiento familiar no es un gesto caritativo
Una de las ideas más peligrosas, aunque bienintencionadas, que aún sobreviven en torno al acogimiento es su vinculación con el altruismo. Como profesional, puedo afirmar que acoger no es un acto de caridad. Es una medida de protección legalmente reconocida, con implicaciones técnicas, afectivas y sociales profundas. Como persona acogedora, puedo añadir que acoger es un compromiso radical con el derecho de la infancia a vivir en familia, aunque esa familia no sea la de origen. No sustituimos a nadie, pero sostenemos vínculos mientras las heridas se miran y el daño se nombra.
Acoger no es solo cuidar. Es comprender el trauma, regular las expectativas, contener desde la presencia y despatologizar comportamientos que son respuestas adaptativas al abandono, la negligencia o el abuso. Acoger es formar parte de un engranaje más amplio, en el que los equipos técnicos, los organismos de protección y las familias colaboramos (o deberíamos hacerlo) para garantizar la restitución del derecho a una vida digna.
Una mirada crítica y propositiva desde dentro del sistema
Como educadora social, he acompañado a niños y adolescentes que han pasado por múltiples recursos: centros residenciales, acogimientos fallidos, retornos familiares prematuros. He escuchado a profesionales frustrados y he sido testigo de decisiones institucionales que priorizan la burocracia por encima del bienestar del menor. Como acogedora, esa distancia entre la teoría y la práctica se vuelve todavía más evidente.
Desde esta doble posición —técnica y vital—, me permito señalar algunos de los vacíos estructurales que siguen lastrando al acogimiento familiar en España. Uno de los principales obstáculos que enfrenta el acogimiento familiar es la persistente falta de sensibilización comunitaria. Aún hoy, en pleno siglo XXI, existe un gran desconocimiento social sobre qué implica realmente acoger, lo que no solo limita la captación de nuevas familias dispuestas a asumir este reto, sino que además alimenta estigmas hacia niños, niñas y adolescentes que han sido separados de su familia de origen. A esta falta de conciencia colectiva se suma una formación insuficiente y profundamente desigual. Las familias acogedoras necesitan estar acompañadas de manera constante antes, durante y después del proceso, pero la realidad es que muchas veces reciben una preparación inicial muy básica y, una vez iniciado el acogimiento, el seguimiento posterior es intermitente o incluso inexistente, lo que las deja expuestas a un alto grado de desgaste emocional.
Por otro lado, el sistema aún presenta un marcado déficit en la coordinación entre profesionales. El trabajo interdisciplinar, que debería poner en el centro el interés superior de la infancia, sigue siendo más un enunciado teórico que una práctica efectiva. Esto repercute directamente en la calidad del acompañamiento y en la posibilidad de construir intervenciones coherentes, continuadas y con verdadero enfoque de derechos. Finalmente, resulta preocupante el escaso reconocimiento institucional y social que reciben las familias acogedoras como agentes de protección. En muchas ocasiones, son tratadas como simples ejecutoras de una medida administrativa, cuando en realidad asumen funciones complejas y profundamente reparadoras: actúan como coeducadoras, facilitadoras de vínculos, mediadoras con el entramado técnico y jurídico, y sobre todo, como figuras de apego esenciales para la reparación emocional del niño o la niña.
El derecho a una vida vinculada
No hay mejor escuela que la vida, y vivir el acogimiento desde dentro me ha hecho aún más consciente de lo que está en juego: niños, niñas y adolescentes que, pese al daño vivido, siguen teniendo derecho a ser cuidados desde el vínculo, a pertenecer a una familia, a sentirse sostenidos sin ser juzgados.
Hoy, en el Día Mundial del Acogimiento Familiar, mi voz se alza con una doble legitimidad: la que me da mi trayectoria profesional y la que me concede el haber vivido, en mi propia casa, la potencia y los desafíos del acogimiento. No idealizo esta experiencia, pero sí la defiendo con firmeza. Porque el acogimiento no es un recurso provisional. Es, en muchos casos, el primer paso hacia la reparación y la dignificación de vidas profundamente marcadas por el dolor.
Como sociedad, nos debemos una reflexión colectiva: ¿qué lugar le damos a la infancia que ha sido apartada de su familia? ¿Qué tipo de acompañamiento ofrecemos a quienes deciden acoger? Y sobre todo, ¿cómo reconfiguramos un sistema que aún no siempre ve a la familia acogedora como parte activa de la protección?
Es momento de pasar del agradecimiento simbólico al compromiso estructural. Porque acoger no es un acto de bondad, sino de justicia.
Iratxe Serrano
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