Los niños antes de la adopción

Qué aprendieron antes de llegar a nuestra familia? ¿Cómo fue su vida con la familia biológica? ¿Estuvieron expuestos a situaciones de violencia? ¿Cómo transcurrieron sus días en la institución donde estaban? ¿Y si quienes lo tuvieron a su cargo no lo supieron cuidar, abusaron de él, lo maltrataron o descuidaron?

En la vida de estos niños pudieron existir numerosas situaciones de violencia contra ellos que pudieran haber dejado una huella dolorosa en sus recuerdos. No es infrecuente que estos niños necesiten una comprensión específica, asociada a las experiencias que vivieron.

Uno de los mayores riesgos a los que se enfrenta la familia adoptiva es creer que “su capacidad de amor hará olvidar todos los problemas y el niño se irá corrigiendo poco a poco”. Una idealización de la propia capacidad de amar y del “buen amor”, que pueden convertirse en un prejuicio peligroso, porque cuando fracasan las que los padres consideran sus conductas amorosas, los niños tienen que asumir que son ellos “los que no saben recibir amor”, y esta es una situación que no puede ser demostrada.

Cuando se adoptan niños mayores es probable encontrarse con criaturas que han sufrido experiencias amargas y dolorosas. Y que por este motivo pueden haber aprendido a desconfiar de los adultos en general, adoptantes incluidos. Lleva mucho tiempo conseguir que la vida familiar se desarrolle según el modelo propuesto por la cariñosa atención parental.

Las personas que atravesaron alguna situación traumática grave o irreparable, al enterarse de un suceso catastrófico padecido por otros, se angustian y en ocasiones sufren perturbaciones inexplicables, ya que la tragedia actual no tiene relación con ellos. Este es el efecto de la huella que imprime el trauma: produce un estado de sensibilización que se activa frente a cualquier experiencia que reproduzca una situación de peligro, aunque sea ajena.

Con estos niños sucede algo semejante: viven en estado de alerta permanente, con una hipersensibilidad respecto de los adultos que los acompañan, aunque no lo evidencian; mantienen una desconfianza inquietante hacia un mundo que ya les ha demostrado su hostilidad. Perciben como amenazantes situaciones cotidianas que los demás reconocemos como normales.

Les resulta sumamente difícil regular, desde su sistema nervioso entrenado para defenderse, las respuestas con las que se comunican con otros. Este estado de vigilancia y alerta continuo es el que interfiere en su capacidad para aprender y concentrarse en la tarea escolar. Con cierta frecuencia no disponen de la totalidad de sus recursos psíquicos y neurológicos para responder a las demandas que la escuela les propone; no se trata de falta de inteligencia, sino de un psiquismo y un sistema nerviosos que precisan de cierta “rehabilitación”, y de ese modo poder recurrir a la confianza básica que es necesaria poner en juego para aprender.

Recordar este problema es imprescindible cuando alguno de estos chicos roba, se apropia de lo que no le pertenece y desata denuncias de sus compañeros, de los padres de los compañeros, de la profesora, de la dirección, y genera sentimientos de vergüenza en los adoptantes, que en algunos casos comienzan a arrepentirse de la adopción.

Para los chicos, estos robos, pueden significar la única manera de poseer algo que precisan o desean según sus experiencias anteriores. El miedo y el sufrimiento, asociados con recuerdos de experiencias pasadas, pueden actuar como el estímulo que lo lleva a buscar consuelo en la posesión de “algo más”. Sin lograr aceptar los límites sociales que marca la distribución de las posesiones, menos aún del mandamiento que prohíbe robar. Estos robos pueden ser el equivalente de una provocación hacia los adultos que esperan que ese niño adoptado se convierta en un hijo maravilloso.

No es fácil para los niños incorporarse en el lugar de hijo y estar a la altura de los que sus padres esperan de él cuando su historia incluye la separación de su madre biológica; de su entorno conocido, y en algunas ocasiones de sus hermanos.

Una discusión entre sus padres adoptivos enciende la alarma, se angustian y temen otra ruptura entre los adultos y de la que ellos podrían volver a pagar las consecuencias. Sus apreciaciones no responden a la realidad, sino a sus vivencias, que los llevan a activar las huellas de las situaciones violentas que ya conocen.

Estos niños desconocen los códigos de la temperancia, del amor convivencial, y en particular no saben lo que significa confiar en el otro. Temen la intimidad, la cercanía emocional con otras personas, porque se sienten en situación de riesgo.

Estos chicos no están entrenados en utilizar el lenguaje, se las apañan con expresiones elementales, concretas, sin buscar las palabras necesarias para describir situaciones, muchos de ellos tienen una capacidad para simbolizar deficitaria, les resulta complicado incluir el pensamiento abstracto en su cotidianeidad. Por eso es importante insistir en el diálogo con ellos, particularmente cuando se trata de describir sentimientos.

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