Una paternidad sin antifaz
Las carteleras publicitarias porteñas estuvieron recientemente pobladas por la imagen de un patético enmascarado con capa, de pie junto a una computadora (ordenador) y observado por un niño. Una leyenda incitaba: «Volvé a tener la admiración de tu hijo».
¿Cuándo y por qué habría perdido la admiración de su hijo? El aviso (anuncio)apuntaba (además de vender computadoras) a reforzar la idea de que, entre padres e hijos, el cariño se compra y el padre será admirado según lo que regale. El que no consiga un antifaz y una capa y no pueda comprar la computadora, el reproductor de videos digital, el celular (móvil) o lo que fuera que garantice la admiración filial será un padre depreciado. O despreciado.
La publicidad refleja el mundo en que vivimos. Según este aviso, los padres no generan respeto a través de sus conductas, sino por medio de su capacidad de adquisición; el amor y la confianza en el vínculo paterno-filial no es producto de la presencia, del diálogo, de la preocupación, del reconocimiento del otro, sino del uso oportuno de una tarjeta de crédito. O de ignorar la palabra «no».
¿Pueden padres así marcar límites, orientar acciones, transmitir valores, abrirse a la escucha, ser pedagógicos, instrumentar a sus hijos para convertirlos en seres autónomos, con capacidad de autosustentación psíquica y emocional?
Esas son hoy asignaturas pendientes de los padres. Demasiadas tragedias juveniles lastiman profundamente el tejido vital de nuestra sociedad: el niño asesino de Carmen de Patagones, Cromagnon (incendio de una discoteca en la que por negligencia y faltas de medidas de seguridad fallecieron muchos jóvenes), el caso Malvino, los chicos que se matan en rutas (carreteras), los que mueren a manos de patovicas (porteros de las discotecas), los vencidos por el alcohol y las drogas, el horroroso crimen de Matías Bragagnolo.
Los jóvenes, con su desorientación, con su angustia, con sus muertes, están gritando que la sociedad tiene un problema: uno grave, que nace de un modelo en el que se priorizan los deseos materiales ante las necesidades espirituales; se cree que cualquier medio es válido para cualquier fin y que el otro es instrumento de las apetencias propias, un objeto y no sujeto.
Pareciera haber una epidemia de baja autoestima paterna que impide sentirse apto o «merecedor» del respeto, el amor o la admiración de los hijos. Se cree que establecer límites, fijar pautas orientadoras trae el riesgo de perder valor ante la mirada filial. El antídoto, se piensa, es convertirse en el «mejor amigo» del hijo (desertando de la función paterna y generando orfandad). O en su ídolo (permitiéndolo todo, mirando hacia otro lado, no poniendo cauce orientador y nutricio a la natural energía juvenil, no preguntando, no interesándose por la vida del hijo, no «molestándolo»). O en un proveedor de computadoras parapetado detrás de un antifaz.
Se arroja a los hijos a la vida, se los deja en manos del televisor, de la computadora, del locutorio, del quiosco (lugar de compra de prensa y chucherrías), del boliche (bar de copas), del delivery (locales abiertos las 24 horas), que, como en las películas sobre la ley seca, trae bebidas, e incluso drogas, a domicilio. A lo sumo se carga su crianza a la escuela.
Los chicos se vuelven seres incomprensibles, fantasmales. Siluetas que desfilan sin rumbo en las madrugadas, excluidos del vínculo que los convocó a la vida. Acaso ningún vínculo humano genere más responsabilidad que el de convertirse en padre o madre.
Es cierto que los mandatarios, funcionarios y legisladores ni saben ni se preocupan por esto. Que para las autoridades educativas los niños y jóvenes son a menudo poco más que cifras y estadísticas. Que para muchos productores de artefactos, bebidas, comida chatarra o indumentaria son sólo un mercado (indefenso y apetecible). Es cierto y es obsceno.
Pero también es verdad que la deserción en las funciones paternas ya no admite distracciones, postergaciones ni desviaciones. Con su forma de resolver desacuerdos, expresar sentimientos, crear vínculos y comprometerse con propósitos trascendentes, dan modelos a sus hijos. Estos observan siempre. E imitan. Y están pagando con demasiadas tragedias la responsabilidad delegada de quienes los hemos convocado a la existencia. Ningún antifaz puede hacernos zafar.
Sergio Sinay
Periodista, escritor y terapeuta
LA NACIÓN – ARGENTINA