La importancia del entorno terapéutico
Los niños que sufrieron maltrato durante su infancia presentan evoluciones dispares aún cuando posteriormente crezcan en un entorno protegido. Sus conductas son a menudo de difícil interpretación y requieren de la comprensión, por parte de los adultos, de los efectos y de la influencia de esos daños a corto, medio y largo plazo.
Durante los últimos años hemos comprobado que la evolución personal de los menores cuyas primeras etapas de vida tuvieron lugar en circunstancias muy desfavorecidas depende, en buena medida, de los recursos que se dispongan tras su adopción. La magnitud y la duración de esas consecuencias residen en factores diferentes, relacionados algunos con las características personales del niño y las condiciones en las que vivió antes de la adopción, y otros con el contexto de acogida –familia y escuela, básicamente-. Si bien lo deseable sería poder incidir en todos los momentos evolutivos proporcionando las mejores condiciones también antes de la adopción, nuestra labor es casi exclusiva en el terreno post-adoptivo (en adopción internacional), y ahí es donde debemos afinar en las medidas de prevención. Pretendemos aquí reflejar algunas conclusiones a las que nos lleva el trabajo en post-adopción, enfocadas a procurar condiciones generales adecuadas a minimizar los efectos de esos daños iniciales.
La repetida y persistente vivencia en malas condiciones propicia en el niño pequeño la construcción de modelos de relación, consigo mismo y con el mundo, que a los ojos de las personas acogedoras, pueden resultar poco comprensibles. Su tolerancia a los límites y a las frustraciones así como su acogida de la relación afectuosa son interpretadas por el niño desde modelos de apego inseguros o desorganizados y en algunos niños vemos descrito un auténtico trastorno del vínculo, mientras que la mayoría de ellos presentan dificultades más o menos importantes en el terreno de las relaciones.
El bebé es un ser frágil e inmaduro, que nace con ciertas competencias pero necesitado de protección para su supervivencia y desarrollo. Aún cuando se le proporcionen los cuidados básicos, a falta de la función protectora que, más allá de cubrir las necesidades primarias, ofrezca alimento emocional, el bebé puede morir o crecer sufriendo desequilibrios emocionales y cognitivos importantes. Para que pueda progresar de forma sana es necesario que durante los primeros años disponga, de forma continuada, de la relación de incondicionalidad de quien le dará seguridad. La experiencia cotidiana en la resolución de pequeños y cotidianos conflictos a través de la contención y la empatía proporcionadas por el adulto afectivamente vinculado es el sostén que le permite sentirse progresivamente confiado. Esa confianza básica constituye el terreno abonado para desarrollar estrategias más complejas que, nuevamente, reforzarán la posibilidad de tolerar esperas y vacíos y, por ende, abordar nuevos aprendizajes. Cuando carece de esas figuras significativas, el niño desarrolla mecanismos para hacer frente, solo, a los innumerables cambios, conflictos y dificultades de la vida cotidiana; al no poder depositar en el adulto las angustias producidas por esas necesidades no cubiertas, se ve abocado a poner en marcha mecanismos de defensa que garanticen su supervivencia –escisión, represión, autoconsuelo- y al empleo de muchas energías en mantener esa supervivencia. Así, el niño construye una imagen del mundo como la de un lugar hostil del cual defenderse o protegerse, y posteriormente traslada ese modelo al nuevo contexto y a las nuevas relaciones.
Tras la adopción hay un largo camino de reparación. Esos comienzos no son determinantes en términos absolutos, pero existe riesgo importante de que, si no se tienen seriamente en cuenta y se disponen los recursos adecuados durante los años inmediatamente posteriores, su influencia sí sea decisiva. La experiencia nos muestra que la variabilidad de casos es grande, por lo que es preciso diseñar un proceso terapéutico «a medida» utilizando recursos creativos y flexibles. Sin embargo, hemos verificado que algunas prácticas son, de entrada, en todos los casos fundamentales:
Muchos padres necesitan, además de una adecuada y larga preparación previa a la adopción, el acompañamiento posterior por parte de especialistas que les ayuden a interpretar qué les «dice» su hijo con sus conductas. No siempre es evidente esa lectura y, sin desearlo, pueden incurrir en interpretaciones erróneas que mantengan o agraven la dinámica personal y familiar.
Es fundamental que se retrase la entrada al ámbito escolar. El niño adoptado necesita, en primer lugar, al adulto de referencia que le conoce, que está afectivamente vinculado y que puede ofrecer respuesta a sus necesidades moviéndose en su registro personal. Cuando la entrada a la guardería o a la escuela tiene lugar a los pocos meses tras la adopción, no sólo se corre el riesgo de interrumpir el proceso madurativo iniciado poco antes, si no que se pierde un «tiempo sensible» a la incorporación de funciones básicas que, más adelante, serán por un lado muy necesarias y por otro más difíciles de instaurar.
Cuando es un buen momento para comenzar la escolaridad, es aconsejable pensar en el tipo de centro y en el nivel más adecuados para el niño; el curso que le corresponde por edad cronológica no siempre es el que le corresponde por madurez. Nuevamente debemos remitirnos a las particularidades de ese niño y procurarle el grado de exigencia y de dificultad para los que está realmente preparado.
Disponer de apoyos adicionales en la escuela es altamente recomendable. Es frecuente, por ejemplo, que el niño, en este sentido inmaduro, se comporte interrumpiendo constantemente en clase, molestando, moviéndose o actuando con brusquedad y rechazo. Esa forma de hacer puede inspirar fácilmente el castigo y la riña por parte de maestros, o la pelea con los compañeros. Si los adultos ofrecen, en su lugar, atención, se propicia que él pueda ir adquiriendo sus propias formas de contención. Es muy posible que ello obligue a la presencia de un adulto adicional en el aula y en el patio, alguien que conozca de cerca el grado de tolerancia de ese niño y que pueda hacer de intérprete, de mediador y de guía. En el presente no es nada fácil disponer de esas condiciones, pero debemos afirmar que serían las idóneas. Asimismo, el asesoramiento por parte de especialistas al claustro de profesores sobre la génesis de los comportamientos de difícil reconducción y sobre las dificultades de aprendizaje, así como sobre los recursos útiles a poner en marcha, constituye un importante mecanismo de apoyo y de prevención.
Los niños adoptados suelen requerir asistencia de especialistas diversos –médicos, logopeda, psicólogo, terapeuta de integración sensorial, etc.- quienes, a veces, realizan su trabajo aisladamente explicándose tanto los avances como los escollos desde su mirada particular. Ese funcionamiento puede desorientar a la familia y, en algunas ocasiones, desencadena la interrupción de ayudas de forma prematura. Nos parece de especial interés el compromiso de colaboración entre todos (especialistas, familia, escuela) que cree un entorno terapéutico inicial y prepare el aprovechamiento de otros recursos terapéuticos posteriores.
Esther Grau y Rosa Mora
CRIA