Malos diagnósticos y sobremedicación: infancia en peligro
Déficit de atención, trastorno de desarrollo, autismo, bipolaridad, son las etiquetas que aprisionan a los chicos. Docentes, padres, laboratorios y especialistas desaprensivos forman un combo explosivo.
Hace treinta años Henry Gadsden, director entonces de la compañía farmacéutica Merck, hizo unos comentarios sorprendentes y en cierto modo candorosos a la revista Fortune. Dijo que su sueño era producir medicamentos para las personas sanas y así vender a todo el mundo. Aquel sueño se ha convertido en el motor de una imparable maquinaria comercial manejada por las industrias más rentables del planeta.”
Así comienza el libro Medicamentos que nos enferman e industrias farmacéuticas que nos convierten en pacientes, de Ray Moynihan y Alan Cassels. Y el párrafo es tan cierto, que ni los chicos quedan afuera de esa maquinaria. Diagnósticos rápidos hechos por adultos, sean docentes, padres o especialistas, y laboratorios que persiguen intereses económicos, son el combo explosivo que está enfermando a la infancia. Quizás para estar tranquilos, lo hacen con nombres tan crípticos como ADD/ADHD, TGD, TOD o TOC. Siglas que se repiten cada vez más y que explican el aumento exponencial en la venta de determinados medicamentos.
Según un informe elaborado por la Unidad de Salud Mental y Comportamiento Saludable del Ministerio de Salud de la Nación, el 14 por ciento de los chicos de entre 6 y 11 años tiene problemas severos de atención, el 15,7 de agresividad y de antisociabilidad y el 13,9 de ansiedad y depresión. Si bien en general estos números se mantienen constantes en los últimos años, aumentaron los diagnósticos que los sindican como enfermedad a tratar.
“En la Argentina los distintos déficit llegaron con fuerza a mediados de los ’90. Aterrizaron en zona norte, en colegios privados, ya que los costos de los medicamentos son muy altos. Pero en el último tiempo los diagnósticos se masificaron y hoy se patologiza a todos los sectores –explica Gabriela Dueñas, psicopedagoga y licenciada en educación–.
Cuando vemos adultos adictos nos sorprendemos, pero cuando son chicos les enseñamos que para portarse bien o que les vaya bien en la escuela tienen que tomar una pastilla. No es un tema menor: la medicalización vulnera los derechos del niño. La capacidad de juego es un derecho y si los drogamos innecesariamente estamos violando ese derecho. Además, con medicamentos podemos tapar el síntoma pero nunca resolver el problema.”
La idea de que hay una pastilla para cada malestar o dificultad –una para dormir, otra para despertarse, una más para adelgazar– se instaló en la sociedad de la mano de diarios y revistas que anunciaban en portada el ranking de los medicamentos más consumidos sin receta. La televisión, por su parte, parodiaba la realidad con protagonistas de novelas que cargaban pastilleros. Hasta ahí, eran un tema exclusivo del mundo adulto, pero ahora entró a las aulas y al universo de los más chicos.
El boom de ventas que registran los laboratorios, como consecuencia de la medicalización, va en desmedro del futuro de millones de chicos. Algunos de los efectos secundarios que puede causar el metilfenidato (MFD) –el psicoestimulante indicado para tratar especialmente trastornos de aprendizaje por déficit de atención– son: anorexia, disminución del apetito, reducción del peso y altura; insomnio, nerviosismo, tics, agresividad, ansiedad, agitación, depresión, cefalea, mareos, hiperactividad psicomotora, arritmia, taquicardia, palpitaciones; tos, náusea, diarrea, boca seca; prurito, irritabilidad y cambios en la presión sanguínea.
Algunos de estos efectos fueron reproducidos por Matt Groening en el segundo capítulo de la undécima temporada de Los Simpson. En ese episodio Bart inunda el gimnasio de la escuela, entre otras travesuras, y el director Skinner diagnostica que padece de ADD o Déficit de Atención, la más común entre las enfermedades en boga (ver recuadro). No lo ve un psicólogo ni un médico, y eso también refleja una situación común en la sociedad: un profesional de la educación diagnostica en forma arbitraria. Skinner advierte a Marge y Homero que si no medican a su hijo con Focusyn (un invento del autor para representar la Ritalina, el nombre comercial del MFD), se verá obligado a expulsarlo. Con el fármaco, Bart mejora el comportamiento inmediatamente e incluso supera a Lisa en el rendimiento escolar. Pero es tal el nivel de paranoia y malestar físico que tiene por los efectos secundarios, que los doctores anuncian que le quitarán la droga. Bart corre despavorido hacia un frasco de cápsulas y toma varias seguidas antes de escapar. Así, Groening no sólo criticó la práctica sino que buscó concientizar a la audiencia sobre los riesgos de un diagnóstico errado y cómo se transforma a un chico travieso en un enfermo.
Esa realidad retratada por Los Simpson es la que se vive ahora en la Argentina. El aumento en la medicación se puede analizar a través de la importación de MFD. Naciones Unidas fija un cupo de esa droga para cada país; el permitido para la Argentina es de 60 kilogramos por año. Según la ANMAT, la agencia nacional de control de medicamentos, en 2008 los laboratorios importaron 42,61 kilogramos. En 2009, 45,40 (un incremento del 6,55 por ciento) y en 2010 un 21,66 más que el año anterior, es decir 55,23 kilos, casi en el límite de lo asignado por el organismo internacional.
La situación fue analizada en el III Simposio Internacional sobre Patologización de la Infancia, que se realizó en Buenos Aires durante la primera semana de junio. Una de las organizadoras, Beatriz Janin –licenciada en psicología y directora de la carrera de Especialización en Psicoanálisis con Niños de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales–, presentó el libro El sufrimiento psíquico en los niños (Noveduc), donde sostiene que si bien es fundamental detectar los problemas psicológicos tempranamente para indicar un tratamiento adecuado, también es importante no etiquetar al paciente. “Es habitual que la gravedad de un trastorno se mida más por aquello que resulta insoportable a los adultos que por el sufrimiento del niño”, afirma la especialista.
En la vereda opuesta, Graciela Bartomeo, licenciada en psicopedagogía de la Fundación TDAH Argentina (la sigla en inglés para designar el Déficit de Atención con Hiperactividad), asegura que “la droga no tiene tantos efectos secundarios, y si aparecen, se suspende la medicación y listo. Estar medicado en la infancia sin necesidad no es tan grave, son mayores los riesgos si no se medica. Algunas de las consecuencias a futuro que puede tener un chico que requería la medicación y no la tuvo, son: abandono de estudios, dificultad para formar pareja, convertirse en padres adolescentes y problemas con las drogas y la Justicia”.
Sin embargo, por su peligrosidad, el MFD se vende sólo con un recetario oficial y triplicado, que los médicos deben solicitar en el Ministerio de Salud. Según denuncian los especialistas, en la práctica eso no se cumple, ya que los mismos visitadores médicos llegan con las recetas oficiales a disposición del doctor. “El mayor tema es que los laboratorios les pagan a los médicos para que viajen a los congresos a exponer el resultado de sus investigaciones con estos medicamentos”, cuenta Maren Ulriksen de Viñar, médica psicoanalista uruguaya que participó del simposio. El crecimiento de este segmento en el país habla por sí solo. Entre 2004 y 2010 el consumo de metilfenidato y modafinilo –otro estimulante que no se aplica a problemas de aprendizaje pero comparte la misma categoría– creció un 62,44 por ciento, según un informe sobre dispersión de psicofármacos realizado por la Confederación Farmacéutica Argentina.
En la Argentina el MFD es comercializado por cuatro marcas, en orden de ventas: Ritalina (del laboratorio Novartis) cuesta entre 103 y 320 pesos, según la presentación; Rubifen (Neuropharma), entre 103 y 283 pesos; Concerta (Janssen-Cilag), entre 132 y 614 pesos, y Methlin (AstraZeneca), entre 105 y 329 pesos. El pico de ventas se registra durante el período escolar, con descenso en las vacaciones de invierno.
Dueñas encuentra la causa de este fenómeno en que “a los docentes les resulta funcional acallar y educar por la fuerza. Ellos mismos llenan tests para ver si el chico tiene ADHD, evaluándolo de forma aislada y omitiendo su historia y entorno”. El cuestionario al que se refiere la especialista es el “Conners”, que consiste en preguntas como: “¿Está en las nubes?”, “¿Es susceptible a la crítica?”, “¿Carece de aptitudes para el liderazgo?” o “¿Tiene aspecto enfadado?”, entre muchas otras tan ambiguas como esas. Los docentes deben completar la columna correspondiente (“Nada, Poco, Bastante, Mucho”), con un puntaje del 0 al 3 y de acuerdo con su criterio personal. El puntaje que obtiene el niño determina qué tan alta es la sospecha de que sufra Déficit de Atención con Hiperactividad.
“La medicalización se da sobre todo en primer grado, porque el chico no es como la escuela esperaba, y en la pubertad con la falta de tolerancia a los cambios por parte de los padres. Se atribuye la dificultad de aprendizaje a una supuesta determinación biológica que los convierte en inquietos y desatentos. En realidad el problema es de los adultos, porque nosotros los producimos así”, concluye Dueñas.
François Marty, psicólogo francés, especialista en violencia y depresión en la adolescencia, denuncia que es “abusiva la liviandad con que se etiqueta a los jóvenes. Los términos tienen una definición muy precisa. Esquizofrenia y autismo se utilizan demasiado a menudo, cuando en verdad son enfermedades estadísticamente raras de encontrar en este segmento. El problema está en la manera de comprender la dificultad de la consulta. Por ejemplo: un niño agitado se podría diagnosticar como agitación ansiosa o hiperactividad y prescribir Ritalina. Pero eso no dice nada del problema de fondo, de por qué ese niño está agitado. Tratamos el síntoma pero no resolvemos la cuestión central. Este es un típico debate entre la industria farmacéutica y la psiquiatría”.
El médico especializado en psiquiatría infantil-juvenil Juan Vasen también participó del simposio y presentó el libro Una nueva epidemia de nombres impropios (Noveduc). En el capítulo “La ‘epidemia’ del ‘mal’ llamado ADD” recuerda una propaganda de Novartis que vio en Los Angeles: “Mucho más fácil que ser padres. Ritalin”. Vasen analiza que “está debilitado el interés y la motivación, que deriva en una dificultad de volver sobre lo que se está haciendo o pensando. La falencia atencional no es primaria, como se repite machaconamente, sino secundaria”.
El incremento en las cifras de autismo infantil también llama la atención. Según el psicoanalista Vicente de Gemmis, cofundador del programa de integración social Cuidar Cuidando (Zoo de Buenos Aires-Hospital Tobar García), hace veinte años se diagnosticaba con esta enfermedad a uno de cada 10 mil niños, mientras que en la actualidad la proporción se elevó a 60 casos por cada 10 mil. Es decir, el índice creció un 6.000 por ciento. “No se sabe a ciencia cierta si se debe a un aumento real de casos o simplemente a un mayor número de diagnósticos. A partir de 1990 se incorporó la noción de ‘espectro autista’, que incluye dentro de la patología desde cuadros con severa retracción hasta otros con limitaciones subjetivas y sociales menores. El diagnóstico genera una identidad. Un chico mal diagnosticado va a ser tratado como autista, y todas las situaciones posteriores de su vida van a ser leídas e interpretadas desde ese diagnóstico. Eso puede obturar el desarrollo de sus potencialidades”, explica De Gemmis. El especialista también advierte que “las actuales condiciones de existencias en donde el aislamiento social y la pérdida del contacto personal se dan en forma cotidiana, son también generadoras de subjetividades más autistas”.
Las nuevas tecnologías juegan un rol importante en ese aislamiento que señala el profesional. Sin embargo, el psicoanalista Juan Carlos Volnovich considera que atribuirles la responsabilidad es un error. “Los nativos digitales aman la velocidad, les encanta hacer varias cosas al mismo tiempo, casi todos son multitasking y, en muchos casos, multimedia. Viven hiperconectados –describe–. Pueden oír la radio al tiempo que estudian en un libro la lección de historia con la tele prendida, jugando a la play, mandando mensajes por el celular, chateando con medio mundo y comiendo pizza. Pueden hackear la computadora más sofisticada por la noche y, por la mañana, reprobar el examen más sencillo de matemática.” Lo que sucede en las aulas, explica, es que los chicos “desconfían de la información que queremos transmitirles. Si son poco receptivos es porque sospechan que ese saber y ese sistema axiomático que les ofrecemos no fue ajeno a la catástrofe que les toca vivir”.
Es decir, los chicos cambiaron y se relacionan de un modo diferente al que se acostumbraba hace décadas. Y la escuela es el ámbito que más se resiente porque mientras mantiene los cánones del siglo XIX –chicos quietos en las aulas y atentos a la “señorita maestra”–, los alumnos actuales reciben una estimulación permanente. Son modelo siglo XXI. Y la sociedad los está enfermando.
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