El nene sospechoso
El chico al que le mintieron sobre la muerte de su tío; el chico que estaba harto de doctores y pastillas; incluso, el sospechoso chico de la serie Los Soprano: todos son, para la autora de este ensayo, ejemplos de la “medicalización” o, aun sin medicamentos, la “profesionalización de la infancia”, destinada a “normalizar al niño que molesta”.
Matías, de 12 años, llega a la consulta. El está con psicopedagogo y psicomotricista, por presentar problemas en la escolaridad. No puede aprender los contenidos esperados; tampoco atiende, no responde, no puede hacer pruebas. Está terminando su escuela primaria, con inminente paso a secundaria. Sus padres no saben qué hacer con él.
Lo recibo en la primera entrevista, después de un recorrido larguísimo por distintos profesionales, en ese momento sin intervención medicamentosa. Padece una obesidad incipiente, se presenta con su espalda encorvada, poco comunicativo. Después de un momento inicial poco productivo empezamos juntos a realizar juegos de palabras para luego intercambiar sobre una. El se muestra aficionado al cine, al igual que yo. También encontramos como tema en común la literatura. Allí ese niño cambia, deja de ser ese púber con sus ojitos chiquitos, deja de moverse torpemente.
Le dije, después: “Matías, vos no parecés el que me cuentan que sos en la escuela. Decime una cosa, si yo te pongo un problema, como te ponen en la escuela, ¿vos lo podés resolver?”. Le pido que haga un dibujo y que narre algo en torno del dibujo que haga: Matías no lo puede hacer. Se queda frente al papel mucho tiempo, sin poder lograrlo.
Hay un punto en que su conocimiento queda interceptado, y este punto está en relación con el aprendizaje escolar. Le digo: “Matías, hay algo que vos no podés entender, hay algo que vos no podés aprender y que en vos hace mucho ruido y no te deja pensar”. No me apuro a establecer una relación que le resultaría inaprensible y espero un par de entrevistas más para decirle: “Contame un poco de tu familia”.
Me empieza a contar de su mamá, de su papá. Le digo: “Sé que tu papá tenía un hermano”, y me dice: “Ah, sí, mi tío. Me puso muy triste porque mi tío se mató hace unos años”. “¿Y cómo fue? ¿Qué sabés de eso? ¿Qué te contaron?” Contesta: “Mi tío coleccionaba armas: probando un arma que estaba cargada y él no sabía, se le escapó un tiro y se mató”. Contesto: “Si querés, podés seguir preguntándoles a tus papás sobre esto”.
No me corresponde a mí, porque no soy ni la mamá ni el papá de Matías, comunicarle algo de la historia familiar que surgió de las entrevistas con los padres. Se trata de un secreto familiar, que como tal deberá ser trabajado por el conjunto de la familia, con ayuda profesional de ser necesario. Ese tío paterno vivía en condiciones precarias, jamás hubiera podido tener una colección de armas. Matías lo conocía, sabía esto: entonces, lo que se le niega a Matías es su propia percepción. Se desdice algo que él está viendo. Y uno de los peores problemas para tramitar psíquicamente es la negación de una percepción: que se le diga a alguien “No, eso que estás viendo no es de esa manera”.
Rellenar los agujeros en la historia es el trabajo que uno tendrá que hacer, tanto con Matías como con los padres. Es un trabajo de “neoescritura”, es un trabajo de escritura de la subjetividad totalmente distinto al de levantar lo reprimido. De ello infiero que en el momento actual deberé privilegiar el trabajo con los padres. En razón de ello les digo: “Déjenlo tranquilo en este momento a Matías y empecemos a trabajar con ustedes”, para a partir de allí poder pensar qué le obstaculiza el conocimiento de una verdad, que hace síntoma en el aprendizaje.
Otro niño que llega a la consulta es Francisco, de 7 años, que desde los 3 está medicado con Ritalina porque supuestamente tiene ADD (“trastorno por déficit de atención”). Durante todo este tiempo ha ido al fonoaudiólogo, al psicopedagogo, al psicólogo cognitivo, al neurólogo, etcétera. Cuando lo conozco, le digo: “Francisco, vos debés pensar: ‘Otra doctora más. ¿Qué me va a decir ahora?’. ¡Yo en tu lugar estaría harta! ¡Revolearía a todos los doctores y a todas las pastillas! Pero bueno, hoy estás acá y vamos a ver cómo te puedo ayudar”. Después de tener varias reuniones con el niño y de tomarme el trabajo de investigar minuciosamente sus potencialidades intelectuales, su nivel de atención, concentración, etcétera, luego de ese período diagnóstico, considero que, si bien hay que ayudar a Francisco, ya que presenta una patología, éste no es el momento de empezar una nueva psicoterapia. ¿Cuál fue la forma en que pensé que podía ayudar a Francisco en el momento actual? Desmedicalizándolo. Así fue que me reuní con los padres y les dije: “A Francisco le pasan cosas, pero en realidad no podemos saber quién es él ahora con sus 7 años. Está medicado, con psicoterapia, con fonoaudiólogo, con maestro particular, con su mamá controlándole los deberes todo el día, en una escuela ocho horas, con un papá que se pelea con mamá porque le dice que le está encima, con una mamá que le critica a papá que no se ocupa de Francisco… ¡Esto es un caos!”. Lo que propongo en este momento a la familia es ir retirando, de forma cuidada (es decir, guiados por profesionales ad hoc), todos los tratamientos, dejarlo a Francisco tranquilo y esperar seis meses. Recién después de ese tiempo volver a verlo, para poder por primera vez precisar qué niño tengo frente a mí, con qué niño me encuentro después de que se ha retirado el aparato médico/psicológico/psicopedagógico/escolar.
Ocupémonos ahora de Anthony Soprano (personaje de la serie televisiva Los Soprano), sospechoso de ADD. Los psicólogos escolares que lo ven y que hacen el diagnóstico solo encuentran cinco en lugar de los seis indicadores que definirían el supuesto síndrome de ADD. Recordemos que en el DSM IV (Manual de diagnóstico de trastornos mentales de la Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos, de amplio uso en el mundo) se diagnostica ADD cuando seis características se mantienen por lo menos seis meses. Esto ya es un serio disparate. Pero la parodia en Los Soprano avanza todavía más: “Sospechoso de ADD”. La sospecha de que Anthony Jr. tenía ADD provenía de sus manifestaciones de desobediencia escolar y malos tratos: golpeaba a sus compañeros, quería dominarlos. En esa escuela nadie era capaz de plantearse cuál era el entorno, qué es lo que estaba viviendo y viendo en la familia mafiosa, de la que formaba parte.
Molesto, impertinente
Uno de los grandes temas que venimos puntualizando es lo que llamamos la medicalización de la infancia. Pero la medicalización de la vida cotidiana rebasa la clínica con niños y se ha instalado como nuevo poder. Robert Castel, en El orden psiquiátrico, denuncia el papel que la psiquiatría viene a ocupar: el de un nuevo orden que regula las estructuras de poder: “La intromisión del orden psiquiátrico en las prácticas sociales relativas a la locura aparece en el siglo XVIII y su objeto serán aquellos sujetos que no puedan adaptarse a la sociedad normal”. Más allá de las mejores intenciones y de los métodos científicos más rigurosos, el objetivo final es remodelar, racionalizar, rentabilizar en lo económico, aumentar la eficacia y la moralidad. Encontramos algo predictivo en este texto de Castel, de 1980, respecto de la psiquiatrización imperante en el momento actual. El orden psiquiátrico, además, no es sólo cosa de psiquiatras, sino que nos afecta a todos los que trabajamos en el campo de la salud mental y de la educación. El ser distinto es inmediatamente cualificado como signo de enfermedad, sin que haya una interrogación previa por el papel de la familia, de la escuela, por nuestro propio papel.
El ADD/ADHD (“trastorno por déficit de atención con hiperactividad”) es una de las formas bien actuales, un caso testigo de lo que Robert Castel denominó “el orden psiquiátrico”: cuando un niño molesta en la escuela, inmediatamente es clasificado, rotulado con una nueva forma de rotulación: el ADD. El niño que supuestamente padece este síndrome –al que el discurso imperante adjudica un origen de características puramente biológicas– deberá ser separado (vigilado y castigado, diría Foucault) en función de distintas medidas profilácticas. La primera de ellas es la consulta inminente y sin mediación alguna, por pedido de la escuela, generalmente con el psiquiatra o con el neurólogo, quien habitualmente prescribe una medicación.
Entonces, se lo normaliza, pero ¿el niño tiene que ser como un adulto, que se queda sentado ocho horas trabajando? ¿O un niño tiene que ser espontáneo, ruidoso, creativo, juguetón, molesto, impertinente?
Un niño que molesta al adulto suele ser un niño saludable. Entonces, se lo normaliza, se lo vigila, se lo castiga dándole medicación, pero quizá no aprenda más que antes en la escuela. Sólo deja de molestar, y con ello se establece el “orden”, “la normalidad”; el niño se incorpora a los patrones que le marca la cultura de su tiempo. Cuando uno va a una escuela y, de 35 niños, 28 son sospechosos de ADD y 15 ya están medicados, la pregunta es: ¿qué estamos haciendo con nuestros niños?
Y no se trata sólo de un problema de los psiquiatras, no es solo un problema de los grandes laboratorios que han ido avanzando. Un niño que molesta tiende a ser inmediatamente profesionalizado, término que prefiero porque resulta más abarcativo que “psiquiatrizado”. No se trata sólo del discurso psiquiátrico o del discurso médico. Cuántas veces distintos profesionales pueden colaborar con la institución escolar o con la institución familiar tomando en tratamiento a un niño que no lo necesita, por ejemplo por estar simplemente atravesando situaciones vitales o por ser un síntoma de algo que pasa en la institución familiar o en la escolar.
Marisa Punta Rodulfo
Texto extractado del trabajo “Desde la psicopatología de la vida cotidiana a la psicopatologización de la vida cotidiana”, incluido en Invención de enfermedades. Traiciones a la salud y a la educación, por León Benasayag y Gabriela Dueñas (comps.), ed. Noveduc.
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