Adopciones: historias de amor, espera y prejuicios
«Durante el proceso pasás mucha rabia, pena y frustración. Pero llega el momento y se te olvida todo».
Patricia Ricamonte (45) había leído todo artículo existente sobre cómo explicarle a Facundo que era adoptado. Pero nada la preparó para tener que decírselo en un ómnibus repleto. A Facundo, con dos años, la curiosidad se la despertó una pasajera embarazada. «Mamá, que gorda»… «¿Un bebé?»… «¿Como vos y yo?»… «¿Por qué?»… «Ah…». Ella había elegido el nombre de su hijo -por Facundo Cabral-, hoy de 13, mucho antes de vivir su «embarazo de diez años», tiempo que transcurrió entre tratamientos médicos primero y una larguísima espera para adoptar después. Hoy se los ve felices. «¡Vos no sos mi mamá!», se defendía de chico ante un rezongo. «La primera vez que lo dijo me puse a llorar», recuerda. «Y a la segunda lo mandé a cagar». Pura psicología.
Daniel llegó en 2011, con dos años y medio, al hogar de Ana María García (41), su marido Hugo (40) y la hija biológica de ambos, Lucía (los nombres fueron cambiados). En su oficina de abogada hay un portarretratos de los dos niños juntos. Son parecidos. «Nadie en mi familia hace distingos. Los dos son mis hijos, divinos y maleducados. ¡Daniel ya me inundó la casa!». Lo conocieron en un centro del Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay (INAU). «Divino, con una cara de pícaro que lo vendía». Lo usual es que la integración sea paulatina. Ellos le llevaron a Mateo, un perro de peluche, y él les dio un beso y un abrazo de entrada. Al otro día le preguntaron si quería irse con ellos. Aceptó. «Trabajamos mucho en hacerle su lugar en casa y que él participara. La hermana, de cinco, ayudó mucho». Él ya venía con varios meses institucionalizado o con cuidadoras. «Le decías de ir al almacén y él se ponía la mochilita y agarraba las cosas con las que vino. Había que reafirmarle que llegó para quedarse». Al principio, le pedía que se quedara con él hasta que se durmiera. «Dame la mano, mami», le decía. «Siempre me llamó mami». La mirada se le humedece.
Y hay casos muy distintos. Delfina es una belleza de casi ocho meses. Ella les marca el ritmo a sus padres Felicitas Da Silva (28) y Luis Rodríguez (28). Pero en este trío, la única no adoptada es la bebé. «Aclará que no nos conocimos en un `club de adoptados`. ¡Ya nos lo preguntaron! Fue una casualidad, nos presentó una amiga», jura Luis. Los dos bromean con el drama que supone algo tan simple como ir al doctor. «Te preguntan si tenés antecedentes. `Ni idea, soy adoptada`. Los médicos anotan que está todo bien, ¡y capaz que nos pelamos mañana!», ríe ella.
Episodios como el de Mía -la bebé de 16 meses que fue dada en adopción luego de un escándalo que incluyó a sus cuidadores, la Policía, la Justicia y hasta a familiares biológicos – ponen en el tapete la adopción y lo que trae aparejado: largos procesos, burocracia lenta, más gente queriendo adoptar que niños para ser adoptados, críticas al INAU -por ley y desde 2009 el único organismo habilitado para actuar en estos casos-, y sus descargos.
Entre 2001 y 2011 se inscribieron en el INAU 1.349 parejas o individuos interesados en adoptar. De ellos, solo 521 lo lograron (un 39%). En ese mismo período, 583 pequeños fueron integrados; un 70% tenía menos de 3 años, un 2% más de siete.
Pero atrás de todo esto hay historias de ilusiones y esperas angustiosas; dudas, preguntas que buscan respuestas y prejuicios; pero también de esperanza y amor.
Esperas.
«Hola mi amor, te vinimos a buscar». En el Pereira Rossell, Regina, entonces de 12 días y hoy de ocho años, por primera cruzaba su mirada con su madre, Aurora Reolón (52), que se eriza al recordarlo. Patricia también se emociona. «Le dije `Hola Facu, soy tu mamá`. Tenía 15 días. Lo aupé y me olvidé de mi marido y del mundo…». Esto fue en un hospital de Uruguayana, ciudad brasileña 80 kilómetros al Norte de Bella Unión.
Aurora, diseñadora y directiva de la Asociación de Padres Adoptantes del Uruguay (APAU), no se queja del INAU más allá de su espera de tres años. «Pasás mucho enojo, tristeza y frustración. Te visita la asistente social, la psicóloga… Esa preparación es necesaria, pero hay mucho tiempo vacío. Pero llega el momento… y se te olvida todo».
Pero Patricia bufa pensando en los cinco años y medio que esperó en el INAU (entonces Iname) sin el final esperado. «Puros controles, si teníamos casa propia, un cuarto para el niño, miraban qué había en la heladera, era una invasión a nuestra intimidad bastante grande… la verdad es que con ellos perdí la ilusión». Un compañero de trabajo -ella es inspectora del Banco de Previsión Social- les dio la idea de adoptar en Uruguayana. «Fue todo a través de los consulados, muchos timbres, asistentes sociales, informes de psicólogos… Y ya a los ocho meses me llaman: mi hijo me estaba esperando». Pero no fue tan fácil. Recién allá les dijeron que debían quedarse un mes en Brasil para los controles psicológicos. «Me puse a llorar, no teníamos tanta plata. Una jueza nos prestó su casa, ¡y se vino a veranear a Uruguay! Fue un curso intensivo de cómo ser mamá sin abuelos, tíos ni nadie. El padre (hoy mi exmarido) se enfermó y yo terminé cuidando a los dos».
El INAU destaca haber reducido el promedio de duración del proceso de cuatro años y medio a tres y medio. No es fácil sobrellevarlo. La mayoría de los interesados ya tienen consigo la dura carga emocional de la infertilidad. Y considerar a la adopción como una suerte de maternidad o paternidad de segunda es tan nocivo como esconderle la verdad al pequeño, afirman los expertos (ver nota aparte). Lo cierto es que por motivos varios (enfermedades, separaciones, crisis económicas, embarazos, pérdida de interés, hastío por la espera o búsqueda de una adopción por fuera del sistema), 523 de los anotados entre 2001 y 2011 al final desistieron; dos más de los que lograron integrar a un niño.
La llegada de Lucía hizo que Ana María, anotada en 2002, quedara «al final de la fila». Su valoración del proceso es igual muy positiva. «En los talleres te surgen ideas y proyectos: si tu casa está bien o si te tenés que mudar. Sirven hasta para sacarte miedos y dudas. Una vez, a una compañera alguien le pregunto: `¿Estás loca?, ¿qué sabés de dónde vino el gurí?`. Quedó angustiada. Y le dijimos: `¿Por qué no le preguntaste en qué anda su hijo ahora?`».
«Pobrecito».
Felicitas nació en Porto Alegre y fue adoptada desde Europa (su padre es suizo). El trámite duró año y medio. «En ese entonces se cuestionaba mucho en Brasil por qué se daban tantos niños en adopción al extranjero, y eso retrasó muchos procesos». Ya en Uruguay -llegó a los siete años- y en el colegio, contó ante toda su clase que era adoptada, algo que siempre supo. «La maestra llamó alarmada a mi madre a preguntarle cómo yo sabía eso. Y mamá, psicóloga, le dijo que no se debía esconder el tema».
A Felicitas y Luis les divierte apelar para esta nota a sus nombres «de nacimiento». Se excusan de dar los que están en la cédula (en general no cambian), los que usan. Él, artista, es hijo de una figura pública; ella trabaja en el mundo de la comunicación. «Es que aún hay prejuicios tipo `si es adoptado, tiene un problema`. Para mí no es que sea un tema tabú, ¡si no me hubieran adoptado no estaría feliz hoy, con mi hija y mi marido! Pero para mi carrera necesito que la gente me reciba bien sí o sí. No tuve malas experiencias, pero no quiero probar».
Ambos aseguran que nunca se sintieron discriminados por ser adoptados, algo naturalizado por ellos y por su círculo íntimo. Lo mismo dicen sus madres sobre Facundo, Regina y Daniel. Pero hay palabras o frases muy frecuentes, bienintencionadas o no, que duelen: «Pobrecito» (ésta equivale a una cachetada), «No lo rezongues, ya sufrió mucho», «Qué suerte que tuvo», «Andá a saber de qué vida lo salvaste». Otras pueden surgir desde el prejuicio (una mala conducta se explica «porque es adoptado») o desde la crueldad infantil alimentada en casa («a vos te dejó tu mamá»).
A estas frases, respuestas como resortes. «No falta quien te diga: `¿Lo adoptaste? Pobreciiiiito`. Y te dan ganas de acogotarlo…», dice Ana María. «No podes sobreprotegerlo porque es adoptado, ¡nada de pobrecito!», enfatiza Patricia. «En todo caso, la suerte la tuve yo, que con Regina pude ser mamá», tercia Aurora.
Regina tiene una sonrisa hermosa y es muy apegada a Aurora. El living está lleno de fotos de ellas y de Gabriel (52), padre y marido. Cuando Regina sea adolescente ella andará por los 60. No es lo ideal, pero ella dice tener una personalidad idónea.
Hubo otro factor que ayudó a unir sus destinos. Aurora hoy dice no recordar bien, pero que cuando la llamaron del INAU le dijeron algo así como que la bebé a adoptar «tiene rasgos distintivos de raza negra». Ella encantada, pero las parejas que estaban delante en la lista – «creo que eran tres… creo»- prefirieron continuar en la larga espera. «Yo les agradezco igual, porque me permitieron tener a Regina».
Búsquedas.
El hijo adoptado siempre tiene derecho a saber sobre su familia biológica. Como miembro de APAU, Aurora dice que su mayor inquietud es saber si tienen hermanos. «A ellos sí tratan de buscarlos». Casi siempre, cuenta, no se pasa de una investigación documental. De verse con la madre le preguntan el porqué del abandono; no suelen ser reencuentros de telenovela. Por el padre rara vez hay interés.
Daniel aún es muy chico. Facundo dice no sentir mayor curiosidad. «Sería como conocer a otras personas más», se encoge de hombros. El caso de Regina es distinto. Aurora pide no exponer el rostro, precioso, de la niña. Como directiva de APAU, ella sí apareció en la prensa por el ultramediatizado caso Mía, pero no permitió que su hija viera nada. «Ella no puede ver que la adopción es una pelea de dos gallos de riña».
Es que Regina, explica Aurora, ya pasó la etapa «mágica»: ya no es solo haber crecido en otra panza, es buscar los porqués. «Ella se está cuestionando por qué una madre tomó esa decisión. Eso hace que le aparezcan muchos miedos, a que me vaya o que me enoje con ella. Porque puede pensar que su familia biológica se `enojó` con ella. Pero los rezongos y límites se los tenés que poner igual». Criticar a la familia de origen -en tiempos pasados, directamente «borrada»- es totalmente negativo; la psicología hoy prefiere poner hablar de «delegación de maternidad» y no de abandono. «Tal vez esa mujer tuvo el último `huequito` que le quedaba para decidir que lo mejor para su hijo es que otros lo cuidaran».
De su origen, Felicitas supo lo que le contaron. «La mujer que me tuvo (así la llama) era de apellido Da Silva y me abandonó en un hospital. Viví tres meses con una enfermera. Y hasta que me fui a Europa me quedé con mi madrina, enviada por mis padres para los trámites, hasta el año y medio». Luis calificó como más «normal» lo suyo. Nació en Minas; su madre era empleada doméstica y menor de edad. «Por lo que sé, pasé del hospital a mis padres». Él se enteró gracias a la escuela. «Tenía unos compañeros que decían `vos sos adoptado`. Era como un insulto cuando alguien, cualquiera, hacía algo mal. Le pregunté a mis padres por eso, y ahí me comenzaron a explicar…». Mucho más tarde averiguó el nombre de su madre y abuela, y unas viejas direcciones. «Llega un momento en que querés saber… para bien o mal es un bache en tu vida». Nunca las fue a buscar.
Felicitas fantaseó alguna vez, de vacaciones en Brasil, con cruzarse con su madre en la calle. También se preguntó si tenía hermanos. Era, asegura, más curiosidad que cariño. «Antes capaz pensaba distinto. Pero ahora que soy madre te digo que… hay que tener ovarios para dar en adopción a tu hijo, sea en las condiciones que sea… hay que tener valor…». Por un momento, en su tono de voz aparece algo parecido a la gratitud. Solo por un momento, porque enseguida Delfina reclama la atención de mamá.
Cómo prepararse y cómo prepararlos
«Las personas, especialmente las parejas, mantienen una idealización muy fuerte de la maternidad y paternidad biológicas que les impide aceptar plenamente a la adopción como una vía diferente de construir esa paternidad», señala Beatriz Rama, psicóloga con una vasta experiencia en este tema. Si eso no se logra, difícilmente el vínculo con un hijo adoptivo sea positivo.
«El saberse adoptado es un rasgo de identidad del niño. Cuando la adopción es asumida auténticamente por los adultos de la familia se genera una forma natural de referirse a ella en el hogar y en las relaciones cercanas familiares, amistades y vecinales, que hace al hecho de que el niño `siempre sepa` que es adoptado y no hay un momento de información», agrega Rama. Con menor o mayor complejidad, siempre debe saberlo.
«En nuestro medio se tiende a discriminar lo que no está dentro de los modelos tradicionales. Por este motivo, resulta difícil que el hijo adoptivo en algún momento no se vea enfrentado a comentarios dolorosos. Si en la familia se pudo construir un vínculo de filiación fuerte, el chico encontrará dentro de sí formas espontáneas y creativas de hacer frente a esas dificultades», dice la psicóloga Graciela Montano, también experta en adopciones.
«En la medida que el niño fue entregado a una institución (hospital, INAU) no fue abandonado, fue cuidado (por sus genitores) de la forma que pudieron hacerlo, delegando la maternidad-paternidad. Y sus padres lo adoptaron porque no podían procrear pero que deseaban construir una familia y que ahora entre todos la están construyendo», añade Montano.
La cifra
404 Cantidad de anotados (familias o individuos) hoy para adoptar en las distintas etapas (inscriptos, entrevistas, inspecciones, talleres); 60 ya fueron seleccionados como aptos.
Mejora, pero con lentitud
En 2011 se integraron 73 niños a 65 hogares (incluyendo 8 grupos de hermanos), y se inscribieron 149 familias o individuos. Son los números más altos en lo que va del siglo XXI. Y sólo en enero pasado hubo 12 adopciones. Para este año, el INAU espera que se apruebe una ley que agilizará aún más la entrega de niños en condiciones de adoptabilidad a familias ya seleccionadas. «Si se quiere, la contracara de lo que pasó con Mía es que el sistema está funcionando», señala el vicepresidente del organismo, Jorge Ferrando. Eso sí: con lentitud. El jerarca reconoce que la selección de interesados en adoptar hoy lleva un año de atraso. Hay otros factores: adoptar un niño con HIV, con alguna discapacidad o enfermedad, de siete años o más, o de un grupo étnico minoritario es de una dificultad mucho mayor. «Se logra integrar a algunos de estos casos, pero es más… excepcional», lamenta Ferrando.
Leonel García
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