Crisis de identidad por partida doble

El estallido de la adolescencia se complica cuando el menor es adoptado, se aconseja «formación e información».

Es una crisis sobre otra, dos capas superpuestas y mucho desconcierto. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? El adolescente no deja de formularse preguntas que se disparan en su cabeza una y otra vez durante esa etapa tan controvertida de la vida cuya principal virtud, como suele decirse, es que pasa.

Pero si es un menor adoptado quien se pregunta todo ello, la etapa crítica presenta otros matices, pues son dos las referencias familiares: los aitas de ahora… ¿y los de antes? «El adolescente, por definición, siempre hará lo contrario de lo que le piden sus padres. Necesita hacerlo para marcar distancias. Pero si el chaval es adoptado, en esa búsqueda de su personalidad, se puede llegar a plantear cuestiones diferentes. Empieza a lanzar preguntas sobre el origen de su familia, y la puede llegar a idealizar. Hay quien amenaza a sus padres adoptivos con irse con los verdaderos«.

En realidad Inaxio Grijalba, de 36 años, no ha conocido ni un solo chaval que haya consumado tal ultimátum, marchándose de casa en busca de sus orígenes. Es más bien una amenaza propia de la adolescencia, con la que los aitas tienen bregar. Grijalba trabaja al frente del servicio que ofrece la Diputación en el asesoramiento a familias solicitantes de adopción. También atiende a chavales adoptados. El programa se antoja más necesario que nunca.

Adopción y adolescencia conforman un binomio que genera un creciente interés mediático, algo que no resulta casual. En Gipuzkoa, los procesos de adopción comenzaron a tramitarse en los 90, y fue entre 2001 y 2005 cuando se produjo un aluvión de solicitudes, principalmente de países como China o Rusia.

Transcurrido el tiempo, aquellos niños y niñas tienen hoy pie y medio en la adolescencia, empiezan a asentar su personalidad, y este proceso arrastra una vorágine emocional.

VIVENCIAS

Estrés y crisis

Desde la Diputación huyen de expresiones como «devolución de niños, o adopciones fracasadas» que recogen los medios de comunicación en los últimos días. No comparten esa visión, aunque reconocen que la situación no suele ser precisamente un camino de rosas. «La adolescencia puede llegar a generar mucho estrés y crisis en la familia, pero no hay que olvidarse que la adopción es un recurso que llega por una desatención al menor, por lo que presenta una vivencia emocional a la que hay que hacer frente», precisa el psicólogo.

«Es un momento crítico», coincide Óscar Pérez-Muga, de 39 años, psicólogo familiar e infantil especializado en trastornos del apego y en el trabajo con víctimas de desprotección. Pérez-Muga, que colabora en el proyecto de la Diputación, puntualiza que no todo chaval adoptado tiene porqué vivir ni mucho menos un calvario. Pero cuando ocurre, suele darse una «crisis sobre otra crisis», en la que los padres no aciertan a ver la salida por falta de formación. «El menor ha podido ser dañado en su infancia, ha sufrido un abandono de su familia de origen, y arrastra por ello lo que llamamos un trastorno del apego», detalla Pérez-Muga. Es una suerte de maltrato inadvertido que puede generar traumas y mucho sufrimiento en los años posteriores. «Así, van creciendo con distintas capas, con una doble referencia, la que dejaron atrás y la de ahora. Irrumpe entonces la crisis de pertenencia a dos familias», desvela. Los profesionales observan esa eclosión, habitual cuando los vínculos familiares no se han forjado lo suficiente.

De hecho, Grijalba observa una gran diferencia entre aquellas familias que han asumido desde el principio la adopción con un profundo sentido de responsabilidad y quienes han orillado esa dedicación. «En la adolescencia todo es muy efervescente, pero no es un fogonazo repentino, es el resultado de un proceso mucho más lento», puntualiza.

Cualquier padre o madre con hijos de unos seis años conoce los cambios que comienzan a operarse en esa etapa. «Empiezan a mostrar más capacidad cognitiva y de abstracción. Comienzan a situarse en otra dimensión respecto a su condición de adoptado, y empiezan a comprender que para llegar donde están han tenido que ser abandonados». No es la adolescencia, son seis o siete años, y ya se ha producido un primer fogonazo. Hasta ese momento, los pequeños veían su adopción como un capítulo casi anecdótico. Pero comienzan a despertar a una nueva realidad. «Y es ahí cuando hace falta un acompañamiento de los padres, que sigan a sus hijos con interés, y se dejen asesorar ante cualquier duda», recomienda el experto.

La de los seis años es una etapa «especialmente sensible» porque, a pesar de ese progresivo despertar a la nueva realidad, el chaval todavía no goza de un lenguaje lo suficientemente rico y profuso para poner palabras a sus emociones. Ahí puede comenzar a abrirse una brecha. Sobre todo con quienes no expresan sus emociones y, sin embargo, comienzan a cambiar su comportamiento en la escuela. Ya no rinden tanto como antes. Ya no están tan atentos. Son síntomas de que algo está pasando.

PEDIR AYUDA

Sentimiento de culpa

Es a partir de ahí cuando se imponen las soluciones, «pero hay padres a quienes les cuesta dejarse ayudar», observa Pérez-Muga. El sentimiento de culpa, o vergüenza, siempre está encima de la mesa. Pero todo ello se puede prevenir, dicen. Para ambos expertos es importante que los hijos crezcan en el seno de familias que «han hecho los deberes» previamente, siguiendo a sus hijos, «formándose».

Dicen que hay padres que después de largos años de espera, y con su deseo de adopción ya materializado, se desvinculan de cualquier apoyo institucional o asociativo, un desmarque que juzgan poco recomendable.

Sobre todo, teniendo en cuenta que tarde o temprano pueden surgir los problemas. De hecho, en la adolescencia, los padres, todo tipo de padres, acaban por experimentar una enorme ingratitud. ¿Con todo lo que he hecho por ti? ¿Así me lo agradeces? Acostumbran a preguntárselo, desconcertados y abatidos, a sus hijos en plena reyerta. «Siempre necesitamos una explicación de las cosas», confiesa Pérez-Muga, «y cuando uno no entiende, no sabe porqué están ocurriendo esas crisis, tiende a culpabilizarse a sí mismo, o proyecta la culpa en sus hijos. Es pura desesperación, y como padres deberíamos ser más sensibles a esos momentos evolutivos».

De lo contrario, siempre se corre el riesgo de que los hijos se conviertan en poco menos que desconocidos: unos inquilinos que aparecen para comer y se vuelven sobre sus pasos de nuevo a su cuarto, sin cruzar palabra. «Incluso en esas situaciones, los padres deben ser conscientes de la ambivalencia de los chavales. No quieren saber nada de ellos, porque los ven como a unos frikis, pero quieren que estén ahí», observa Grijalba.

A pesar de la dificultad que entraña el camino, ambos expertos apuestan por lanzar un mensaje en clave positiva: «todos los casos tienen un margen de mejoría», sostiene Pérez-Muga. «Los resultados igual tardan en llegar. Hay casos en los que se ven muy tarde, pero se sale de ello con perseverancia y constancia».

Eso sí, no hay fórmulas mágicas. Lo que «nadie» puede garantizar es un proceso de adopción convertido en un camino de rosas. No hay recetas maravillosas, pero sí dos pautas a seguir: «formación e información. Además, para que culmine con éxito el proceso, deben existir «expectativas realistas» de la adopción. «Que nadie piense que va a rescatar a nadie de la pobreza para convertirlo en un señorito, porque por ahí empiezan los problemas», recalcan.

Jorge Napal
www.noticiasdegipuzkoa.com

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