La niñez como camino de espinas

Vanessa Diffenbaugh firma una historia sobre niños de acogida. Su obra se ha convertido en un ‘best-seller’ traducido a 36 idiomas y que será llevado al cine.

Cualquier parecido con la realidad no es mera casualidad. Vayamos a la realidad. Vanessa Diffenbaugh (San Francisco, 1978) alimentó dos lenguajes con tenacidad pareja: el de las flores y el de los niños. A los 16 años se hizo con un clásico victoriano donde descubrió que una rosa no es una rosa (solamente), ni el azafrán un colorante (solamente). La rosa, según sus gamas, puede significar amor, infidelidad, modestia, belleza o sencillez. El azafrán advierte: “Cuidado con los excesos”. A los 22, trabajando en programas extraescolares, se dio de bruces con esa infancia descarnada que jamás representará Walt Disney como profesora de los cuatro hijos de una toxicómana. Después de ser abandonados, el Estado asumió su tutela. Para facilitar su incorporación en nuevos hogares, separó a los hermanos. Diffenbaugh, horrorizada, no dudó en convertirse en madre de acogida en cuanto pudo y no dejó de hacerlo ni al tener hijos biológicos ni al bregar con la primera adolescente difícil que acogió. “Tenía 16 años y nunca había estado más de uno con una familia; era guapa, inteligente y divertida, pero saboteaba todos los esfuerzos que hacíamos. Quizás por temor o inexperiencia me convencí de que no funcionaría. Ahora actuaría de manera diferente”.

A esa joven maltratada y compleja a la que no ha vuelto a ver está dedicada en cuerpo y alma la primera novela de Diffenbaugh, El lenguaje de las flores (Salamandra), que camina a paso firme hacia el superventas internacional (se traducirá a 36 idiomas y será llevada al cine). “Alguna vez me han dicho que es un poema hacia ella”, concede, durante una entrevista en Madrid. La protagonista, Victoria, —y ahora entra la recreación— encarna el fracaso institucional con los niños desamparados. Pasa por más de 30 familias sin quedarse en ninguna y desaprovecha su única oportunidad en el solitario lugar donde se sintió querida. Al cumplir 18 años, y ser puesta en la calle sin recursos ni redes, aflora la magnitud del desastre: es incapaz de encontrar trabajo, pagarse la comida y relacionarse con los demás.

Solo hay una habilidad en la que Victoria es maestra: las flores, sus arreglos y sus mensajes. Asida a ellas, irá construyendo una vida propia —y poco convencional—, lastrada por acontecimientos del pasado que aportan el suspense. “Victoria es una chica cerrada y con dificultad de comunicación. Las flores vinieron en mi ayuda porque me parecieron una forma interesante de transmitir emociones. El libro arrancó cuando se unieron ambas cosas”, señala la autora, que estudió Pedagogía y Escritura Creativa.

Victoria calla sobre sí como una tumba sagrada, pero afirma que “las niñas de los hogares tutelados divulgan su pasado sin ningún pudor”. Por experiencia, Diffenbaugh sostiene que se dan ambos comportamientos: “Cada uno lidia con sus traumas en la forma en que puede. A veces, cerrándose como Victoria; y en otras hablando”. Sea cual sea el mecanismo de defensa, la escritora cree que los niños heridos pueden salir adelante.

Ella fracasó con aquella primera adolescente, pero ha triunfado con otros: uno de sus hijos acogidos entrena para los próximos Juegos Olímpicos y otro estudia Arte Dramático. A diferencia de otros acogedores que entablan guerras judiciales para convertirse en la referencia excluyente de los niños, Diffenbaugh renunció a la adopción.

Tras el éxito de la novela en EE UU creó la organización Camellia Network para ayudar a los jóvenes que se emancipan al abandonar los centros de protección. Pero no es la camelia su flor favorita, si no el tulipán. Y no lo es por su significado victoriano (declaración de amor), sino porque es la única flor que crece tras ser cortada.

Tereixa Constenla
www.cultura.elpais.com

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