Infancia que me hiciste mal

Los problemas en los vínculos afectivos tienen relación con experiencias de la niñez. Entender ese pasado mejora este presente.

Que la infancia nos determina. Que nuestros conflictos actuales son responsabilidad de nuestra historia y, más particularmente, de nuestros padres. Que cargamos con mandatos familiares que nos complican la vida. Todas estas afirmaciones, a veces mencionadas como un cliché de la psicología, tienen parte de verdad. En la niñez suelen hallarse muchas explicaciones a los problemas de la vida adulta. ¿Podemos entonces imputar a nuestros padres por todo lo que hoy no sabemos resolver? ¿Cómo repartir esa culpa con el hacernos cargo de nuestros propios actos?

En primer lugar, hay una realidad a asumir: la infancia constituye el cimiento de la historia personal. No obstante, cuando se la observa en retrospectiva, hay que tener en cuenta que nuestra mirada, subjetiva, puede estar contaminada por lo que «creemos» recordar, más que por lo que efectivamente sucedió. En este sentido, el relato de los adultos cercanos -y en particular de la madre- es clave.

«Todo aquello que nos acontece durante la infancia va a ser la semilla de lo que desarrollaremos en la vida adulta. Pero lo más grave no es lo que nos pasó, sino las interpretaciones que le han dado los adultos (generalmente nuestra madre) a eso que nos pasó. Esas palabras dichas fueron las organizadoras de nuestra psique y habitualmente han nombrado las cosas desde la lente de mamá. Es decir que raramente han descrito nuestros estados emocionales reales, sino los de mamá. Por ejemplo, si mamá dijo: `Tú eras maduro, te arreglabas solito`, nosotros recordaremos todo lo que hacíamos bien y también recordaremos con lujo de detalles las penurias de mamá. Pero nadie nombró en aquel entonces nuestras necesidades infantiles insatisfechas, nuestros miedos, nuestra necesidad de compañía, sostén, presencia y comprensión por parte de los mayores. Y eso, justamente, no lo recordaremos», sostiene la terapeuta familiar argentina Laura Gutman, autora de diversos libros sobre infancia y maternidad, y quien visitará Uruguay el viernes próximo (ver recuadro).

Para la especialista, existe una situación que se da con demasiada frecuencia en la niñez: el desamparo. Y, prácticamente, sin excepciones. «Lamento confirmar que el desamparo durante la primera infancia es recurrente en todos -absolutamente todos- los casos de las biografías humanas de los individuos adultos a los que he tenido acceso, que ya son unos 10.000, o quizás más. Esto no debería sorprendernos, ya que si hubiéramos tenido infancias satisfactorias, acompañados por adultos conscientes de sí mismos y capaces de acompañarnos, aportando palabras adecuadas, escucha, generosidad y disponibilidad emocional… bueno, el mundo sería otro», opina.

En ese plano, la figura de la madre es fundamental. Por ausencia o por presencia, por imitación o por contraposición, es una estampa que afecta significativamente el trazado de la historia personal. Gutman sostiene a su vez que hay un discurso materno, que adoptamos y sostenemos aunque sea de manera inconsciente, que nos moldea. ¿Existen personas capaces de correr el velo de ese discurso por sí solas y hacerlo evidente, al punto de distanciarse a propósito del mismo lo más posible? ¿Cuán difícil es reconocerlo? «El discurso nos ofrece una `lente` determinada a través de la cual miramos el mundo que nos rodea. Todos estamos ubicados en una posición dentro del entramado general y desde allí jugamos nuestro rol. Es muy difícil ver desde otra óptica o desde otra posición. Siempre necesitamos a otro que mire el campo completo. En todo caso, después de mucho entrenamiento, quizás seamos capaces de mirar todas las situaciones (propias y ajenas) con una mirada amplia. Lo ideal sería mirar siempre desde `el abogado del diablo` es decir, trayendo al mapa aquello que no nos gusta, no admitimos o no reconocemos como propio».

La terapeuta asegura también que todos sostenemos un personaje, algo así como un disfraz que nos da identidad. Ese personaje se elabora en base a lo que crecimos escuchando sobre nosotros mismos -como ese discurso materno que desde niños dictaminó que somos «maduros» o «perezosos» o «independientes» o «limitados», entre tantos adjetivos gratificantes o fulminantes-. De adultos, intentamos sostener ese disfraz que nos encierra, en ocasiones en un lugar que nos resulta cómodo, pero a la vez nos impide liberar otras partes de nuestro ser. Ahora bien, ¿cómo saber qué es parte de ese personaje autoimpuesto y cuánto hay ahí de nuestro yo verdadero? ¿Puede alguien sostener un personaje que difiere mucho de su esencia real? «Este es un tema complejo y los detalles florecerán en el seno de la construcción de la biografía humana de cada individuo», reflexiona Gutman. «El personaje, como su nombre lo indica, no es el ser esencial de un individuo. Es apenas su cáscara, es su máscara, es su rol. El ser esencial o el yo interno es una totalidad mucho más abarcativa que el mero personaje. Sin embargo, los niños vamos `construyendo` un traje, habitualmente designado por nuestra madre, para poder `ser vistos` por ella, y luego, acostumbrados a ese rol, es como solemos `salir al mundo` y ser reconocidos. Los sentimientos podrán ser expresados a través del personaje. La personalidad también. Sin embargo, en el transcurso de la vida, nuestro `yo` o nuestra `completud` va a aparecer, emergiendo especialmente durante las crisis vitales (que son como agujeros o quiebres que permiten que se cuele la porción del sí mismo que había sido desechado por el personaje). Nuestra obligación es ir en busca, siempre, del ser esencial, y no creer que somos el personaje que nos da identidad»

Niños de hoy

Está claro que la infancia es una etapa que debe convocar especial atención de los adultos. Sin embargo en la actualidad es muy frecuente que, como fruto de esta atención, los niños terminen en el consultorio del psicólogo y muchas veces los motivos de consulta son situaciones que años atrás se consideraban inocuas (niños malcriados, fastidiosos, caprichosos, retraídos, inmaduros para su edad, etcétera). ¿Cómo discernir cuándo es realmente necesaria la intervención profesional y cuándo simplemente hay que admitir que los niños perfectos no existen? «Ni una cosa ni la otra», advierte Gutman. Y agrega: «A mí me parece un despropósito mandar al niño al psicólogo porque, en calidad de niño, es dependiente de la capacidad de amar de sus padres o adultos a cargo. No hay nada que un niño pueda resolver visitando a un psicólogo. Todo aquello que el niño manifiesta, obviamente, es consecuencia del desamor, la falta de tacto, de entrega, de permanencia, de compasión y de presencia real por parte de los adultos. Que esto sea tan frecuente (que los adultos no tengamos capacidad para amar a nadie, mucho menos a los niños), tendremos que revisarlo en un contexto más amplio, que es la lógica del patriarcado».

La especialista entiende que, al momento de criar hijos pequeños, todo lo que ellos necesitan son padres que «se cuestionen a sí mismos de la manera más honesta posible». ¿Cómo diferenciar entre padres cuestionadores y padres inseguros? «Un adulto que se cuestiona es alguien dispuesto a revisar su mundo interno en armonía con su mundo externo, es alguien que busca comprender las manifestaciones de sí mismo y su entorno y sobre todo es alguien que, abordando sus propias experiencias infantiles, puede encontrar el sentido profundo de todas sus experiencias posteriores. Solo entonces será capaz de observar, comprender y apoyar las manifestaciones de su hijo, porque las ha comprendido dentro de sí. En cambio un adulto inseguro, es alguien que quedó fijado en sus miedos infantiles y que no está aún dispuesto a usar los recursos que sí tiene en calidad de adulto para comprender dónde se originaron, por qué ni para qué. Ese adulto está más pendiente de calmar su propio miedo, que de proteger al niño que tiene a cargo».

¿Existe la posibilidad de transitar una infancia que no genere consecuencias negativas en el manejo de las emociones de la vida adulta? «Si hay algo que no `manejamos` son las emociones. De cualquier manera, el problema no es llegar a la adultez sin consecuencias negativas. Nadie deviene adulto `limpio` de sus propias experiencias. Sería ridículo suponerlo o anhelarlo. Yo creo que tenemos que dejar de preocuparnos por `hacer las cosas bien` y ocuparnos en acceder a nuestra propia realidad de la manera más honesta posible. Hay una sola cosa para hacer: conocernos más».

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