Los hijos desamparados de la Generalitat

chicos-internados8.000 niños están tutelados por la Administración catalana, el 25% de los que lo son en toda España

No entiendo por qué vinieron con la Policía para llevarme. Tengo 11 años, no creo que hubiese podido escapar”. Manel recuerda el primer día de los 136 que pasó internado en un centro de acogida de Barcelona. Eran las 10.00 del 19 de abril de 2013, cuando un dispositivo de técnicos de servicios sociales y Mossos d’Esquadra se presentó en una escuela de Premià de Mar (Barcelona) con la orden de llevárselo. “Compañeros, profesores y padres estaban delante cuando me metieron en la furgoneta. Fue como en las películas”, asegura el menor.

Al mismo tiempo, a unos 30 kilómetros de allí, en la sede barcelonesa de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA) de la Generalitat de Cataluña, un funcionario comunicaba al padre que Manel (nombre ficticio) no volvería a casa antes de seis meses. Lo habían convocado a la misma hora en la que su hijo salía escoltado rumbo a un centro de acogida. Al padre le explicaron que era una medida “provisional” mientras se realizaba un “estudio”. “En aquella reunión supe por primera vez lo que es una resolución de desamparo”, recuerda S. N., un neurocientífico de 58 años. El motivo del desamparo fue una supuesta “especial conflictividad” del padre denunciada por la madre, separados. Sin embargo, cuatro meses después, la Generalitat reculaba y suspendía la medida protectora. La resolución, firmada por dos altos cargos de la DGAIA, concluyó que no había motivos para separar a Manel de su padre y mantenerlo interno y casi incomunicado con su familia.

Experiencias como la de Manel han desencadenado una oleada de protestas contra las actuaciones de la DGAIA en los procesos de protección de menores. Unos trescientos padres, organizados en varias plataformas, denuncian el “excesivo celo” de la institución catalana para retirar la tutela a los padres biológicos. “La Administración investiga, juzga y ejecuta. La impunidad de los técnicos es total y las familias son como enemigos. No es un sistema garantista”, protesta Francisco Cárdenas, presidente de la Asociación para la Defensa del Menor, una de las asociaciones que acumula más denuncias. Del medio millar de quejas que ha recogido su entidad en toda España, 200 son de familias catalanas. La Asociación para la Defensa de los Derechos de los Niños y las Niñas (Adenicat) y la recién constituida Real Rights for Children Stop Desamparament son las otras entidades que denuncian la praxis de la DGAIA y suman otras 20 y 60 quejas, respectivamente.

En el centro de la polémica está la actuación de los técnicos de la DGAIA, que evalúan las situaciones de las familias cuando detectan supuestos factores de riesgo de desamparo. Los padres denuncian “la arbitrariedad” con la que los técnicos hacen sus informes y critican la ausencia de una figura jurídica imparcial que medie entre la versión de la Administración y la de los padres. Al tratarse de un proceso administrativo, la DGAIA toma las decisiones de forma unilateral y se ejecutan en el momento. Pero los padres, si quieren oponerse, tienen que iniciar un proceso administrativo y judicial más largo y costoso.

A. M. tardó cuatro años en revertir la decisión administrativa que la separó de su hijo a los tres días de dar a luz. “Todos los documentos adjuntados [por los técnicos de Bienestar Social] efectúan el seguimiento de una enfermedad que la madre no padece”, rezaba la sentencia judicial que le devolvió la tutela del niño. La Generalitat se opuso a esta sentencia y la Audiencia Provincial volvió a ratificarla en marzo de 2011. “No ha sido fácil recuperar el tiempo perdido con mi hijo y vivir con la desconfianza hacia los servicios sociales”, reconoce A. M.

El paso por los tribunales produce un desgaste emocional para las familias. No solo por el largo proceso, sino por los efectos que las medidas de protección tienen sobre las relaciones paterno-filiales. En diciembre de 2011, un juzgado de Barcelona dijo sobre el caso de Cristina Moncada: “No se acaba de comprender el escaso contacto de la madre con sus hijos, ceñido a una hora al mes, que más parece una sanción a la progenitora que una medida de protección de los menores”. El juez advirtió que este régimen hacía “inviable plantearse cualquier alternativa seria de que la madre pueda ejercer el papel que le corresponde”.

Las denuncias contra las actuaciones de la DGAIA han llegado incluso hasta la plataforma de peticiones online Change.org, donde unas 15 familias han conseguido más de 100.000 firmas de apoyo a su causa. “Nosotros no nos posicionamos, pero sí es cierto que hemos detectado una tendencia, un patrón común de quejas contra la actuación de la DGAIA”, señala un portavoz.

También algunos jueces han avalado las denuncias de los padres con sentencias judiciales que fallan en favor de las familias, calificando de “desproporcionadas” las medidas tomadas por la Administración.

La directora de la DGAIA, Mercè Santmartí, asegura que el sistema catalán de protección de menores “es el más garantista de toda España” y las actuaciones están dirigidas a “favorecer el retorno con las familias biológicas”. Con cerca de unas 8.000 tutelas tomadas por la Administración en 2013, Santmartí ha reconocido que “solo” una media de 7,6 medidas de desamparo son revocadas por imperativo judicial cada año.

El absentismo escolar, síntomas físicos o emocionales de maltrato o abandono, negligencia por parte de los padres en el cuidado cotidiano de sus hijos, o incluso un conflicto crónico entre los progenitores son algunos de los indicios que alertan a los servicios sociales para intervenir. Cuando se declara a un menor en desamparo, la Administración retira la patria potestad y asume la tutela del niño, apartándolo de su núcleo familiar en centros o familias de acogida. Durante 2013, 7.871 menores de edad estuvieron tutelados por la DGAIA. Cataluña suma alrededor del 24% de los menores tutelados de toda España, según datos del Ministerio de Sanidad de 2011.

A pesar del breve paso de Manel por un centro de acogida, su expediente llegó a acumular más de 700 folios. Desde la detección del supuesto riesgo hasta la resolución de desamparo, intervienen una retahíla de profesionales que actúan, transversalmente, emitiendo una cadena de informes sobre el menor. Los servicios sociales básicos son el primer eslabón del entramado burocrático, y actúan frente a “las alertas que puedan detectarse desde la escuela, centros sanitarios, familia, vecinos o el teléfono de asistencia a menores”, explica Santmartí. Según la gravedad de los factores de riesgo, se decide asistir a las familias desde las estructuras básicas de apoyo o derivar su expediente a los equipos de atención a la infancia y a la adolescencia (EAIA), brazos ejecutores de la institución. Tras un seguimiento médico y psicosocial del menor y su entorno, los técnicos deciden si puede permanecer dentro del núcleo familiar, bajo un exhaustivo control, o conviene apartarlo de su familia.

Aunque el procedimiento habitual atraviesa todos los estamentos de la cadena de servicios sociales, la DGAIA tiene legitimidad para saltarse los eslabones y aplicar inmediatamente, como en el caso de Manel, una medida cautelar de desamparo y asumir la tutela del niño. Fueron necesarios cuatro meses de abogados y papeleo burocrático, cubriendo instancias y poniendo reclamaciones, para impugnar el desamparo de Manel. Mientras el niño permanecía casi incomunicado en un centro de acogida, su familia sacaba fuerzas de flaqueza y conseguía que la misma Administración que lo apartó de su casa, suspendiese la medida.

“No se ha atendido la versión del niño, que se negaba a vivir con su madre. Se le ha separado contra su voluntad de su padre [con el que estaba de vacaciones] y ha sido obligado a vivir con su madre. Ante la situación actual, sin duda perjudicial para el menor, cabe evitar los posibles daños que mantener esta intervención coactiva puede tener”, aseguraba la resolución, firmada por dos altos funcionarios de la DGAIA, que revocaba el desamparo.

El tiempo en el que los hijos de la Generalitat transitan por los centros y pasan de una a otra familia de acogida, también es objeto de polémica. Lo común es oponerse por la vía administrativa, con un plazo de tres meses desde que se ha decidido el desamparo. Después, si esto no resuelve las diferencias, llega la larga travesía judicial. “La celebración del juicio tarda un año”, asegura Cárdenas, de Aprodeme.

“Al igual que los juzgados de violencia de género, debería haber uno especializado para estos casos, con capacidad para actuar con celeridad”, apunta Juan José Márquez, fiscal decano de Menores de Barcelona. Cárdenas, por su parte, defiende que los jueces participen en todo el proceso y sean ellos los que decidan las medidas protectoras: “Si hubiera más mecanismos de control todos saldrían ganando; sin embargo, primero retiran al menor y luego se hace la reclamación”, añade.

“Las formas actuales, como ir a buscar menores en las escuelas con mossos d’esquadra, son completamente desechables”, puntualiza Silvia Giménez Salinas, abogada especialista en derecho de familia y exdecana del Colegio de Abogados de Barcelona. El responsable del área de menores del Colegio de Trabajadores Sociales de Cataluña, David Nadal, insiste en “trabajar con transparencia y de forma clara” con las familias: “Lo que no tiene que ocurrir es que a las familias les llegue la notificación por sorpresa. Hay que cuidar todo el proceso y trabajar con respeto con ellos”.

Manel (nombre ficticio) pasó cuatro meses internado en un centro de acogida. La Generalitat revocó su desamparo reconociendo que no había tenido en cuenta la opinión del menor. / ALBERTO GARCÍA
Aunque en el caso de Manel fue la misma DGAIA quien, motu proprio, revocó el desamparo aplicado cuatro meses atrás, los jueces también han cuestionado las medidas protectoras y han fallado en favor de las familias, devolviendo la patria potestad a los padres. La directora de la DGAIA asume los errores como “un riesgo” que están dispuestos a correr: “A lo mejor ha habido un exceso de protección en 7,6 casos, pero asumimos el riesgo por los otros 7.000 en los que no nos equivocamos”.

Con el fin de recuperar la tutela de su hija, Sille Soo demostró en 2009, y así lo ratifica la sentencia judicial del caso, que había “muy serias dudas de que las medidas fueran proporcionales a la realidad que se planteaba” y que “no ha resultado suficientemente probado que la menor no estuviera bien atendida”. También, en diciembre de 2010, el juzgado de primera instancia número 19 de Barcelona apreció, en referencia a los dos hijos de J. N., que aunque “los problemas de higiene, por graves que fueran, podían haber dado lugar a una intervención domiciliaria para atajarlos, difícilmente pueden justificar la retirada de la patria potestad a los padres”. Además, el plan de mejora impuesto a J. N. introducía, según el auto judicial, “exigencias inadmisibles en un Estado de derecho”, como “acudir a un centro de planificación familiar para evitar embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual”. La jueza consideró la exigencia “del todo impertinente y atentatoria a la dignidad de los padres”.

Mientras la Administración y los padres se disputan la razón y el proceso administrativo continúa sus tempos, los niños esperan, lejos de su hogar. Los profesionales de servicios sociales y las leyes vigentes priorizan la acogida familiar por encima del internamiento de los menores en centros. Sin embargo, la falta de familias de acogida aboca a un 40% de los menores tutelados a permanecer institucionalizados en residencias.

Manel fue uno de los 3.275 menores catalanes que pasó en 2013 por un centro de acogida. Mientras se resolvía su situación en los despachos de la Administración, permaneció en un Centro Residencial de Acción Educativa (CRAE) en la comarca del Maresme (Barcelona). “Me preguntaron si me quería cambiar de ropa. ¿Cambiar de qué? ¡No tenía ropa! También me preguntaron si me había hecho pipí o caca encima, pero les dije que no. Entonces me dijeron que no debía sentir vergüenza, porque era normal que la mayoría de niños lo hicieran en los pantalones cuando los llevaban al centro”, recuerda el chico.

Los menores son enviados a diferentes tipos de centros, según su propia situación. Afirma la Administración que en los CRAE como el de Manel se acoge a los niños que vienen de un medio familiar inexistente, deteriorado o con graves dificultades para cubrir sus necesidades básicas. Los Centros de Acogida, por su parte, alojan a menores que deben ser separados de su núcleo familiar mientras se realiza el diagnóstico de la situación. La ley dice que ambos tipos de centros han de ser abiertos y estar integrados en una comunidad. En la práctica, el acceso es restringido a los padres y la comunicación reducida a horarios muy limitados. Además, los Centros Residenciales de Educación Intensiva (CREI) reciben, según la DGAIA, a los menores tutelados que presentan alteraciones de la conducta. Ahí existen celdas de aislamiento en las que pueden internar a los chavales, hasta 72 horas, cuando ponen en peligro su integridad o la de sus compañeros, o incumplen las normas del centro.

“Se intenta que los centros sean lo más parecido a un hogar”, explica la adjunta de menores del Síndic de Greuges, María Jesús Larios. Desde las instituciones se defiende que los centros no sean muy grandes y que los menores pueden continuar con las actividades habituales. Manel, en su caso, siguió jugando al hockey, pero no pudo ver a sus familiares el día de su cumpleaños. “Cada semana nos daban una paga de cinco euros, de los cuales te podías gastar dos, y con permiso, a veces, te podías gastar los ahorros. Cuando algún niño hacía algo indebido, le quitaban parte de este dinero”, relata.

A pesar de ser la solución menos recomendada por los expertos, los centros de acogida suplen la escasa oferta de familias de acogida. En 2013, solo un 13% de los menores tutelados estaban acogidos en familias ajenas y también la acogida en familia extensa, por vínculo sanguíneo o afinidad, disminuyó un 5% desde 2011, cuando se alcanzó el mayor número de menores (2.944) acogidos en esta modalidad. La legislación catalana, por su parte, da prioridad a la acogida en familia extensa sobre la ajena, excepto que los técnicos de la DGAIA consideren lo contrario por el bien del niño.

Eso le sucedió a Ramona Piñol cuando la Administración la consideró “no apta” para hacerse cargo de su nieto. Cuando nació el bebé, la abuela apenas pudo verlo unos minutos. Dos horas después del alumbramiento, los técnicos de servicios sociales se llevaron al recién nacido. “No sabíamos nada y no entendíamos qué estaba pasando. Cuando le dieron el alta a mi hija, nos dijeron que teníamos que ir a buscar al bebé a un centro de acogida pero cuando llegamos, no nos lo dieron”. La hija de Ramona, aquejada de una fuerte depresión, había sufrido los efectos de una sobredosis de fármacos durante el embarazo. Cuando acudió al hospital se activó el protocolo por maltrato prenatal. La ingestión de drogas durante la gestación está recogida en la legislación catalana como situación de desamparo.

La abuela del menor denuncia que los técnicos basaron su decisión en unos exámenes psicológicos que nunca se efectuaron. “Dicen que cada seis meses venían a hacerme pruebas psicológicas para valorarme, pero eso no es verdad. A mí no vino a verme nadie”, replica. “Yo sé que mi hija no estaba capacitada para hacerse cargo, porque está enferma. Pero ella no vive conmigo y yo puedo mantener al niño”, añade. La abuela, que lleva casi tres años sin ver al pequeño, aguarda la celebración del juicio.

Las prestaciones económicas que da la Generalitat para la manutención de los niños desamparados tampoco favorecen la reducción de menores institucionalizados. A pesar de ser la más recomendada, la acogida en familia recibe muchos menos recursos que la atención en centros. “Destaca la gran desigualdad en la inversión hecha en la atención residencial y en la atención familiar”, señaló el Síndic de Greuges en un informe de diciembre de 2013. El desequilibrio tiene sus números: por cada euro destinado al acogimiento en familias ajenas, se dedican 15 a los CRAE.

Silvia Cuatrecasas, abogada especialista en derecho de familia, cree que tanto técnicos como padres deben hacer un mayor esfuerzo por “mantener los vínculos afectivos”. Por no romper esos vínculos, Carmen, madre de acogida, también se enzarzó en una disputa con los servicios sociales. Ella es la tercera arista del triángulo de acogida del que dispone la Generalitat cuando un niño es desamparado. Las denuncias contra la DGAIA también alcanzan este eslabón.

“Era una más de la familia”, sonríe Carmen al recordar a la niña que acogió durante 18 meses. Ella y su marido, padres de dos hijos ya adultos, formaban parte del plantel de familias de acogida de urgencia de la DGAIA, que se hace cargo de niños menores de seis años mientras se estudia su situación familiar. Su conflicto con la Administración se inició cuando les comunicaron que, aunque la niña no podía volver con su madre biológica, tenían que llevársela igualmente, a una familia de acogida de larga duración. Según su edad y el tiempo de acogida que necesita el menor, se traslada a una familia de acogida de urgencia, de corta o larga duración, de fin de semana o permanente.

“Les dijimos que queríamos quedarnos con ella hasta que pudiese volver con su madre. Ya había estado con nosotros mucho más tiempo de los seis meses que estipula la normativa para familias de acogida de urgencia. Ella ya estaba integrada. Si les parecíamos viejos, porque teníamos 54 y 58 años, mis hijos se ofrecían a acogerla también”, relata. Pero los servicios sociales desoyeron su propuesta. En cuatro años y medio, Carmen solo ha podido ver a la pequeña en tres ocasiones. “No me cansaré de luchar por ella. Forma parte de mi familia y nosotros formamos parte de su mundo”.

Los horarios de visita, que dependen de los técnicos, también son otra pugna histórica. La escasa precisión de la Ley de Oportunidades de la Infancia y la Adolescencia (LDOIA) de 2010 permite una amplia interpretación. La legislación dice que no se ha de “impedir la comunicación, la relación y las visitas con los familiares”, a menos que sea necesario por el “interés del menor”. “Hay niños que están totalmente incomunicados. Hasta los presos tienen derecho a una llamada. Y los niños no son delincuentes, solo están desamparados”, denuncia Judit Martínez, de Real Rights for Children.

Manel tuvo que esperar una semana para hablar con su padre. Luego, visitas de una hora cada dos semanas, y llamadas por teléfono de 15 minutos. “Las llamadas eran supervisadas por un educador, y creo que las grababan, porque tenía que usar el altavoz”, explica. Al cabo de 136 días, el chico salió del centro, sin la despedida con pastel que habitualmente hacían los educadores para los niños que se marchaban. “Qué lástima que no hay tiempo de preparar la fiesta, pero han avisado de la DGAIA que debes marchar hoy”, le explicaron. Pero Manel no echó de menos el pastel de despedida. La verdadera fiesta le esperaba de ahí en adelante, en casa, con su padre.

Jessica Mouzo Quintáns / Gustavo Franco
http://sociedad.elpais.com

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