Una madre por el cuatro de copas
Decenas de miles de niños fueron cedidos en Portugal a la beneficencia en los siglos XVIII y XIX. Lisboa expone las señales que dejaban los padres para recuperarlos
“Triste desesperación”, se lee en el bordado de punto de cruz. “Pero te veré pronto”. No se sabe más. No se sabe si se cumplió el deseo zurcido en rojo de una madre desesperada: la recogida de su hijo, uno más de las decenas de miles dejados en la institución benéfica Santa Casa de Misericordia de Lisboa en los siglos XVIII y XIX.
“Con dos meses y seis días, está bautizada, se llama Gertrudis y por falta de sustento, la madre no lo puede criar; el padre no tiene con que ganarse la vida; pido que ingrese. Dejo una trenza de cabello mía y una cinta azul en su pie. Rezo por ella.” (1803)
“…Mucho cabello rubio, ojos pardos, diez años, con un calcetín azul…deseo que se case con un buen hombre…”. (1840). Las breves cartas junto a sus hijos antes de abandonarlos en el torno anónimo del hospicio encogen el corazón, aunque hayan pasado siglos.
“Es la historia de los que no sale en los libros de historia; es la historia de los desfavorecidos”, explica Paulo Pires do Vale, el comisario de esta singular exposición de señales de expósitos, abierta en la iglesia de San Roque de la capital portuguesa. Son los testimonios y, sobre todo, la señales que los padres dejaban con su hijos en el momento de entrar en la institución benéfica.
Con ocasión de los 500 años de la Santa Casa de Misericordia de Lisboa, Pires do Vale tuvo acceso al archivo histórico. Rastreó miles de documentos sobre las labores del centro: gastos de medicinas, recetas, hospedaje, visitas a los enfermos, pero de entre tanto papel viejo, solo le produjeron escalofríos las señales de los expósitos y el dolor contenido de los padres en las cartas de despedida. Tan espeluznantes que Do Vale los ha expuesto al público. “Es la historia anónima”, explica aunque aquí se comprueba que estas personas tienen nombre; serían desfavorecidos, pero incluso en esas difíciles circunstancias, no abandonaban a sus hijos”.
“El presente niño, hijo legítimo, no fue bautizado y quiero que se le ponga el nombre de Constantino en el bautizo y guarde la señal”. Y se acompaña con un siete de copas rasgado de arriba a abajo. “Por la falta de medios dejo esta niña de 2,5 años que se llama Josefa. Cuando tenga medios presentaré la otra mitad de esta carta de juegos”. Un 10 de rombos.
“No hay datos de qué porcentaje de los niños de la institución benéfica eran recuperados. Tampoco la muestra quiere ser exhaustiva”, dice el comisario. “Quiere ser ejemplar”.
Llama la atención la cantidad de señales relacionadas con el juegos, como dados, cartas y billetes de lotería. “Probablemente una cuestión de superstición, pues también portaban figas combinadas con medallas de la virgen”.
“El padre F. A. P. Declaro que dejo a mi hijo por no tener medios para alimentar, de nombre Julia de las Necesidades Ferrera. Nació el 28 de agosto de 1870, a la una de la tarde, llevando por señal una cinta azul”.
La letra es pulcra y de trazo firme, demasiado. ”En muchos casos no son los padres los que escriben. El analfabetismo en esa época era muy alto”, explica el comisario. “Se los escriben al dictado otras personas o empleados de la misma Casa para registrar la entrada del niño”.
El envío de niños a locales de beneficencia llegó a ser de tal magnitud en Lisboa que, en 1870, las autoridades emitieron un decreto para prohibir el anonimato. Los tornos, instalados en conventos, iglesias y hospicios, cuando giraban había sorpresa. A veces un donativo, pero muchas otras, un niño.
La nueva ley obligaba a los padres a identificarse y a probar que no tenían medios para criarlos. Pese al decreto, entre 1790 y 1870 se dejaron a la beneficencia 163.000 niños. Solo en la región de Lisboa.
El flujo incesante de niños provocaba problemas de infraestructura. La Santa Casa podía dar cobijo, pero no leche materna, para ello mantenía un ejército de “amas de leche”, que recibían un subsidio; aún así eran insuficientes. A esta red de amas de leche se añadían otras dedicadas al cuidado, la crianza y la educación de los mayores. Para fomentar la donación, se promulgó otra ley que eximía a los maridos del servicio militar.
Trenzas, calcetines -siempre impares-, dados -siempre el 6 bien visible-, cartas rasgadas, un billete de lotería, una moneda mellada o una cinta de color cortada en triángulos son testimonios de la esperanza. Con el descubrimiento de la fotografía, al modesto ajuar del niño se le incorporaron retratos mutilados de los padres. Cerca de 86.000 señales guarda el archivo de la Santa Casa de Misericordia.
No hay estadísticas de los padres que volvían. “La pobreza era extrema”, explica el comisario de la exposición. “Muchos de los niños morían al poco tiempo”. Llegaban desnutridos, a veces después de un largo viaje durante el cual se alimentaban chupando un trozo de tela húmeda.
“José María, nacido el 5 de febrero de 1833, está bautizado y con los santos óleos administrados. Entra en la Santa Casa en 1834. Ya solo come sopa. La STC lo devolverá a quien entregue la otra media hoja, con el mismo escrito, y la misma letra y con los mismos cortes”. Y ahí, efectivamente, aparece, perfectamente encajada, la otra mitad del roñoso papel. El expósito José María se rencontró con sus padres.
Javier Martín
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