Madre asfixiada
En nuestra sociedad es frecuente la creencia de que la maternidad constituye uno de las máximas vivencias de satisfacción a las que puede acceder una mujer. Es más, sigue vigente la noción de que gracias a la maternidad las mujeres adquieren la plenitud de su feminidad. Sin embargo, la experiencia nos indica que, aunque estos discursos se siguen enunciando, en la práctica no todas las mujeres se sienten de ese modo. Son muchas las que, con distintas edades y niveles económico-sociales, dan cuenta de un malestar innombrable: la frustración que sienten frente a la maternidad.
Aquellas mujeres que han tenido otras experiencias gratificantes previas al nacimiento de sus hijos, como por ejemplo viajar o tener independencia de movimientos para trabajar, se sienten frustradas debido a que para atender las necesidades de sus niños pequeños, siempre prioritarias, deben postergar sus propias necesidades a menudo hasta límites difíciles de soportar.
También encontramos mujeres que, habiendo dedicado toda su ilusión a la crianza de sus hijos, cuando ellos son más grandes y se alejan de la intimidad familiar y doméstica padecen el así llamado “síndrome del nido vacío”, con sus rasgos típicos de tristeza, sentimientos de vacío, hostilidad reprimida, etc.
Otro grupo es el formado por mujeres que han sostenido un trabajo con ritmo y continuidad durante los años de crianza de sus hijos, pero que en condiciones de crisis laboral se ven desempleadas y sin posibilidades de volver a insertarse en el mercado de trabajo. Para ellas, el vínculo con los hijos se vuelve tenso, difícil de sostener. Se sienten “asfixiadas”, sin el consiguiente aire que ofrecía salir a trabajar, y la maternidad o la vida doméstica les resultan insuficientes para satisfacer sus necesidades de contacto social, intercambio con otras personas adultas, proyectos para el futuro y retribución económica. En su mayoría perciben que están realizando un trabajo arduo, duro, cansador, para el cual no hay retribución alguna, más que una sonrisa de reconocimiento afectivo… cuando todo anda bien y es una madre que logra satisfacer las demandas de sus niños.
Bajo estas circunstancias, es clásico el conflicto de ambivalencia, que se expresa como sentimientos de culpa, autorreproches y aun autocastigos por tener pensamientos y conductas hostiles hacia los propios hijos. La decepción que resulta del balance entre la maternidad ideal y las posibilidades reales de llevarla a cabo es uno de los sentimientos más frecuentes en estos casos.
En las últimas décadas, el rol maternal ha cambiado notablemente, en parte como resultado de las necesidades socioeconómicas apremiantes, que han llevado a gran cantidad de mujeres a involucrarse activamente en el mercado de trabajo, lo cual las hizo distanciarse mucho más de lo que anteriormente constituía una maternidad ideal. También ha cambiado por efecto de la existencia de representaciones sociales más amplias acerca del lugar y papel de las mujeres en la sociedad, y esto ha impactado de manera sustancial sobre la construcción de la subjetividad femenina, al proponerle imágenes y posibilidades de realización como mujeres más allá de la esfera maternal y doméstica. Sin embargo, todavía persisten antiguos mandatos culturales, fuertemente arraigados, que insisten en que desear un hijo es parte constitutiva de la identidad femenina y esto también tiene un fuerte impacto sobre aquellas mujeres que, habiéndose dedicado principalmente a estudiar y a desarrollar una carrera laboral significativa y exitosa, al llegar a la mediana edad, si no han tenido hijos, se preguntan por el destino incierto de su feminidad. También para ellas el conflicto de ambivalencia, con su secuela característica, el sentimiento de culpa, suele acompañar este período de sus vidas.
En la actualidad, encontramos un grupo todavía pequeño pero significativo de mujeres que utilizan las nuevas tecnologías reproductivas para dar cauce a sus deseos de embarazarse y tener hijos. Algunas de estas tecnologías –encuadradas en el orden que podemos caracterizar como de “innovación disruptiva”– conmueven profundamente nuestras clásicas experiencias respecto de la maternidad y el deseo de hijos. Se trata de mujeres que conservan sus óvulos por criopreservación o por vitrificación, para poder utilizarlos en un momento ulterior. Lo llamativo es que un buen número de estas mujeres no cuentan con una pareja con la que anticipen que desplegarán sus proyectos de maternidad. Por lo general refieren haberse decepcionado de sus compañeros varones, con quienes hasta ese momento habían hecho pareja –si se trata de mujeres heterosexuales– o bien –en el caso de que sean lesbianas– de sus compañeras mujeres. Sin embargo, la decepción con el/la otro/a no las lleva a desistir de sus deseos, sino que, por el contrario, refuerzan sus proyectos recurriendo a estas técnicas novedosas. Sus dudas, temores y fantasías se refieren al modo en que organizarán una red de afectos, solidaridad y acompañamiento con otros seres queridos, que incluyen a sus familiares, amigos/as, e instituciones educativas, y no tanto a la clásica figura de la pareja conyugal-parental.
Cada vez más, afortunadamente, las mujeres se plantean interrogantes acerca de estos conflictos ante la maternidad, y buscan respuestas variadas. No se conforman con los clásicos discursos que proponían la resignación y la postergación de sus necesidades subjetivas ante estos conflictos: para ellas, la resignación no es un proyecto saludable, porque sienten que queda afectada su salud mental, propensas a padecer estados depresivos, cuadros de ansiedad, y otros estados anímicos que les promueven malestar. Además, perciben que, en tanto la maternidad es una experiencia singular y a menudo única, sin embargo también puede ser una experiencia compartida, con sus pares, con la familia, con sus maridos, aun cuando estas opciones no estén siempre disponibles. El ejercicio de la maternidad en forma exclusiva y excluyente produce vínculos materno-filiales enfermizos, que las madres suelen expresar con términos como “me siento atrapada”, “es asfixiante, inmovilizante”. A veces hasta ocurren fantasías de ejercicio de violencia sobre los niños, y esto promueve un hondo malestar en las madres, que al mismo tiempo aman profundamente a sus hijos.
Por el contrario, compartir la crianza con el padre, otros familiares o amistades e incluso con instituciones como los jardines maternales, permite la creación de vínculos más saludables entre la madre y sus hijos, ya que la hostilidad resultante de un vínculo tan único y dependiente puede quedar neutralizada y puesta en perspectiva con la ampliación hacia otros vínculos significativos. Poder compartir su experiencia maternal y el malestar derivado de ella dentro de grupos más amplios, como grupos de reflexión, grupos de autoayuda, grupos terapéuticos y otros espacios que posibiliten a estas mujeres desplegar y analizar sus experiencias e inquietudes en torno de la maternidad, contribuirá a que las mujeres-madres no se sientan tan solas ante sus dudas, contradicciones y deseos ambivalentes.
A menudo ocurre que, cuando existe un contexto conyugal, se resiente el vínculo de la pareja matrimonial cuando las mujeres, en el ejercicio de la maternidad, otorgan a sus hijos una dedicación exclusiva y excluyente. Uno de los motivos por lo que esto sucede es porque todavía existen prejuicios acerca de que la crianza de los niños, especialmente mientras son pequeños, debe estar a cargo principalmente de la madre, y sólo bajo circunstancias excepcionales podría estar a cargo del padre. Esto trae aparejado que las madres se sientan con una sobrecarga emocional, física y de responsabilidad social por la salud y bienestar de los hijos, en tanto que el padre sólo tendrá responsabilidad sobre el bienestar económico de la familia. La estricta división de roles de género, en que las mujeres deben ser las principales proveedoras de vínculos afectivos y de mantener el equilibrio y la armonía emocional de la familia, mientras que los padres deben ser los principales proveedores económicos, es fuente de malestar psíquico y de trastornos en los vínculos de la pareja. Por el contrario, la flexibilidad en el desempeño de los roles familiares y laborales, fuera de lo que se clasifique como estereotipadamente femenino o masculino, puede enriquecer los vínculos familiares y ampliar las bases de la subjetividad femenina y masculina.
Porque, en definitiva, de eso se trata: no de que las mujeres no deseen y amen a sus hijos debido a la frustración y a su malestar, sino de que las familias cambien, que también se transformen y amplíen los contextos en los cuales es posible criar a los niños, y que la experiencia maternal, paternal y conyugal contribuya a lograr una sociedad un poco más justa y más equitativa para todos.
Mabel Burin
Doctora en Psicología
Directora del Programa de Género y Subjetividad
Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales Buenos Aires.