Cortarse sola
Los casos de adolescentes, generalmente chicas, con lesiones autoinfligidas inquietan a los profesionales, replantean el análisis de las primeras etapas infantiles y señalan la falta de camas de internación en salud mental en los hospitales generales de la ciudad de Buenos Aires.
Los pasillos que conectan los consultorios de Salud Mental de Adolescencia en el Hospital Gutiérrez cada vez más se asemejan a una manifestación de profesionales. Los que integramos el equipo de salud discutimos acerca de qué hacer con la adolescente que vino cortada, no quiere comer y dice que se quiere matar. ¿Ya lo intentó? ¿Lo volvería a hacer? ¿Hay condiciones para que vuelva a la casa y la cuiden? ¿Hay algún adulto que pueda administrar la medicación –en caso de que se decida medicarla– sin dejarla en manos de la adolescente? También empieza a haber varones con estas consultas. Lo que más despierta ansiedad en el equipo es que si no hay condiciones para que vuelva a la casa, nos vamos a tener que enfrentar otra vez con lo mismo: el sistema público de internación está colapsado. No hay una sola cama, ni en nuestro hospital ni en el único otro que recibe adolescentes entre 12 y 15 años. Hasta las camas de la guardia para los que están a la espera de internación están ocupadas. El SAME a veces ya ni atiende el teléfono. La guardia, como no puede internar a la adolescente en ningún lado, la devuelve a consultorios externos. ¿Qué hacer?
Esto nos sucede casi a diario. Lo más enloquecedor es que las autoridades de Salud de la Ciudad ni se inmutan y esta realidad explota en nuestras arterias y cervicales y a veces entre los equipos de Internación y consultorios externos de Salud Mental.
–¡No internen más a nadie! ¿No ven que no damos abasto?
–¿Qué hago entonces? ¿Me la llevo a mi casa para que no se mate; para que yo pueda dormir?
Estas reflexiones vienen empujadas por lo que es hoy la clínica con adolescentes, en su mayoría mujeres, en un hospital público: poblada de situaciones de padecimiento que muchas veces se expresan en trastornos alimentarios acompañados por cortes en la piel del propio cuerpo como motivos alarmantes de consulta; muchas de ellas vienen con ideas de matarse. Estas ideas no siempre implican un deseo de muerte. Muchas veces consisten en un anhelo de dejar de sufrir o de “no estar en ningún lado” para no sentir más el dolor. Sin embargo, llama la atención el gran crecimiento del número de adolescentes que apuntan a la idea de la muerte como salida a su malestar psíquico. Esta es una de las razones por las cuales se requiere tantas veces la intervención de un psiquiatra de adolescentes en el equipo, para sumar a la psicoterapia tratamiento psicofarmacológico cuando el riesgo del pasaje a la acción está presente. En muchos otros casos es necesario decidir una internación para cuidar al adolescente, cuando no hay un ambiente familiar que pueda tener registro y continencia suficientes.
¿Cómo lleva adelante una adolescente el trabajo psíquico de separarse, diferenciarse, discriminarse de su mamá para ser ella misma? La tarea de ser alguien se transforma en esencial: ser un sujeto independiente de sus padres (de los que viene separándose desde el nacimiento) y acceder a la elección de objetos sexuales y vocacionales más allá de los mandatos parentales. Trabajos psíquicos impostergables en esta etapa, pero con las marcas indelebles de cómo fueron la dependencia temprana y los primeros desprendimientos.
¿Qué sucederá si en los primeros tiempos de la vida no se logró consolidar un estado de dependencia absoluta a partir de haber tenido un adulto entregado a su cuidado de modo que esa bebé le pareciera una parte de sí mismo, identificándose con la criatura y conociendo bastante bien lo que ella sentía y necesitaba? Si esa madre no estuvo disponible, no posibilitó que la bebé viviera una experiencia de omnipotencia constitutiva de su narcisismo, que consiste en sentir que ella es la creadora de los objetos que en realidad le ofrecen oportunamente. Esta falencia del ambiente conduciría a fallas en la construcción del narcisismo en la niña y en los procesos de separación del adulto, fallas que se harían especialmente elocuentes en la llegada a la adolescencia.
En esa simbiosis sana, la madre, si bien se comporta como si el bebé fuera parte de sí misma para comprender sus necesidades, sabe que el bebé es otro. Cuando la mamá está perturbada, no discrimina ella que el bebé es otro, y se constituye una simbiosis patológica porque responde a las necesidades de la madre y no a las del bebé.
Al llegar a la adolescencia, se trata de que la niña empiece a soportar, primero por pequeños lapsos y luego por períodos mayores, estar en un lugar haciendo algo y en compañía de alguien que su madre desconozca. Por parte de la madre se trata de soportar, de a poco, haber perdido el poder sobre su hija, a partir de no saber por tiempos cada vez mayores dónde está, qué hace y con quién está; y soportar no saber lo que su hija o hijo piensa y anhela.
¿Qué pasa con estos procesos de separación cuando no hubo una simbiosis saludable? ¿Cómo se va produciendo la discriminación y separación? Habitualmente nos encontramos, o con madres desconectadas emocionalmente, o con madres intrusivas, y adolescentes que sienten odio. Estas se sienten muy malas por ese rechazo a la intrusión materna y vuelcan la agresión contra sí mismas cortándose o con fantasías de matarse que por momentos actúan.
Entendemos que aquello que no se unió no puede discriminarse y separarse. Los desórdenes alimentarios y los cortes en la propia piel nos invitan a comprender un sentido: imposibilidad de una expresión puramente psíquica de sus padecimientos, que se expresan a través de comportamientos y marcas corporales. El comportamiento de no comer lo que su madre le ofrece o espera que coma crea un borde de separación con ella, en un psiquismo que no pudo construir esa diferencia. La intolerancia a cualquier dolor psíquico conduce al corte más o menos profundo en la piel como modo de acallar la angustia, al transformarla en telón de fondo de un dolor físico que pasa a ser la figura. La impulsividad se pone en marcha para facilitar estos comportamientos, posibilitados por mecanismos de disociación.
Como siempre, hay caminos facilitados por una cultura que determina en cada época los lenguajes privilegiados de expresión del malestar. Esto suele complementarse con una actitud materna y paterna de anhelar que su hija no les reproche nada, lo cual sería seguramente la manera de empezar a elaborar la diferencia con ellos. La adolescente queda frente a la única salida de rechazar todo lo que podría ser un placer compartido con su entorno. Anhelos desesperados para marcar una discriminación donde no hay constituida una diferencia.
Es todo un desafío para los equipos tratantes comprender qué está en juego en estos desesperados pedidos de ayuda, que muchas veces se expresan también en no aceptar que necesiten algún tratamiento.
“Yo la llamo Gordi”
Malena tiene 13 años y se corta desde hace un año y medio. Cortes múltiples, superficiales, en los brazos. Empezó a partir de que sus padres se separaron. El papá se fue porque se enamoró de una mujer y la madre entró en estado depresivo, cortándose también ella la muñeca hace seis meses.
La mamá no registró los cortes de Malena hasta que la llamaron del colegio para contarle que Malena sentía una angustia en el pecho muy grande que no le permitía respirar, por lo cual –según su relato– se cortó para aliviarse. No quiere comer. Bajó de peso en los últimos meses, sin llegar a un peso de riesgo. Seis meses atrás se suicidó su mejor amiga.
La madre, entrevistada, dice:
–Yo soy muy compañera de ella. Si ella está mal yo me pongo nerviosa. Cuando me contaron que se cortó le pegué en vez de contenerla. En la escuela Malena estaba desesperada pidiéndoles a todos un pin hasta que lo encontró y fue al baño a cortarse.
Sigue la madre:
–Yo desde que me separé no quise ir más a mi cama. Me fui mudando a su pieza. Dormía en otra cama al lado de ella. Me fui mudando toda mi ropa al placard de ella. No podía ni entrar a mi pieza. Yo le digo a Malena: “Mami, por vos yo voy a tratar de estar bien”. Yo hago todo por ella, le digo: “Yo vivo por vos y para vos”.
Al pedírsele que salga un rato del consultorio para que pase Malena, la mamá no se va. Sigue hablando:
–Ella me dice: “Llamame Male”. Yo la llamo Gordi, desde siempre. No la puedo llamar de otra manera. Ella dejó de llamarme mamá y me llama por mi nombre.
Malena, en su entrevista, dice:
–Yo no quiero venir, mi mamá me trae. No quiero hablar.
–¿Qué hacés en vez de hablar? –le pregunta la terapeuta.
–Me encierro yo sola, me lastimo para descargarme. Me peleo con mi mamá y no le puedo decir lo que yo siento, entonces me corto. Cualquier cosa que yo hago le molesta. Le molesta todo.
–¿Por ejemplo qué le molesta?
–Cuando dice “Ordená tu ropa” y empieza a decirme: “Andate con tu papá, capaz que allá vas a ser feliz”. Yo siento que le molesta todo, soy una carga para ellos. Por eso me quiero morir.
–¿Qué quiere decir que te querés morir?
–Me imaginé no existir más. Morirme. Matarme. Lo que pasa es que no me animo tampoco. Tendría que ser sin pensarlo, como cuando me corto. Sé lo que estoy haciendo, a la vez no, porque no lo pienso. Cuando me corto me siento mejor después. Empecé cuando se separaron mis padres. Fue de golpe. Ellos peleaban mucho y de golpe apareció otra mina. Mamá quedó triste, dolida. Vivía acostada, encerrada. Siempre me siento sola desde ese momento. A papá lo veo, me llama cada tanto. Pero no le importa nada. Cuando se enteró que me corté dijo: “No lo hagas más porque eso de cortarse es de drogadicta”. Y mi mamá piensa que, si ella salta, yo tengo que saltar. Piensa que tengo que hacer todo lo mismo que ella.
Luego se les solicitó que ingresaran las dos juntas y hablamos de la importancia de que cada una tuviera un espacio, como el que habíamos tenido ese día, para hablar de todo esto que les pasa a cada una. La mamá pidió que fuera cerca de la casa porque viven muy lejos del hospital. Al preguntarle a Malena si iría al Centro de Salud cercano a su casa la madre responde:
–No va a ir.
–¿Cómo sabe? –le pregunta la terapeuta.
–Yo lo sé, doctora. Estoy segura porque yo la conozco.
Al preguntarle a Malena, ella dice que irá y que si se compromete lo va a hacer. La madre llora y dice:
–Tengo miedo de que no me quiera ir.
Se puede observar la indiscriminación e intrusión por parte de la madre al nombrarla como ella quiere y no como la adolescente prefiere, al tener certeza acerca de lo que la adolescente piensa sin preguntárselo, al invadirla en su cuarto, al no salir del consultorio en respeto al espacio de Malena. Se ve cómo la mamá necesita que Malena esté a disposición de lo que ella necesita, invirtiendo la dependencia. Malena, en un intento desesperado por diferenciarse, se opone a comer, a venir, se corta para intentar abrir un canal de salida a sus impulsos agresivos que no pueden ser recibidos por la madre ni el padre y que se vuelven contra sí.
“No soporto”
Camila tiene 15 años. Llega al tratamiento ambulatorio después de estar un mes internada por una compulsión a cortarse los brazos con ideas de matarse. También se provocaba vómitos después de atracones con la comida. En la primera entrevista relata que está triste y que no quiere ir al colegio. A la noche siente un impulso de comer y no puede parar. Después tiene ideas de matarse. Esto sucede muchas veces cuando su mamá no está. Vive con ella y un hermano de 13.
El papá de Camila ve a los hijos asiduamente y es muy cariñoso. Camila quisiera vivir con su papá, pero él no puede llevarla porque trabaja de sereno en una fábrica, sin condiciones propicias para llevar a los chicos, aunque quisiera hacerlo.
La mamá vino de muy joven de un país limítrofe con tres amigas y se dedicó a la prostitución. Conoció al papá y tuvieron los hijos sin convivir, mientras él tenía otras relaciones y ella también. Por la noche habitualmente la mamá se va a bailar con otros hombres dejando solos a los adolescentes y desencadenándose las compulsiones de Camila con la comida y a cortarse, y sus dificultades para dormir. Cuando llega la mamá, Camila se pasa a su cama y duerme con ella.
La mamá habla en forma muy desafectivizada, viene drogada con cocaína y consume mucho alcohol.
–Cuando mi mamá está, no la soporto –dice Camila–. No soporto que se meta a decirme que no coma. No soporto estar en mi casa. No quiero estar en ningún lado.
Cuando se le pregunta con qué relaciona esto que le pasa, lo atribuye a su mamá. Dice que no quiere ir a la escuela porque no soporta que sus compañeros le hagan chistes acerca de qué buena está su mamá. La mamá le reprocha a Camila que no se cuide físicamente.
Una noche, después de una pelea con su mamá y cuando ésta no estaba, Camila tomó medicación de la madre y propia y se autoprovocó cortes profundos en brazos y piernas. Luego filmó las pastillas y sus propios cortes y subió todo a las redes sociales. Esto dio lugar a su internación para cuidarla. Cuando la madre llegó, muy molesta por tener que quedarse en el hospital, le dijo:
–Lo hiciste mal, porque estás acá.
La adolescente se internó con su padre, que la cuidó y permaneció con ella en el hospital.
Camila tiene una mamá frágil y rechazante que no estuvo ni está conectada emocionalmente con ella y la deja en un estado de vacío afectivo, lo cual explica la necesidad de llenarse compulsivamente con comida. La ingesta de pastillas de ambas, el pasarse de noche a la cama de la mamá, parecen intentos desesperados de armar una simbiosis donde no la hubo.
Conducta del NO
Lo que observamos en ambas adolescentes es una gran dificultad en la constitución de un límite entre el yo y el objeto, lo cual las conduce a marcar un borde a través del comportamiento. No comer, vomitar, no querer venir al tratamiento, no querer hablar (aunque cuando se le da el espacio a Malena se expresa y habla), cortarse, parecerían modos de construir entre ellas y sus madres un borde que no está constituido intrapsíquicamente. Ambas recurren a reforzar lo que perciben es lo único que escapa al deseo del otro, que es la conducta del NO. Philippe Jeammet (“El abordaje psicoanalítico de los trastornos de las conductas alimentarias”, en Psicoanálisis con Niños y Adolescentes N6, Buenos Aires, 1994), cuando habla de la dependencia de los trastornos alimentarios respecto de su objeto, la vincula con “mantener un contacto con el objeto para asegurarse de su presencia y de su no destrucción, pero un contacto que mantenga a ese objeto en los límites del yo, en el exterior del yo lo suficientemente próximo como para no perderlo y lo suficientemente exterior para no arriesgar ser invadido por él”.
La madre de Malena no ha posibilitado que su hija se pudiera diferenciar de ella. No han podido fundar dos generaciones, y no se llega a marcar una asimetría que la ubique en una función de cuidado de una adolescente. Expresa el anhelo de que su hija no le reproche nada.
La situación de Camila es muy riesgosa. Hay una madre muy frágil que está adherida a las drogas y que se constituye a partir de la mirada deseante de los hombres, teniendo una compulsión a salir y consumir sustancias. Nunca comprendió las necesidades de Camila, quien siente un vacío de representación de un objeto protector que intenta llenar con atracones. Luego los vómitos son intentos de expulsar una presencia intrusiva. La madre no pudo alojarla como hija, rivaliza con ella, la desconoce y la odia, siendo ella misma la única. La pulsión de muerte se expresa en una compulsión a realizar acciones autodestructivas por parte de la adolescente. Camila cuenta con un padre cariñoso pero imposibilitado de ofrecerle las funciones de sostén y corte que necesita.
¿Y el tratamiento? En Consultorios Externos es necesario armar equipo interdisciplinario con terapeuta individual, psiquiatra, terapeuta familiar y pediatra de adolescentes. Todo esto interpela a un sistema de salud pública que predica el recorte y achicamiento de recursos en Salud Mental y que impulsa la ruptura del modelo interdisciplinario.
Susana Toporosi
Integrante del servicio de Salud Mental del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez.
Texto extractado de un artículo que se publicará en el próximo número de la revista Topía.