La memoria de los primeros días

Dunstan-Baby-LanguageUna de las tramas de la novela Que algo quedará, de Jorge Goyeneche (Gárgola Ediciones, Buenos Aires, 2014) narra la historia de Marigé, una mujer que, ya en la adultez, descubre que no es quien cree ser. La persona que la crió, a quien ella suponía su madre, la recibió en adopción en Guatemala, a comienzos de los años sesenta. Sus padres biológicos eran una pareja de franceses —Denise y Jean Jaques— que, en la selva, luchaban “contra los ejércitos traidores y la CIA”, tras el derrocamiento, en 1954, del presidente constitucional Jacobo Árbenz. En el momento de la adopción, Marigé tenía alrededor de dos años de edad.

Enterarse de esto la lleva a entender cosas que para ella, hasta entonces, no tenían una explicación:

Denise, Jeanja le resonaban como una vieja melodía. Algunas imágenes dormidas comenzaron a flotarle entre la bruma. Diálogos en francés, a media voz, oídos en duermevela. […] Marigé comenzó a poner todas sus energías en recobrar su identidad, en saber cómo habían sido sus padres. Si hablaban en francés con ella (de allí su facilidad e inclinación por esa cultura)…

La memoria de la primera infancia es un misterio que genera fascinación. ¿Por qué olvidamos lo ocurrido en los primeros años de nuestras vidas? ¿A partir de cuándo podemos recordar? ¿Queda algo, en un nivel inconsciente de nuestra memoria, de lo que vivimos en esos primeros tiempos? Si queda, ¿de qué manera lo hace?

Hace tiempo, en este mismo espacio, hablábamos de diversos estudios acerca de la amnesia infantil. Uno de ellos proponía que, en los primeros años del desarrollo, la cantidad de información que los niños deben asimilar es tan grande que, para ello, producen una gran cantidad de neuronas nuevas, que “tapan” a las anteriores y los recuerdas que estas habían acumulado.

Otro estudio esgrimía una hipótesis muy interesante, según la cual el lenguaje desempeña un papel fundamental en la memoria de los niños. Si el niño vive algo que su lenguaje todavía no es capaz de poner en palabras, lo olvidará. Decíamos, pues, que solo recordamos lo que podemos contar.

Por casualidad, en los mismos días en que leía la novela de Goyeneche accedí a otra investigación, realizada en Canadá, relacionada con estos mismos temas. Según sus conclusiones, la lengua que un niño oye hablar a su alrededor durante sus primeros meses de vida deja una huella en su cerebro que luego permanece durante años, quizá toda la vida, incluso aunque esa persona nunca aprenda a hablar ni a entender ese idioma.

El estudio se basó en comparar las reacciones cerebrales de tres grupos de niñas y adolescentes de entre 9 y 17 años ante un mismo estímulo: grabaciones de voces que hablaban en chino mandarín. El primero de los grupos estaba compuesto por niñas chinas que habían oído hablar en su idioma en su primera infancia, pero que antes de los 3 años habían sido adoptadas por familias de habla francesa y no sabían hablar ni entendían el mandarín. El segundo grupo lo integraban niñas bilingües en mandarín y francés. El tercero, francófonas que no hablaban ni entendían el idioma chino y nunca habían estado expuestas a él.

Los científicos comprobaron que en los dos primeros grupos las reacciones eran similares: se activaban las mismas zonas del hemisferio izquierdo del cerebro, que es donde se procesa el lenguaje (pese a que las niñas del primer grupo no hablaban ni entendían el idioma que escuchaban). En las del tercer grupo, en cambio, se activaban otras áreas del cerebro, vinculadas con el procesamiento de los sonidos.

Según Lara Pierce, directora del estudio, “en las primeras etapas del desarrollo de la lengua, los niños aprenden a distinguir —independientemente de qué lenguaje se trate— qué sonidos son importantes y significativos. Esta experiencia deja una suerte de representación en el cerebro, que los niños utilizan para construir su lengua nativa”.

El narrador de Que algo quedará viaja en el tiempo. Sus viajes, que él mismo no puede controlar, son poco más que visiones: la posibilidad de ser testigo presencial de momentos de la vida de sus antepasados. En sus palabras:

Hechos muy familiares y anodinos en la mayoría de los casos, que me servían para entender la conducta de esas personas. […] Solo imágenes que ayudan a vivir, a superar pesadillas y dolores. […] Todos los viajes al pasado me enseñaron a comprender, a ver otra faceta de las tantas que tiene cualquier persona. Me ayudaron.

¿Quién no ha elaborado alguna vez esa fantasía: poder presenciar los acontecimientos familiares que tantas veces se han escuchado relatar? Poder estar ahí, conocer el contexto, las circunstancias, comprobar cuánto de lo que se cuenta es verdad, cuánto mentira… La mentira también se torna un concepto extraño en una novela que gira en torno a ella (desde el título, por supuesto, que cita la famosa frase que, al parecer, Joseph Goebbels nunca dijo). Dice el narrador:

La palabra “mentira” viene de “mente”. Lo opuesto al cuerpo. Como “naturaleza” es lo que no es “cultura”, “mentira” es lo que no es “cuerpo”. Parece un galimatías. Entonces, reflexiono mientras bebo con fruición el delicioso té que me preperó mi esposa, cualquier producto de la mente, cualquier idea, fantasía, recuerdo, es una mentira.

El estudio que comprobó que la lengua materna deja su marca en los patrones y estructuras neuronales, aun cuando luego no se aprenda ese idioma, es un paso más en la comprensión del funcionamiento del cerebro en las edades más tempranas. Quizá muchas de las que conocemos como intuiciones, los déjà vus, las sensaciones repentinas e inesperadas ante cosas o lugares que no recordamos haber visto antes, sean consecuencia de marcas que han quedado en nuestra mente en un tiempo que no podemos recordar. Como las imágenes dormidas que a la Marigé de Que algo quedará “comienzan a flotarle entre la bruma”. Como viajes en el tiempo: los únicos viajes en el tiempo de los que somos capaces. Quizá son mentira, como cualquier idea o fantasía u otros productos de la mente. Pero que también, qué duda cabe, son de verdad.

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