Recuerdos de un orfanato
Si hacemos un esfuerzo podemos acordarnos de cosas que nos pasaron antes de los tres años. Incluso antes de los dos. Lo pensé el otro día, cuando Quique (un oyente de la radio) me contó su anécdota por mail, y me quiso convencer de esto contándome sus propios recuerdos de infancia, pero no me hizo falta: yo le creo porque también tengo recuerdos anteriores a mis dos años.
Mi recuerdo más antiguo quizás sea este: una noche oscura, en la que estábamos con mi amigo Chiri y mi primo William drogados y desnudos corriendo por una playa de San Clemente, me metí al mar yo solo y ahí, buceando completamente ciego y en silencio, tuve una especie de deja vu:
«Alguna otra vez hice esto», pensé.
Y descubrí en mi cabeza el recuerdo de haber buceado en la panza materna. Lo supe; lo recordé.
Por eso sé que recordamos nuestra vida antes de los tres años. No son recuerdos fáciles, siempre ayudan los olores y las texturas, más que las formas o las ideas. Hay que hacer el esfuerzo de cerrar los ojos, de oler velas, mamaderas o almohadones de la infancia (como una vez me lo recordó mi hija Nina en un audio que por suerte pude grabar).
Casi siempre los recuerdos de la infancia son muy petisos: el tercer cajón de la cocina, la forma de los pies de algún abuelo, imágenes que están a la altura de la gente que gatea.
Quique, este oyente del que hablaba, se acuerda de una cantidad de detalles increíbles del orfanato tucumano donde creció. No recuerda la cara de su madre biológica, por ejemplo, ni tampoco por qué lo abandonó en aquel lugar, pero todavía hoy el olor a chipá lo angustia y lo hace llorar. (Más tarde le dijeron que llegó a ese orfanato envuelto en una manta con olor a chipá.)
Quique no estuvo mucho en el orfanato tucumano, porque antes de los tres años lo adoptó una buena familia santafesina. Pero se acuerda de los mosaicos ajedrezados del salón principal. Y de los ojos celestes de una celadora a la que nunca más vio. Según me cuenta, Quique llegó a ese instituto de adopción a finales de 1990. El orfanato quedaba a dos cuadras de la casa histórica de San Miguel de Tucumán.
En su correo me dice: «Esa mañana empecé a vivir mi vida junto a muchos otros chicos». Escribe corto, Quique. Cuando lo llamé por teléfono le pedí más datos. Entonces descubrí que se acuerda de todo. Me dijo:
—El lugar donde estábamos era enorme y las habitaciones se dividían por edades. En la mía, las cunas estaban una al lado de la otra. Eran de madera. Yo iba creciendo y los chicos que estaban a mi alrededor también. El tiempo pasaba y yo ya podía pararme y jugar con los chicos de las cunas de al lado.
Me imaginé que Quique cerraba los ojos para contarme esto, del otro lado del teléfono. Me contó incluso cómo recuerda las caras de algunos chicos. Y de qué manera se formaban lazos y amistades entre ellos, a pesar de la edad muy corta.
—Cuando te abandonan —me dijo— te aferrás mucho a los que tenés al lado.
Había un chico, al principio, con el que jugaba siempre. Quique me contó cómo eran sus ojos, me dijo que se reía con mucha fuerza, siempre de un solo lado de la cara, y que tenía los dedos como salchichas. Ese chico estaba en la cuna de al lado y era su mejor amigo. Hablaban a media lengua. Antes de los dos años ambos habían sido rechazados por dos familias adoptantes. Y eso los unió un poco más.
Un día vinieron dos futuros padres y se llevaron al amigo de Quique. «Yo tendría que haberme sentido feliz», me cuenta Quique, «pero antes de los tres años no sabés a dónde se llevan a tu amigo».
Él aprendió (después de sufrir su primera pérdida) que no tenía que hacerse demasiado amigo de nadie. Me cuenta que sufrió mucho esa pérdida, y que se acuerda de todo ese sufrimiento. Me dice que sintió como un segundo abandono, y que cada vez que volvía un nuevo chico al orfanato él buscaba la sonrisa ladeada de su amigo. Para ver si lo habían devuelto.
Sentía cada día su ausencia. Y aprendió a no encariñarse con otros chicos, a no hacer amistades de cuna a cuna, ni de cama a cama.
Se hizo algo más huraño, y cree —me dice— que es su característica actual ser retraído con las personas que no conoce mucho. Le da miedo involucrarse. Porque se acuerda de aquel primer nene con el que hizo amistad.
Y yo le creo, porque me acuerdo de muchas cosas de antes de los dos años.
Después empezó para Quique una vida más feliz, y eso también ayuda a recordar con cariño la infancia. Una mañana de finales de 1992 llegó al orfanato una pareja. Se llamaban Rubén y Beatriz, me cuenta Quique. Y lo eligieron sin dudarlo. Él dice «nos elegimos». Y entonces Quique dejó el orfanato de Tucumán para siempre. Después de trece horas en tren, llegó al que todavía hoy es su hogar, en Casilda, un pueblo de treinta mil habitantes al sur de Santa Fe.
Le pregunté a Quique por teléfono si alguna vez había vuelto al orfanato y me dijo que no. Y yo le creo. Todo lo que recuerda está grabado en su cabeza. También le creo algo mucho más extraño que pasó uno o dos años después.
Una tarde los padres adoptivos de Quique fueron a almorzar con Mario y Alicia. Mario era un nuevo compañero de trabajo de Rubén. Cuando entraron a aquella casa desconocida Quique, que ya tenía cuatro años, sintió un desasosiego, como un precipicio en la barriga.
Mario y Alicia eran adorables y se notaba que en la casa había un niño, porque había juguetes por todas partes. Quique lo notó.
—Mirá qué suerte, vas a poder jugar con alguien —escuchó decir a Beatriz, su madre adoptiva.
Entonces apareció, por la puerta de la habitación, el hijo de la pareja. Se notaba que salía de una siesta larga, porque tenía los ojos enrojecidos. «Ya está grande para usar chupete», pensó Quique, que había dejado el chupete dos meses antes. Y reconoció enseguida los pies chuecos. Y después se encontraron las miradas y fue instantáneo. La sonrisa ladeada del otro nene. Los dedos como salchichas.
Los cuatro padres adoptivos cuentan que los chicos cruzaron la habitación y se abrazaron como si hubieran pasado cien años. Como si hubiera pasado una guerra. Como si hubiera pasado un tornado.
El otro se llamaba Ricardo. Los dos tenían la misma edad. Quique cuenta ahora que cuando lo vio supo que era él. Ricardo cuenta hoy que, cuando vio a su amigo, también supo que era el chico de la cuna de al lado.
Habían crecido juntos. En Tucumán sus cunas estaban separadas por unos centímetros y ahora, por azar, los separaban siete cuadras en un pueblo remoto de Santa Fe.
Cuando leí el mail, lo primero que hice fue buscarlos en Facebook. Vi fotos de los dos, fotos actuales, y me di cuenta que es cierto lo que pone Quique cuando termina el mail.
Me dice: «Creéme Hernán: ya pasaron veinticinco años y no nos separa nadie».
Hernán Casciari
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