Chica blanca con cara amarilla

Mucho hemos compartido en este blog sobre adopción transracial, identidad y referentes. Asuntos muy bien explicados en este texto de una adoptada coreana en Estados Unidos que me he tomado la libertad de traducir.

No mucho después de nacer, se decidió que me convertiría en alguien nuevo. Demasiado pequeña para comprender o protestar, estaba madura para la cosecha. A los 6 meses, embarqué en un avión en Corea del Sur. Mi acompañante indicó que no dormí. Cuando aterricé en América del Norte, un mar de caras blancas me rodearon. Hubo manos que acariciaron mi ropa y mi piel. Nuevos sonidos y olores inundaron mis sentidos. Fue un día grande para dos desconocidos y sus dos hijas, porque a partir de este momento, yo iba a llevar su máscara de adopción.

Esta máscara no era visible para todo el mundo, pero era mágica, sin embargo. Borró mi pasado y la mujer que me dio a luz. Cambió mi cultura asiática por el orgullo irlandés, escocés y sobretodo italiano – y me convirtió en americana. Sobre el coreano que había estado aprendiendo, pronto hablaría con acento de Nueva Inglaterra. Los rostros asiáticos me parecerían extraños a medida que los rostros blancos se convertían en normal. Con esta máscara, se me prometió una familia. Con esta máscara, iba a sentirme afortunada. Se me imploró tanto que la llevara que, por mucho tiempo, se me olvidó lo que había debajo.

Cuando me miraba al espejo, veía a la chica equivocada. La máscara no se reflejaba. En el espejo había una chica blanca con cara amarilla. Mirando sus ojos sin pliegues, su piel dorada y el cabello negro brillante que caía como seda, me molestaba cada centímetro de su ser. Ella no tenía que decir nada. Devolviéndome la mirada, amenazaba la ilusión. Me decía: no importa lo que hagas, nunca serás una de ellos. La fulminé con disgusto, sintiendo la quemadura de su verdad.

Mi familia adoptiva, todos emparentados biológicamente entre sí, estaba tan bien entrenada a ver mi máscara que algunos decían que olvidaban que era adoptada. Prefiero verlo como una prueba de que mi lugar en la familia era seguro, siendo la tercera de siete hijos. Me forcé a no sentirme herida cuando cada nuevo nacimiento traía un montón de genes compartidos que continuarían a lo largo de sus vidas. ¿De quién había sacado los ojos? Este tiene la nariz de tu madre. El otro tiene el pelo de tu padre. Se suponía que los genes no importaban, pero era evidente que lo hacían y todo lo que me quedaba era esta máscara invisible que solo ellos podían ver.

No me sorprende ahora que quisiera morir a los 7 años. La máscara se estaba convirtiendo en un desafío. Empezaba a sentirla como una mentira. Desesperada porque todos la vieran, perdía horas frente al espejo, rascándome las mejillas con las uñas –como si mi cara real fuera la máscara que me pudiera arrancar. Mis dedos estiraban la piel alrededor de mis ojos, con la esperanza de que se mantuviera así. No importaba qué hiciera, mi reflejo se burlaba de mí. Empecé a pensar que tenía razón. Nunca pertenecería.

La gente que me rodeaba no podía evitar señalar que no veían ninguna máscara. Preguntaban: ¿De dónde es? Necesitaban saber por qué estaba yo allí. Las caras de mis hermanos nunca pedían estas respuestas. Estaba claro que ellos pertenecían. Entrenada para sonreír educadamente cuando ellos se sorprendían y hablaban de mí, por dentro me sentía como si algo se estuviera pudriendo. Era el fruto de la decepción. Yo no podía existir en su mundo sin explicación.

Cuando mi madre me mandó al Restaurante chino a buscar más galletas de la fortuna, me sentí avergonzada por no hablar su idioma. Adoptada en Corea, no había ningún motivo para que hablara chino. Pero, aún así. El rubor en mis mejillas y el cosquilleo en mi estómago era real siempre que alguien se daba cuenta de que yo no era quién debía ser.

¿Y quién se suponía que era? Sin modelos asiáticos en mi vida real, en libros o en la televisión, pavimenté mi propio camino. La única representación que vi fueron caricaturas poco halagüeñas y huí en dirección contraria. A veces me vestía de punk o de gótica, hiperconsciente de que igualmente llamaba la atención. Llevaba gruesas rayas de ojos que acentuaban mi aspecto asiático – como si fuera un disfraz. Me hice permanentes, blanqueé y teñí mi pelo. Hice cualquier cosa para gritar Sí, sé que no soy quién debería ser. No soy quién pensáis que debería ser, tampoco. Era rebeldía. Por un tiempo, me hizo sentir genial.

Internet y las redes sociales tienen mala reputación, pero a través suyo, encontré mi identidad. Cientos de miles de coreanos fueron adoptados en familias blancas en Occidente, pero la mayoría crecimos aislados. Ni siquiera mudarme a Boston cuando fui adulta me trajo la curación que buscaba, porque aunque se vende como una ciudad diversa, es muy segregada y racista. El montón de caras asiáticas que descubrí las descubrí online. Cuantas más encontraba, menos podía negar que las caras asiáticas eran hermosas, también. Aunque yo nunca sería tan hermosa como ellas, me ayudaron a aceptarme cómo era. Me di cuenta de que mi dolor no era un defecto mío, me ayudó a librarme de la culpa que sentía por no estar a la altura de mi máscara.

No mentiré: encontrar y convertirme en mi auténtico yo ha sido una transición difícil. A veces me siento como una impostora – sigo siendo una chica blanca con cara amarilla – especialmente cuando estoy con otros asiáticos que crecieron en sus familias naturales. Muchos días, me sobrepasa lo que nunca sabré ni tendré. Constantemente me planteo si debería comprometerme a aprender más sobre mi idioma, historia y cultura, o buscar con más tesón mi familia biológica. Hay tanta presión para elegir entre perseguir lo que se perdió o trabajar para hacer las paces con lo que tengo.

Aunque sé que la única manera de seguir es con equilibrio y compasión, no puedo negar que he perdido ya mucho tiempo, y que con el tiempo, las opciones desaparecen. Vivo con el conocimiento de que la mujer que me dio a luz podría morir mientras espera que la encuentre; podría haber desaparecido ya; o quizás no quiere que la encuentre jamás. He visto por mis compañeros adoptados que, igual que la familia que te adopta, encontrar la familia biológica es una mezcla de suerte, complejidad y obligación. Acabo de empezar a vivir mi propia vida. No estoy segura de poder manejar más drama familiar.

Desde que he expandido mi red y me he puesto en contacto con adoptados de todo tipo (nacional /internacional ; de la misma raza/transraciales, etc), he descubierto que muchos de nosotros compartimos el mismo anhelo, la misma identidad borrada y el mismo dolor anulado por las narrativas que se nos imponen. Muchos han tenido infancias difíciles seguidas por el dolor del alejamiento – reabandonos por parte de sus segundas familias – cuando nos quitamos la máscara. Incluso los que cayeron en casas seguras y amorosas comparten muchas de nuestras luchas. Pero a los adoptados a menudo se nos hace reprimir cada centímetro de nuestra verdad y nuestro yo auténtico en nombre de la gratitud.

Siempre oímos lo que cuesta la adopción a los adoptantes – financieramente, emocionalmente y en otros aspectos – pero raramente lo que nos cuesta a los adoptados. ¿En qué otras circunstancias alguien te lo quita todo y espera que estés agradecida?

Tanto las experiencias negativas de adopción como las positivas empiezan con una pérdida. Es hora de que se nos reconozca por sobrevivir a la pérdida de lazos de sangre, cultura, derechos de nacimiento, y tantos otros derechos que la gente no adoptada da por garantizados. Por favor, escuchad nuestras voces. Somos un grupo minoritario – a menudo comprendido en otras identidades minoritarias – al que no se reconoce nuestro sufrimiento y marginalización.

https://madredemarte.wordpress.com

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