La constitución subjetiva y los diagnósticos invalidantes
El malestar que presentan hoy los niños genera frecuentes consultas a distintos profesionales. Hay una preocupación generalizada porque los chicos se vuelven incontrolables para los padres y maestros, o lloran durante horas, o tienen trastornos del sueño, o problemas graves de aprendizaje, o reaccionan con violencia frente a todo. ¿Qué respuestas tienen los profesionales consultados para revertir lo que ocurre? ¿Cuál es la importancia de otorgar un diagnostico? ¿Qué responsabilidad alcanza a los adultos que rodean al niño?
Nos encontramos en los últimos años con una gran cantidad de consultas por niños en las que las categorías clásicas parecen ser insuficientes. Los padres suelen llegar desbordados, sintiendo que su hijo es incontrolable, que tiene dificultades para aceptar normas, o que llora durante horas con desesperación, o que tiene trastornos del sueño, o problemas graves de aprendizaje, o que reacciona con violencia frente a todo. Suelen estar presionados por la escuela para que el niño cambie en el menor tiempo posible. Muchas veces, llegan con un diagnóstico ya dado, a veces por los maestros o por los mismos padres, que buscan a través de Internet cómo nominar lo que le pasa al niño.
Podemos observar que la tolerancia de una sociedad al funcionamiento de los niños y adolescentes se funda sobre criterios educativos variables y sobre una representación de la infancia y de la adolescencia que depende de ese momento histórico y de la imagen que tiene de sí mismo ese grupo social. Así, se aceptan como normales en una época cuestiones que son rechazadas en otra y en cada grupo social los parámetros de “buena conducta” son diferentes. Esto está fundado en que cada grupo plantea un contrato narcisista diferente, o sea, espera que sus miembros respondan de determinada manera y ocupen determinados lugares, aceptando de un modo variable los disensos. Pensar los nuevos modos de subjetivación en la actualidad implica ubicar algunas determinaciones del contexto.
El psiquismo es, desde nuestra perspectiva, una estructura abierta al mundo. Y el mundo es para un niño, en gran medida, los otros que lo rodean. Otros que son sostén y fuente de satisfacción y placer, pero también portadores de angustias y dolores. Como afirma Cornelius Castoriadis, madre y padre no son solamente madre y padre. Son “claramente la sociedad en persona y la historia en persona inclinados sobre la cuna del recién nacido; siquiera porque hablan” [2]. Y cada sociedad tolera o sanciona cierto tipo de funcionamiento en sus niños.
En la época actual, una sociedad en la que se idealiza el éxito fácil, la competencia, el individualismo, la imagen, en la que los mandatos son del tipo: “sólo hazlo”, en que hay un exceso de información, en que los ritmos son vertiginosos, en la que lo temido es la exclusión, ¿qué lugar pueden ocupar los niños y qué proyectos les proponemos?
Estructuración psíquica e historia vincular
Freud, en Esquema del Psicoanálisis, hablando de la constitución del Superyó, afirma: “No sólo adquieren vigencia las cualidades personales de esos progenitores, sino también todo cuanto haya ejercido efectos de comando sobre ellos mismos, las inclinaciones y requerimientos del estado social en que viven, las disposiciones y tradiciones de la raza de la cual descienden”. Freud habla acá de “efectos de comando”, representaciones-metas impuestas por la cultura, imperativos categóricos propios de un grupo social, o de una época, o de una tradición. Padres comandados a su vez por exigencias y valores sociales, así como por exigencias y valores de las generaciones precedentes.
Cuando una madre erotiza a su bebé no sólo sus deseos están en juego, sino que en ella deseos, identificaciones, normas e ideales están operando y guían los modos de la erotización. El lugar otorgado al contacto físico y a la palabra varía de acuerdo a ciertas pautas culturales propias de cada grupo. Y cuando el dolor irrumpe como vivencia terrorífica, cuando no hay modo de ligar por sí mismo lo que arrasa rompiendo conexiones, las posibilidades de contener a otro, de ayudarlo a tolerar el dolor, de brindarle alternativas, también van a estar posibilitados por el funcionamiento psíquico de los adultos. Cuando estos están en crisis, desbordados, no pueden contener al niño. Y éste, por consiguiente, queda solo, librado a su propia inermidad. Es decir, no sólo la madre necesita un otro que la sostenga para poder sostener, sino que el contexto social puede funcionar como sostén o como fuente de conflicto para ambos padres.
La capacidad para registrar los propios sentimientos, entonces, se da en una relación con otros que a su vez tienen procesos pulsionales y estados afectivos. Adultos que a veces buscan sentirse vivos a través del consumo vertiginoso.Y es que si el adulto está en crisis consigo mismo, frente al estallido del niño, lo dejará librado a su propio desorden interno, a su propio dolor o, irrumpiendo violentamente, aumentará el estado de terror.
Así, los modos de procesar los estímulos, la capacidad de pensar y de sentir, de registrar sentimientos, las identificaciones tempranas, se van armando en la relación con otros.
Y si cuando el niño se busca en el otro, cuando intenta hallar una imagen unificada de sí, se encuentra con padres que se sienten socialmente desvalorizados, en los que la propia imagen tambalea, ¿en qué representación unificadora de sí se verá reflejado? Las situaciones de fracaso suelen acarrear depresiones, que se manifiestan como apatía y desconexión en la relación con el hijo. Así, hay adultos que se conectan al televisor porque necesitan un estímulo externo, que ocupe todo el espacio, en una suerte de estado de somnolencia. El niño puede identificarse con el adulto y quedar pasivizado, apático o puede intentar quebrar la desconexión, apareciendo como hiperactivo o desafiante.
Algunas determinaciones sociales
Considero que en la época actual, que no es seguramente peor que otras pero que tiene características específicas, solemos lanzar a los niños a una excitación excesiva sin sostén y sin posibilidades de metabolizar a través del juego lo que les pasa. Los ubicamos como adultos antes de tiempo y les exigimos largas jornadas escolares desde épocas muy tempranas de la vida.
Esto determina, a mi entender, cierto tipo de funcionamientos que se leen como patológicos y que no pueden pensarse sin tener en cuenta las condiciones familiares y sociales que los producen. Así, ¿cómo entender que un niño repita las palabras de la televisión mucho antes que las de sus padres? ¿O que sean tantos los niños sobreexcitados, que hablan de sexo en términos pornográficos, aludiendo a imágenes vistas en Internet? ¿Cómo pensarlo sin tener en cuenta el exceso de “pantallas” en reemplazo a vínculos con otros? Esto en un mundo en el que los adultos también nos sentimos muy presionados, exigidos en exceso. Así, padres y docentes suelen suponerse fracasados si los hijos o los alumnos no cumplen con aquello que la sociedad demanda.
Se podría decir que el narcisismo de los padres y los maestros se sostiene, entre otras cosas, en el éxito de los hijos o alumnos, a la vez que estos constituyen su imagen de sí en el vínculo con esos adultos. Intercambio que lleva a que el fracaso escolar de un niño sea vivido como un terremoto que no deja nada en pie, en tanto es un golpe también para padres y maestros.
Lo que prima es la idea de exclusión social y de un futuro incierto. El fantasma de la exclusión rige todo: un niño que fracasa en la escuela es vivido como un futuro marginal. Un niño que no tiene amigos es ubicado como alguien que va a tener dificultades toda la vida y que va a quedar aislado, con las consecuencias de esto. Un niño que tiene respuestas violentas es considerado un futuro delincuente. Padres y maestros que temen ser excluidos del sistema suponen que un niño que tiene tiempos diferentes, u otros intereses, fracasará en la vida.
Esto lleva a que muchas variaciones que podrían ser transitorias, por tiempos diferentes en la adquisición de las potencialidades, se vivan como permanentes, signando a alguien para siempre. Y se supone que el rendimiento de un sujeto durante los primeros años de su vida determina su futuro, desmintiendo que todo niño, como sujeto en crecimiento, está sujeto a cambios. Desmentida que lleva a coagular un proceso, dificultando el desarrollo.
El placer del aprendizaje queda jaqueado y la escuela pasa a ser un lugar en el que lo importante es “pertenecer”, de acuerdo a grupos sociales…
Si un niño queda “afuera”, queda afuera del mundo.
Terror a la exclusión que deriva en terror al futuro.
Zygmunt Bauman dice: “El progreso se ha convertido en algo así como un persistente juego de las sillas en el que un segundo de distracción puede comportar una derrota irreversible y una exclusión inapelable. En lugar de grandes expectativas y dulces sueños, el “progreso” evoca un insomnio lleno de pesadillas en las que uno sueña que “se queda rezagado”, pierde el tren o se cae por la ventanilla de un vehículo que va a toda velocidad y que no deja de acelerar.” [3]
Pero entonces una de las cuestiones que ocurren en esto es que lo que se les transmite a los niños no es “vas a poder cuando seas grande” sino “ya vas a ver cuando seas grande”. El futuro ha dejado de ser una meta venturosa a alcanzar, una promesa, para transformarse en lo temido.
Esto deja a los niños detenidos en una “falsa infancia”, siendo eternamente niños y en realidad nunca niños, en tanto ausencia de un contexto protector. Lo que se espera son “rendimientos”, “producciones”, que permitan incluirlo en el mercado exitosamente.
Al no ubicarlos en un proceso de crecimiento, se ejerce sobre ellos una violencia. Al esperar que puedan todo “ya”, se los pone en un lugar de adultos antes de tiempo. Y si el niño no responde a lo esperado aparece otra violencia: se lo considera “deficiente”, discapacitado. Y se atacan sus soportes identificatorios.
La medicación suele ser la primer salida frente a las dificultades infantiles, con la idea de resolver el problema en el menor tiempo posible y en base a un diagnóstico que solo toma en cuenta lo manifiesto. Es más, los “diagnósticos” de Trastorno por déficit de atención o de Trastorno oposicionista desafiante, como otros, se hacen habitualmente en base a cuestionarios que se administran a padres y maestros, sin escuchar al niño.
Y esto en un mundo en el que lo que importa es el “rendimiento”, la “eficiencia”, en el que el tiempo ha tomado un cariz vertiginoso y los niños están sujetos a la cultura del “zapping”.
¿Niños desatentos?
Así, podríamos preguntarnos qué tipo de atención requerimos cuando les pedimos que sigan el discurso del docente a niños a los que socialmente se los incita a atender estímulos de gran intensidad, de poca duración, y con poca conexión entre sí (como es el caso de los video-clips, de las propagandas televisivas, de los jueguitos electrónicos).
Cuando un niño es rotulado puede sentir que queda incluido en el mundo de un modo muy especial. Un niño que afirma: “soy ADD”, puede suponer que esa denominación le otorga un lugar distinto al de los demás, que es mejor que no tener ninguno. Un lugar de enfermo para tapar el déficit de identidad o de narcisización. El niño que se nombra a sí mismo identificándose con una entidad psicopatológica, se supone siendo en un rasgo que lo borra como sujeto pero que, a la vez, lo ubica como algo, diferente a la nada.
El Trastorno por Déficit de Atención (con o sin Hiperactividad) es sólo la punta del iceberg de todo un sistema que supone que la infancia debe ser acallada, que se debe aplastar la denuncia que suelen hacer los niños sobre el malestar cultural. Así, si un niño está triste, no se trata ya de preguntarse por qué ni de registrar cuáles son los duelos que está tramitando, sino que la cuestión es que deje de estarlo, lo antes posible, para no perturbar a los adultos.
¿Qué implica medicar a un niño? ¿Qué le transmitimos cuando le planteamos que toma tal pastilla para quedarse quieto, atender en clase, hacer tareas que no le gustan?Los niños traducen: “tomo una pastilla para portarme bien y hacer la tarea”. Lógica que se podría replicar después en: “tomo una pastilla para poder bailar durante 10 horas seguidas”. Idea de un cuerpo-máquina que debe recurrir a un estimulante externo para mantener un funcionamiento “adecuado” a lo que se espera de él. Idea del ser humano como mónada cerrada que se liga a otras mónadas cerradas, como opuesta a una concepción del sujeto como constituido en una historia, en vínculos con otros, y desplegándose en un entorno familiar y social.
Un niño de siete años, medicado con metilfenidato, cuyo papá lo golpeaba con frecuencia, sostenía: “yo no me voy a rendir, no voy a darles el gusto… me las van a pagar”. Discurso de resistencia que insistía cuando le decía al neurólogo: “no quiero tomar medicación. Que la tomen ellos (por padres y maestros)”. Para mi sorpresa, nadie le había preguntado el por qué de este funcionamiento desafiante ni había pensado en los efectos que venía teniendo en él la violencia sufrida.
Un niño de seis años presenta dificultades para organizarse, para aprender y para quedarse quieto. Es diagnosticado inmediatamente como ADHD y medicado. Frena la actividad pero comienza a sentir terrores. Se desconecta del grupo, tiene una mirada perdida, teme a todo lo que se mueve. Así, hasta una pelusa le provoca terror. La maestra se preocupa: “prefiero que se mueva a que esté paralizado”, comenta. ¿Qué provocó en este niño la medicación, además de la idea de que era alguien cuyos movimientos debían ser controlados desde afuera? Provocó terror, afecto seguramente ligado a las fantasías terroríficas que lo asaltaban y que, con la “pastilla” dejaban de ser “fantasías actuadas” propias para transformarse en fantasmas que lo atacaban desde afuera. Así, la medicación producía un efecto de encierro, de chaleco de fuerza que lo dejaba a merced de los otros y todo lo que se movía pasaba a ser atacante. Una maestra que pudo registrar el terror frente al movimiento de los otros y que privilegió paliar el sufrimiento del niño a su comodidad, padres que pudieron preguntarse sobre lo que pasaba y repensar el abordaje, permitieron otra apertura.
El abordaje psicoanalítico
Ya desde la primera entrevista, el que ubiquemos tanto al niño como a los padres como sujetos pasibles de ser escuchados, puede modificar la situación. Cuando se toma la singularidad del sujeto, cuando se puede soportar que sea un “otro”, un semejante diferente, se puede comenzar a pensar acerca de las causas, de los momentos, de qué es lo que hace que ese niño se presente de ese modo.
Por el contrario, cuando lo que se intenta es, rápidamente, hacer un diagnóstico, clasificarlo, lo más probable es que se dejen de lado las diferencias, se piense sólo en las conductas, en lo observable y se pase por alto el sufrimiento del niño. Ya Freud planteaba, en Inhibición, síntoma y angustia: “Es muy de lamentar que siempre quede insatisfecha la necesidad de hallar una “causa última” unitaria y aprehensible de la condición neurótica. El caso ideal, que probablemente los médicos sigan añorando todavía hoy, sería el del bacilo, que puede ser aislado y obtenerse de él un cultivo puro, y cuya inoculación en cualquier individuo produciría idéntica afección. O algo menos fantástico: la presentación de sustancias químicas cuya administración produjera o cancelara determinadas neurosis. Pero no parece probable que puedan obtenerse tales soluciones del problema.” [4]
Cuando en lugar de pensar que un niño que se mueve mucho, o que no atiende en clase, o que desafía a los adultos, está sufriendo y diciendo del modo en que puede lo que le pasa, se lo toma como portador de una “discapacidad”, se reduce la complejidad de la vida psíquica infantil a un paradigma simplificador. En lugar de un psiquismo en estructuración, en crecimiento continuo, en el que el conflicto es fundante y en el que todo efecto es complejo, se supone, exclusivamente, un “déficit” neurológico.
Reducir toda conducta a causas neurológicas borra tanto a la sociedad como productora de subjetividades como a cada sujeto como tal. Si uno piensa que todo lo que le ocurre tiene que ver con “fallas de nacimiento”, se borra la historia y las determinaciones intersubjetivas, tanto sociales como familiares. Pero en ese mismo movimiento se anula el futuro como diferencia, como impredecible, como lo desconocido a construir. Será así siempre y sólo queda paliar un déficit.
La niñez es un momento de la vida en la que un sujeto se va constituyendo como tal. Es una época de transformación y cambio, de apertura de caminos y también de armado de repeticiones. Las identificaciones, los deseos, las normas y prohibiciones internas y los modelos se van instituyendo en esta etapa. Esa estructuración se da en relación a otros, que son los que libidinizan, otorgan modelos identificatorios, transmiten normas e ideales. Son los que le devuelven al niño, como un espejo, una imagen de sí. Esta imagen constituye un soporte fundamental frente a los avatares de la vida. La posibilidad de quererse a uno mismo, de valorarse, tiene como fuente esa representación de nosotros mismos que nos fue legada durante los primeros años.
Esto hace entonces mucho más necesario plantearse la responsabilidad que tenemos todos los que trabajamos con niños. Responsabilidad que se acrecienta cuando somos los que diagnosticamos… .porque ¿cómo constituir el narcisismo si nos han puesto un sello invalidante?, ¿cómo sentirse valioso si de entrada se es rotulado, clasificado y ubicado como portador de un síndrome? ¿Cómo investir libidinalmente el mundo y a sí mismo desde ese lugar de “menos”? ¿Cómo podrán los padres mirar a ese niño si lo que les devuelven es que es un “Déficit de…” o un “Trastorno generalizado” o algún otro “trastorno”? En lugar de la esperanza, en lugar de ser alguien que va desplegando potencialidades, se es deficitario de entrada.
Quiero insistir en que es fundamental que se consulte tempranamente cuando un niño presenta dificultades, porque el trabajo en los primeros años de la vida puede impedir años de sufrimiento. Pero también aquel que es consultado por un niño pequeño deberá tener en cuenta que cambian, crecen, que es un sujeto en constitución, marcado por el contexto. Y que posibilitar modificaciones en el niño y en el entorno puede abrir caminos novedosos. Por eso, una cuestión preocupante es la fijeza de los diagnósticos, que arrasan con la idea de movimiento y transformación. Frente a cada consulta, poder escuchar el dolor de un niño, devolver la esperanza, abrir caminos, encontrar los modos en los que ese niño se ubique como sujeto, fuera de un diagnóstico invalidante, son cuestiones que los psicoanalistas estamos en condiciones de hacer.
Diagnosticar es algo muy diferente a catalogar. No es poner carteles sino delimitar cuáles son las determinaciones, qué conflictos están en juego, cómo pesa lo intersubjetivo -qué incidencia tiene el funcionamiento psíquico de aquellos que lo rodean- y qué defensas se han estructurado ya en ese niño. Qué es lo que el entorno repite y qué repite el niño mismo. Para eso hay que preguntar y preguntarse y estar dispuesto a encontrarse con respuestas que, muchas veces, ponen en juego nuestros saberes. Para diagnosticar, entonces, debemos escuchar a los padres y a los maestros, que hablarán del niño y de ellos mismos, pero también al niño. Y como un niño no es catalogable, lo que podemos hacer es intentar crear, en cada caso y entre todos, modos de resolución de la dificultad.
Si pensamos que nuestra meta es trabajar en la línea de Eros, lo que implica tender a una complejización creciente, deberemos intervenir tomando en cuenta la diversidad de las problemáticas, sin anular diferencias y, fundamentalmente, posibilitando que ese niño despliegue y enriquezca sus potencialidades. Es decir, nuestra tarea implica abrir caminos, a partir de la singularidad de cada historia.
Si un niño siente que se confía en él, que se lo escucha, que hay una posibilidad de revertir lo que le pasa, que otros lo miran como alguien que crece, seguramente va a poder ir construyendo una representación de sí que le permita desplegar sus posibilidades y sostenerse en los momentos difíciles. Y si los adultos soportan la responsabilidad que les toca y arman redes para contenerlo, él podrá tolerar la dependencia, ubicándose como niño, con sueños y proyectos.
Beatriz Janin