Los hijos de nadie: jóvenes no adoptados en Colombia
¿Qué pasa cuando eres entregado en adopción, te haces mayor y nadie te incorpora a su familia? Esta es la historia de cuatro chicos colombianos que viven en el limbo.
Vladimir, Pablo, Alexander y Cristian son jóvenes colombianos a los que cada noche los asalta la siguiente pregunta: ¿ahora qué? Estos cuatro chicos son hijos de nadie, son muchachos que nunca adoptaron y que viven aún o vivieron antes, en algún momento de sus procesos de adopción, bajo el amparo del Estado en instituciones que dentro del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) se conocen como hogares.
En Colombia, según datos del ICBF entregados en 2018, cerca de 127.000 niños y niñas se encuentran en programas de protección de esta entidad, cada uno de ellos con historias enmarcadas usualmente en universos complejos de maltrato por parte de familiares, acoso y abuso sexual, abandono, desnutrición y temas de adicción, entre otras problemáticas. Alrededor de 26.389 de esos menores tienen la suerte de terminar en hogares. De esos 26.389 niños y jóvenes, se considera que 12.141 menores cuentan con declaratoria de adoptabilidad, lo que quiere decir que pueden entrar en proceso de adopción. Sin embargo, entre esos, 12.042 son de difícil adoptabilidad debido a tres factores primordiales: son mayores de ocho años; tienen algún tipo de discapacidad física, mental o enfermedad crónica, y/o son miembro de un grupo de dos o más hermanos en condición de adoptabilidad. Esto quiere decir que solo 99 niños están en condiciones óptimas de hacer parte de una nueva familia.
Aún con las condiciones dadas la adopción puede o no pasar.
Y cuando no pasa, muchos niños y niñas se convierten en adolescentes y adultos jóvenes en estos hogares en donde tienen que seguir las normas que cada uno establece, basadas en la ley 1098 de 2006 y su modificación en la ley 1878 de 2018 del Código de la Infancia y la Adolescencia. No cumplir las normas cuando se es un joven no adoptado mayor de edad puede tener consecuencias bastante complejas. Un porro, unos tragos de más, llegar una hora más tarde de la establecida puede dejarlos literalmente en la calle y sin el amparo de un Estado que hace las veces de padre o tutor sustituto.
El Estado los debe educar, alimentar, vestir, darles la posibilidad de crecer en buenas condiciones y brindarles las herramientas para sobrevivir por sí mismos cuando llegue el momento de dejarlos ir. Las vidas de estos niños y jóvenes dependen de este, de sus acciones, sus recursos, su organización y sus decisiones.
Vladimir, Pablo, Alexander y Cristian son parte de la estadística entregada por el Bienestar Familiar que dice que en los últimos cinco años llegaron a la mayoría de edad en estos hogares un total de 3.001 adolescentes. Jóvenes cuyos destinos pueden seguir alguna de las siguientes variables: permanecer como apoderados por el Estado; cumplir las normas de sus hogares sustitutos y lograr apoyos para la educación; salir del sistema (en todo el país en 2019 se reportaron 659 casos de menores evadidos del ICBF), o simplemente salir de sistema para delinquir. El ICBF reporta 844 niños, niñas y adolescentes que pasaron por este y ahora están en cárceles de menores.
Independientemente de la variable, la apuesta del ICBF parece ser siempre en principio, a pesar del poco presupuesto y la interminable burocracia, velar por cada uno de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes que está incluido en el sistema.
Pero y ¿cómo funciona el sistema?
Cuando un niño entra bajo la protección del ICBF ya sea porque los padres lo entregan o porque el ICBF descubre maltrato hacia el menor, el primer sitio a donde llega son los centros de emergencia, donde permanece hasta que encuentran una fundación u hogar afiliado al instituto en donde pueda recibir el cuidado integral que necesita: techo, comida, higiene, salud, educación. Los más pequeños, entre los seis meses y los cinco años, entran al programa Hogares Comunitarios de Bienestar (HCB), donde serán cuidados hasta su trasladado a hogares sustitutos segmentados por edades y género.
A cada menor se le asigna un defensor que debe velar por sus derechos y actúa como su representante legal. Se calcula que cada defensor puede tener hasta 200 menores a su cargo, y es ahí donde se complejiza la situación. El defensor debe establecer si el niño o la niña es apto para adopción dentro de un plazo máximo de dieciocho meses, para lo cual tiene que contactar a los familiares de hasta tercer grado de consanguinidad y asegurarse de que ninguno quiera hacerse cargo. En caso de que sea apto, comienza un trámite de declaratoria de adoptabilidad —un procedimiento legal que determina que el niño o la niña tiene las condiciones óptimas para ser adoptado—, que debe durar diez días. Antes de la implementación de la Ley 1878 de 2018 este proceso podía durar años, lo cual dificultó en muchos casos que los niños crecieran en una familia. Esa es una de las constantes en las historias de los jóvenes no adoptados dentro del ICBF: por situaciones burocráticas no tuvieron la oportunidad de ser incorporados a una familia a temprana edad, que era el momento en que mayor probabilidad tenían de ser acogidos.
Cristian entró al Bienestar Familiar con tres años y no fue declarado en adoptabilidad sino hasta alrededor de los seis. A esa edad comenzó un proceso de adopción que tardó demasiado tiempo y llevó a que la pareja solicitante perdiera el interés y desistiera. Vladimir entró al instituto por primera vez a los tres años. Su mamá, quien a los veinte años ya tenía cuatro hijos, dejó y recogió a los tres menores (la hermana mayor quedó bajo el cuidado del padre biológico) varias veces porque no era capaz de sostenerlos. “A la segunda vez que nos dejaron en la institución yo quería que una familia nos adoptara, no quería que nos volviera a recoger mi mamá”, dice Vladimir. A pesar de esto no fueron declarados en adoptabilidad sino hasta los diecisiete años.
Algo parecido pasó con Pablo, quien no fue declarado en adoptabilidad sino hasta los trece años, cuando el ICBF descubrió que su padre violentaba físicamente a sus hermanas. Alexander ingresó a los ocho años con su hermana, cuando su mamá resolvió dejarlos porque ni ella ni el padre querían hacerse responsables de los niños. El instituto tardó cuatro años en declararlo en adoptabilidad y, aunque pasó junto a su hermana varios procesos de adopción, fue imposible encontrar padres que quisieran adoptarlos a ambos. Finalmente Alexander fue enviado a un instituto para hombres y su hermana a uno para mujeres. Hoy en día ellos no tienen contacto, y al preguntarle a Alexander por qué se distanciaron, él se encoge de hombros y dice: “Simplemente nos dejamos de hablar”.
La nueva Ley 1878 de 2018 pretende destrabar el proceso y hacer que la burocracia no sea un obstáculo para la adopción. Está por verse, sin embargo, si esta nueva norma ayudará a otros menores, porque la realidad es que a partir de los cinco años de edad la posibilidad de ser adoptado cae estrepitosamente. Cuando no los adoptan, los niños entran en un estado de limbo hasta cumplir los dieciocho años, edad en la que se abre otra etapa retadora en su vida: ¿serán capaces de sobrevivir fuera de la institución y de la seguridad de los hogares sustitutos afiliados al ICBF? ¿Habrá implementado el Estado los procesos que les brinden las herramientas para desarrollar una vida digna por sí mismos?
Mayor de edad y no adoptado
Los niños pueden pasar en su infancia y adolescencia por diferentes hogares: algunos cierran, de otros los expulsan por mal comportamiento, algunas veces se vencen las edades y los trasladan. Los casos son particulares y complejos, pero todos tienen algo en común: son niños carentes de afecto y apoyo familiar, que viven en un estado de incertidumbre constante y anhelan ser amados, pertenecer.
Algunos, como Vladimir, pasan por todas las situaciones descritas anteriormente. Ha vivido en la calle; a los trece años viajó de Pereira a Bogotá colgado de un camión con su hermano de once años; ha entrado y salido del programa varias veces; se ha escapado en repetidas ocasiones hasta finalmente haber sido destituido con diecinueve años por consumo de marihuana, a pesar de tener un comportamiento ejemplar en el hogar y haber adelantado sus estudios con gran esmero.
El sueño más latente de Vladimir es poder estudiar, aprender y cambiar el rumbo de su vida. Vladi, como le dicen, ha tenido que superar incontables situaciones adversas y aún así no se ha dado por vencido. Entonces, ¿por qué el Estado se rindió con él?
El ICBF parece tener una estructura más apta para sostener a los niños “buenos” y aplicados académicamente, los que logran buenos resultados y tienen un buen comportamiento pueden lograr que les patrocinen los estudios universitarios o técnicos. Pero ¿qué es para el Estado un “buen joven”? O ¿qué tiene que soportar un joven para que el Estado le brinde apoyo hasta el último momento? La respuesta es: tiene que encajar, tal vez tiene que abandonar cierta idea de juventud, tiene que comportarse de una manera específica, tiene que callar en los momentos adecuados, obedecer, olvidarse de las fiestas, de las noches de cervezas con los amigos, de tener novia, de cometer errores y de pensar que hay segundas oportunidades.
El Estado como tutor
El Estado como padre o tutor tiene muchos jóvenes y niños a su cargo y su método de crianza, en ese sentido es segmentarlos por edad, género y comportamiento. El argumento es buscar el bien común, que la mayoría esté en las mejores condiciones posibles y apartar a los que no encajan, intentando “rehabilitarlos”, mientras los someten a otro rechazo. Según Vladimir, quien estuvo en un centro de rehabilitación por consumo de marihuana, “ahí solo nos sentaban en un círculo como pendejos a mirarnos las caras, la verdad es que ahí uno conoce a los compañeros que lo meten a uno en vicios peores”.
“Los retos que plantea esta situación parecen superar la capacidad real del sistema. Los impactos psicosociales de estos recorridos de vida en un país como el nuestro, con indicadores de salud mental difíciles (Cf. Encuesta Nacional de Salud Mental, por ejemplo) reclaman medidas importantes y complejas, que incluyen la evaluación del final del proceso de cuidado por parte del Estado, es decir, dentro del proceso hay que incluir la variable de ¿qué ocurre con los muchachos que salen del sistema? ¿cómo es su vida después de salir del ICBF?” agrega Amaya. “Las problemáticas psicosociales del país llevan a que estos jóvenes que salen del sistema sean, precisamente, una población particularmente afectada por consumos, consecuencias conductuales y emocionales vinculadas al escenario de crecimiento en una institución, con las carencias propias de la ausencia familiar, experiencia de rechazo continuado, sumado esto al fenómeno del inadoptable que acaba siendo una suerte de “hijo cultural de la institución”, finaliza.
Hablemos una vez más de Vladimir, un joven que pasó por abandono, situación de calle, abuso de drogas y sin embargo tomó la decisión de enderezar su vida, entregándose al cuidado del ICBF bajo el imaginario de que ellos iban a ayudarlo a cumplir su sueño de sacar adelante sus estudios. Vladimir se comprometió con las normas del hogar en el que vivía y empezó a sacar sus estudios secundarios adelante con dificultad, pero con ilusión. A los casi 19 años, cuando ya le faltaba apenas un semestre para terminar su bachillerato, Vladimir salió positivo en una prueba aleatoria de consumo de marihuana y el director del hogar, un sacerdote que maneja varios hogares, se dio a la tarea, según Vladimir, de sacarlo. “Ese cura me la tenía montada, ya no sabía cómo más sacarme de ahí”. Vladi fue enviado a una comunidad terapéutica, que básicamente es un centro de rehabilitación en donde se encuentran niños y jóvenes con casos serios de abuso de sustancias. Fue ingresado e incomunicado, sin posibilidad de continuar sus estudios, hasta que decidió abandonar este centro y salir a su suerte a intentar recuperar sus estudios y cumplir con su sueño. “Uno sabe que en esta vida me tocó solo”, dice Vladimir.
Además insiste en que “todos los del hogar metían algo”, sin embargo a él lo excluyeron y no hubo nada que su defensora pudiera hacer para que pudiera seguir con sus estudios.
El día a día de la mayoría de los jóvenes que cumplen dieciocho años estando aún en el sistema es muy limitado. Pocas veces se les conceden permisos para salir; si van a estudiar tienen que volver al hogar una vez terminada la clase; no van a fiestas; no hacen grupos de estudios en las casas de otros amigos; no tienen aventuras; no se compran cosas; tienen en general poco contacto con el mundo. Viven en un limbo, no están ni aquí, ni allá. Hay una protección rígida por parte de las instituciones que es entendible hasta cierto punto. Sin embargo, queda una pregunta enorme: si estos jóvenes no experimentan la vida, si no aprenden a desenvolverse en el exterior de los hogares, si no entienden cómo funcionan las dinámicas cotidianas de la calle, ¿cómo van a sobrevivir una vez dejen la institución?
Aguantar y sobrevivir
La historia de Vladimir, Pablo, Alexander y Cristian se cruzó en un punto importante de sus vidas, pasaron los últimos años de su adolescencia en un mismo hogar. Compartieron historias, durmieron juntos, se contaron anécdotas y luego una vez más tomaron un rumbo diferente. De los cuatro solo Cristian, con 23 años, sigue bajo el cuidado del ICBF. Al preguntarle por qué, Cristian se encoge de hombros y dice: “esto es de aguantarse, hay un momento en que uno quiere mandar todo a la mierda e ir a hacer su vida, pero al final toca es aguantar”. Ya Cristian está del otro lado, su persistencia dio frutos y hoy en día sigue estudiando en la Universidad del Área Andina el programa de Profesional en Entrenamiento Deportivo, y viviendo bajo el techo del Estado. Son pocos los jóvenes que llegan a tener este privilegio.
Los otros tres no tuvieron el mismo aguante. Pablo también terminó huyendo del hogar, “yo ya no podía más, a uno no lo dejan hacer nada y ya no me dejaban ni ver a mi padrino” —una figura creada a través de redes de apoyo y el Programa Súper Amigos, que consiste en una persona que no es un familiar y que tampoco los adopta, pero que crea una relación con ellos de amistad para darles un poco de contacto fuera de sus universos institucionales— y a Alexander le fue concedido el egreso al cumplir la mayoría de edad (los jóvenes pueden salir del cuidado del ICBF una vez cumplan la mayoría de edad simplemente saliendo por la puerta o solicitando un egreso formal que les permite ser bien recibidos si deciden volver a visitar). El futuro de ellos es mucho más complejo e incierto que el de Cristian. Deben buscarse su propio techo, un trabajo y ver cómo continuar con sus estudios. Ellos no pudieron callar y se arriesgaron a vivir más allá del hogar. Saben que estos impulsos tal vez los llevaron a encontrarse en esta situación desafortunada y saben que una vez más deben superar esta prueba.
Y aquí surge la pregunta de si el Estado, como tutor, les ha dado a estos jóvenes las herramientas necesarias para la independencia. Es difícil responderla. Tal vez el Estado, bajo su entendible asistencialismo, les dificulta a los chicos prepararse para una vida independiente. Además, a estos tres chicos egresados nunca se les ha vuelto a contactar. Entonces, ¿cómo puede saber el ICBF si su programa ha sido exitoso? La superación de los obstáculos que vivirán estos jóvenes en sus realidades debería ser una las mediciones más grandes: ¿lograrán encontrar un trabajo que los sostenga?, ¿se graduarán de la universidad?, ¿habrán superado los daños emocionales del abandono?, ¿serán personas sanas que crecerán por el camino del “bien”? La verdad es que no lo sabemos.
Ellos son el retrato de una juventud interrumpida. Son la prueba viviente de los errores que hemos cometido como sociedad. Ellos, lo hijos de nadie, no pidieron venir al mundo, mucho menos en estas condiciones. No son culpables de su destino desafortunado y aún así viven bajo sus consecuencias. Es sorprendente que Vladimir, Pablo, Alexander, Cristian y muchos otros jóvenes como ellos estén vivos, y es más sorprendente que tengan aún esas ganas fervientes de vivir. El estado de limbo en el cual han habitado casi toda su vida no ha dañado su espíritu. Seguramente tienen profundas cicatrices, algunas de ellas demasiado difíciles de sanar. Pero mientras los miramos uno a uno a los ojos, vemos un brillo latente, una sonrisa sincera, la juventud que aún está ahí pidiendo a gritos una oportunidad para ser.
Daniella Benedetti y Juan Manuel Navarro
www.vice.com/