Estos hijos adoptivos han reconectado con sus orígenes con ayuda de las redes sociales
«Se te abre un nuevo universo. Aunque es un tema delicado, puede herir sensibilidades», dice una de los entrevistadas
Cuando, a sus 19 años, Laia Muñoz le pidió a su madre adoptiva el nombre completo de su madre biológica, lo primero que hizo fue buscarlo en Google. Vio con sorpresa que residía en Barcelona, ya que su origen ecuatoguineano le había llevado a pensar que quizás se hubiera vuelto al país africano.
Además, Laia encontró a otra persona con sus mismos apellidos en el buscador: el perfil de LinkedIn de una chica con rasgos similares a los suyos que había cursado una carrera en gestión empresarial y un máster MBA: «Por su edad pensé que podía ser mi hermana biológica. En mi cabeza me los imaginaba a todos en África pasando hambre, no con carreras ni másteres», asegura. Pero, efectivamente, aquella persona era su hermana.
En el momento de su adopción por una familia catalana, Laia solo tenía 15 días. Su madre adoptiva dejó de trabajar para volcarse en su cuidado, y así se forjó la estrecha relación que tienen hoy en día. «He sido una hija muy deseada y eso me ha aportado cosas positivas. Pero, por otro lado, ha sido complicado descubrir mi identidad, quién soy y de dónde vengo», sostiene Laia.
Laia padeció una especie de conflicto de lealtad: el agradecimiento hacia su familia adoptiva la llevó a no plantear preguntas sobre su origen para no parecer desagradecida: «Me daba mucho reparo hablar del tema y se convirtió en un tabú durante años. Si pensaba en la familia biológica tenía miedo a parecer ingrata por todo lo que me habían dado», recuerda Laia.
Pasó una década desde que supo la identidad de su madre biológica hasta que decidió ponerse en contacto con la persona que le había llevado nueve meses en su vientre. Lo hizo a través de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia, que ofrece un servicio de mediación para aquellas personas que buscan a sus familias de origen. Fue un proceso largo, duro. Laia lloró mucho.
«El mediador me preguntó por mis miedos y los trabajamos mucho», cuenta Laia. El mediador pasó casi un año preparando por separado a Laia y a su madre biológica para su primer encuentro. «Aquel encuentro fue distante, frío. Para mí era una persona muy desconocida». Pero después de dos encuentros, Laia ya tuvo las herramientas para seguir conociendo a otros familiares por su cuenta. Considera que las redes sociales también han sido muy útiles en este proceso.
«Haber podido acceder a mi familia biológica a través de las redes sociales me dio un montón de información. Recientemente, por ejemplo, he descubierto que mis sobrinos son aficionados al hockey sobre patines, que tengo un primo que está concursando en La Isla de las tentaciones o que otra de mis hermanas es ecologista y elabora su propia pasta de dientes. Las redes han sido la vía a través de la cual he podido planear encuentros con algunos familiares en persona».
Encontrar a su padre biológico fue todavía más complicado. Su madre biológica no le facilitó su identidad, de modo que la obtuvo a través de otros parientes. «Yo quería cerrar el círculo», explica Laia. En un viaje a Guinea Ecuatorial, varias pistas la condujeron hasta «una casa verde en un pueblecito». Y al llamar a la puerta, ahí se encontraba la persona que podía ser su padre biológico. Una prueba de ADN demostró más tarde que, efectivamente, aquel hombre lo era.
Esta información le permitió seguir reconstruyendo el árbol genealógico de su familia a través de las redes sociales, e intensificar interacciones que nunca antes hubiese imaginado. «Se te abre un nuevo universo. Aunque es un tema delicado, puede herir sensibilidades. Yo he cambiado como persona desde que he conocido a mi familia biológica. Ahora siento que formo parte de África, que tengo una historia detrás, y eso me ha enriquecido», aclara.
No todos los caminos son de rosas
A menudo, hurgar en los orígenes conlleva remover sentimientos que permanecían orillados o bloqueados. Es precisamente lo que le pasó a Yohannes Ricart, nacido en la zona cafetera del sudoeste de Etiopía y adoptado a los cuatro años por una familia barcelonesa.
A sus diez años, visitó con sus padres y su hermana su país natal por primera vez desde que lo adoptaron. Volver a las calles de Mizan Tefari, la ciudad donde se crio, supuso sentir de nuevo el bullicio del pueblo y el olor a jabón limpio junto al río. Entonces, fueron diez días de un viaje intenso, aparentemente inofensivo y reconciliador. Pero también pudo ser uno de los desencadenantes, años más tarde, de un conflicto de identidad: «Fue en la adolescencia, en un momento en el que no solo buscas aceptarte como persona racializada, sino que te planteas las relaciones que tienes con tu entorno. Me cuestionaba muchísimas cosas, pero no obtenía respuestas».
Así que, hace dos veranos, con 19 años, emprendió su segundo viaje a Etiopía. Esta vez sí, quiso reencontrarse con su abuela, sus primos, sus tíos que apenas recordaba, y visitar la tumba de su madre biológica, que murió de tuberculosis cuando Yohannes solo tenía dos años. «Reconectar con mis orígenes me permitió descubrir parte de mi identidad. Tienes un sentimiento de abandono, pero tampoco puedes enfadarte con nadie porque no sabes con quién. Cuando llegué allí y me explicaron los motivos, solo me salió un sentimiento de gratitud hacia la persona que me trajo al mundo», cuenta.
Y aunque sigue en contacto con todos sus familiares a través de Facebook, no le acaba de convencer la barrera que genera esta herramienta poco humanizada; conversaciones inmediatas, pero frías y con poco intercambio emocional: «Es complicado naturalizar algunas conversaciones por redes. Con mi tío, por ejemplo, no hablamos de la Guerra Civil que están viviendo actualmente, ni de cómo están económicamente, sino de temas más superficiales».
El año en que Yohannes llegó a Barcelona, 2004, fue el año con más adopciones internacionales registradas en la historia de España. Desde aquel año, sin embargo, la cifra no ha dejado de caer, pasando de las 5.541 de entonces a las 531 que hubo en 2017. Las limitaciones que han impuesto algunos países de origen, la crisis económica, el elevado tiempo de espera y la gestación subrogada —aunque este elemento sea difícilmente mensurable por la falta de datos oficiales— son algunas de las causas que, según los expertos, explican esta caída de casi el 90%.
Entre 2015 y 2019 Etiopía fue el país de procedencia más común de niños y niñas adoptadas del continente africano, según datos del Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social. En ese país también fue adoptada Beza Oliver, quien reside actualmente en Barcelona y se separó de sus hermanas a los siete años. Desde que tiene uso de razón ha seguido manteniendo el contacto con ellas. Y de ahí que las redes sociales le hayan resultado tan importantes mientras el contacto físico no era posible: «Una vez cada tres años intento viajar, pero para mí es importante que no pase tanto tiempo sin hablarnos. Así, cuando las veo no tengo que explicarles mi vida desde cero, partimos desde un punto muy cercano», explica.
Aunque su amhárico —el idioma oficial etíope— es macarrónico y sus hermanas y abuela apenas hablan inglés, el idioma es secundario: «Mi abuela es para mí una segunda madre. Y aunque es mayor y el acceso a internet allí es complicado, intento mandarle sobre todo fotos y se queda feliz».
A veces su cabeza está aquí, otras, allí. No se siente de ningún sitio y de ambos a la vez, porque establecer esta fuerte conexión con África le ha costado un eterno cuestionamiento del sentimiento de pertenencia: «El hecho de ser racializada y que me estén cuestionando constantemente de dónde soy, no ayuda al proceso de arraigo. Y cuando voy allí, tampoco sienten que sea de los suyos por mi forma de hablar y vestir».
Anna Veciana
https://verne.elpais.com