El adolescente adoptado: dificultades añadidas en el proceso de construcción de su identidad

Como sabemos la adolescencia es un largo período de reorganización física y psíquica, de profundos cambios corporales y emocionales, que derivan en la cristalización de una identidad adulta, después de un proceso laborioso de definición. Esta etapa se caracteriza por la vivencia de sentimientos dispares, desde la desorientación, confusión, dudas e incertidumbre respecto a la persona en la que uno acabará convirtiéndose y el mundo en el que tendrá que hacerse sitio, hasta la ilusión, la curiosidad, los nuevos ideales, y los valores, y el deseo de ser mayor y de acceder a nuevas etapas y expectativas de futuro.

Siempre implica un salto evolutivo que conduce a la adquisición de la autonomía después de un progresiva separación y diferenciación del núcleo familiar, con la consecuente complejidad y contradicción, vivencias de inquietud, ansiedad y conflicto que ello conlleva. Por ello la adolescencia no surge de la nada. El bagaje de las experiencias emocionales que se han vivido a lo largo de la infancia y que han conformado la individuación, que ahora cristaliza en la adolescencia, son esenciales. La calidad y características de los vínculos afectivos que se han creado con los padres, la calidad de la crianza, cómo se han entendido y atendido las necesidades del niño, van a proporcionar una base más o menos sólida con la que afrontar el tránsito por esta etapa.

El adolescente adoptado pasa por la misma crisis de identidad y los mismos sentimientos de todo adolescente, pero se le suman las experiencias vividas en relación a su adopción y su origen distinto. Si, como se ha dicho, tenemos en cuenta la importancia de los primeros vínculos y la atención a las necesidades en la infancia como factores influyentes en el buen desarrollo de la crisis adolescente, se puede entender la mayor vulnerabilidad y complejidad que vive el adolescente adoptado, que ha pasado por pérdidas vinculares, carencias, negligencias y/o maltrato en la vida previa a su adopción. La capacidad de comprensión y reparación de estos daños que tengan los padres adoptivos a lo largo de la evolución de su hijo va a ser crucial para que éste construya una base emocional más sólida que le permita afrontar la adolescencia con mayores recursos emocionales.

Si puede pasar por ella sin rupturas ni actuaciones de riesgo, la adolescencia va a ser para él una oportunidad para resolver traumas y carencias anteriores a su adopción e integrarlas a las vivencias en el seno de la familia adoptiva (Rygaard, 2008).

En esta etapa va a reafirmar, o no, su filiación adoptiva y a sentir, o no, a sus padres como verdaderos. Se pueden reafirmar los vínculos o, por el contrario, huir de ellos y de su situación en la familia con actuaciones que pueden poner en riesgo su salud física y mental.

La adolescencia va a poner en primer plano los interrogantes acerca de su identidad, a partir de las transformaciones de su cuerpo, y va a pasar por conflictos acerca de su pertenencia a la familia. Va a necesitar entender y entenderse para poder aceptarse y así aceptar tanto sus orígenes biológicos como su familia adoptiva (Berastegui, 2007). Se establece un juego entre la estructura familiar en la que ha crecido pero de donde no ha salido ?es decir la historia de vínculos con sus padres adoptivos? y las experiencias vividas antes de la adopción ?primeros vínculos con progenitores, los interrogantes sobre ellos y las carencias?.

El abandono, la gravedad de las pérdidas y carencias, la negligencia o separaciones prematuras vividas a una edad en que no pudo poner palabras y no pudo entender qué le ocurría amplifican las consecuencias emocionales. El adolescente puede entonces construir una imagen y percepción de sí mismo como la de alguien impotente ante lo que le pasa, con el sentimiento añadido de que no podrá hacer frente a la vida adulta, lo que a su vez genera más inseguridad, agresividad y a veces violencia (Rygaard, 2008).

Factores específicos que inciden en la construcción de la identidad del adolescente adoptado:

En primer lugar la elaboración del abandono y demás duelos que haya podido realizar, tal i como lo menciona Nancy Newton (2010) cuando habla de la herida primaria, de las diferentes pérdidas vividas a lo largo de la infancia y de la fortaleza interna que haya podido desarrollar.
El peso y las consecuencias de las carencias y negligencias en el psiquismo, desarrollo emocional y desarrollo de las funciones mentales (capacidad para simbolizar, para mentalizar emociones, lenguaje, pensamiento abstracto).
La vivencia interna y la integración de las diferencias genéticas y de la raza diferente, en sí mismo, en el seno de la familia, la escuela y la sociedad.
El cruce de identificaciones internas y externas entre la familia adoptiva y la familia biológica.
1. Duelos en el adolescente / duelos en los padres: el abandono / la infertilidad

Ser adoptado lleva implícito la condición de haber sufrido un abandono, ha sufrido en la realidad el rechazo de los que le engendraron y ha perdido los primeros puntos de referencia (aunque solo sean las sonoridades que percibió en su mundo fetal). “El niño que ha experimentado estas rupturas en la continuidad del vínculo siente que su confianza en el entorno se ha tambaleado, el sentimiento de “sí mismo” está comprometido” […] “El niño separado de la madre antes de adquirir un sentido de sí mismo distinto al de ella, puede sentirse incompleto” […] “Existe en los adoptados un anhelo de regresar al estado de bienestar que tienen en su recuerdo emocional (no consciente) […] La búsqueda de la madre no solo es un afán de encontrar alguien perdido sino de encontrar la noción perdida de sí mismo” (Newton, 2010). El adolescente tiene pendiente resolver el trauma que genera esta realidad y su duelo consecuente.

Distintos estudios señalan que la necesidad central del adoptado es la elaboración de las pérdidas y el trato adecuado a sus consecuencias por parte de los padres (Smith, Howard & Monroe, 2000; Smith & Brodzinsky, 2002; Junffer, 2006). Las inquietudes acerca de sus orígenes y su familia biológica están asociadas a altos niveles de conductas externalizantes problemáticas en la adolescencia (Kohler y Grotevant &McRoy, 2002).

Como dice Rebeca Grinberg (2006), la vivencia interna y dolorosa del adoptado (consciente o no) es que haber estado abandonado en la realidad, no en la fantasía como los niños piensan a veces, provoca dolor y rabia y mantiene el peligro actualizado de un nuevo abandono, con la ansiedad de que pueda ocurrir de nuevo. Es decir, no solamente existe la pérdida vivida sino la angustia de que pueda repetirse.

En este mismo sentido Barudy (1998, 2006) dice: “El desafío existencial de un niño abandonado es poder dar un sentido a la experiencia extrema de abandono” […] “Tiene que afrontar el percibirse de dos maneras que corresponden a experiencias diferentes: ‘me abandonaron y soy basura’ y, por otro lado: ‘soy excepcional porque soy capaz de arreglármelas solo y no necesito a nadie’”. Esta disyuntiva juega intensamente en la adolescencia, etapa en la que el impulso a la autonomía, la diferenciación y separación de los padres es lo normal.

En los adoptados esta necesidad conlleva el juego de confrontación, separación y diferenciación de dos parejas de padres, una de ellas sumida en lo desconocido pero presente y real en la fantasía.

Así pues, el menor adoptado siempre tiene duelos pendientes que es importante que pueda elaborar a lo largo de la infancia, ya que es imprescindible para la integración de su personalidad y su ubicación en la familia de adopción. Van a ser los padres los que tendrán que impulsar este proceso y velar por su evolución, afrontando los momentos de dolor, conflicto y soledad que su hijo/a puede vivir, conteniendo sus sentimientos y estando a su lado para ayudarle a aceptarse, entender y entenderse. Si ello no se da puede derivar en la estructuración de patología en el menor, ya que una pérdida temprana se convierte en fuente de vulnerabilidad cuando el niño carece del apoyo empático de las figuras sustitutas (Brown y Harris, 1989) o cuando el duelo no es elaborado (Bowlby, 1983). Por ello es esencial que los adultos estén en las mejores condiciones psíquicas para ejercer sus funciones parentales y que ellos mismos hayan resuelto sus propios duelos y conflictos. Para D. Winnicott (1975), ante casos de pérdida en la infancia seguida de ausencia prolongada de aflicción consciente existe el riesgo de estructuración en un “falso-self”.

Cuando esta elaboración no es suficiente, los procesos de identificación y vinculación entre padres e hijos se dan de forma parcial y lábil, lo que en la adolescencia genera serios conflictos en el seno da la familia. Paralelamente, los duelos se disocian del funcionamiento y se mantienen latentes en el interior de la psique. En la adolescencia irrumpen entonces con gran intensidad y violencia. Por tanto la elaboración de las distintas pérdidas y duelos que tiene pendientes en esta etapa, va a ser más o menos compleja y conflictiva en función de la mayor o menor reparación que haya podido hacer en la infancia, del carácter propio del chico/a y de las capacidades de los padres (Grinberg y Valcarce, 2006).

En esta etapa va a afrontar los mismos duelos de todo adolescente, pero con añadidos:

El duelo por el cuerpo de la infancia.

Un doble duelo por el mundo de la infancia, el conocido y seguro de después de la adopción, pero también el de antes de esta, el de lo que tuvo y perdió, lo bueno que pudo experimentar en su vida previa

El duelo de los padres adoptivos de la infancia (al empezar a cuestionarse, también les cuestiona a ellos, los mira y percibe de forma diferente, se diferencia). Unos padres que le dieron seguridad.

El duelo por unos progenitores, conocidos o no, de los que tiene, o no, recuerdos.

El duelo por hermanos biológicos, que quizás tuvo pero perdió o no conoció.

El duelo también por lo que no tuvo, por los vacíos de personas y de vínculos, por las carencias y sus consecuencias en su mundo interno.

El duelo por la pérdida de la continuidad genealógica (Brodzinsky, 2006).

El duelo por la pérdida de información genética (Brodzinsky, 2006).

El adolescente va a necesitar a sus padres para elaborar estos duelos. La comprensión, la calidad de la comunicación y sostenimiento del dolor que estos hayan podido ejercer a lo largo de la crianza van a ser la base de la que parte el adolescente y de los más o menos recursos emocionales de que va a disponer para afrontar la resolución de estos duelos, sin poner en duda su filiación (Mújica, 2008; Mirabent y Ricart, 2010; Vilaginés, 2007).

Para el adolescente es esencial encontrar unos padres con aguante, que puedan contenerle y acompañarle en el dolor que se revive. Esta compañía es lo que le quita “toxicidad” a la soledad vivida en el pasado (Cyrulnik, 2002).

Duelos segregados en los hijos / duelos segregados en los padres

Sin embargo, cuando las condiciones de un duelo son desfavorables y el niño no puede expresar sus más profundos sentimientos, puede optar por ocultarlos convirtiéndolos en sistemas segregados, excluidos pero activos (Juri, 2006). Algo transcurre en forma subterránea. No se habla ?no se debe hablar? de la pérdida, y si se hace suele ser en un tono carente de afectividad. Se arraiga un funcionamiento disociativo y proyectivo, por el que ciertas emociones quedan lejos de ser mentalizadas (Jiménez Pascual, 2003) y se crea un “falso yo” (Winnicott, 1975). Estos duelos disociados fácilmente se ponen en primer plano ante la reorganización adolescente, que incluye nuevos duelos y las pérdidas mencionadas, y el sistema segregado pasa a tomar el control del adolescente. La disociación se rompe y lo segregado mantenido inconsciente, hace su aparición creando gran ansiedad que se expulsa frecuentemente en forma de actuaciones y pasos al acto. En muchos casos también desvalorizando al otro, ocultando en ello profundos sentimientos de inseguridad e inferioridad (Bowlby, 1980; Marrone, 2001).

Ya hemos dicho que son los adultos los que deben disponer de todas sus capacidades emocionales para ejercer sus funciones como padres, pero con frecuencia estos llegan a la adopción después de dolorosos fracasos en los intentos de tener hijos biológicos. Toda infertilidad conlleva una conflictiva personal (sentimientos de baja autoestima, de gran tristeza, depresión, irritabilidad, etc.) y de pareja (conflictos en la relación, insatisfacción sexual, etc.) que es necesario asimilar y resolver en el periodo previo a la adopción (Becv, Jerman, Ovsenik y Ovsenik, 2003). Son sentimientos normales de vacío, de agujero que deja el hijo biológico que no tendrán, y también de rabia por no poder tener eso que otros tienen con facilidad, rabia hacia la vida. Los sentimientos que se ponen en marcha son complejos y su elaboración dependerá del equilibrio interno de la pareja, de la salud mental de cada miembro y de la interiorización de la relación habida con sus propios padres.

Cuando el duelo por la infertilidad no ha sido suficientemente elaborado con frecuencia se mantienen lejos de la conciencia, “segregados”, y se pueden convertir en armas arrojadizas que interfieren en la relación mutua (Grau y Mora, 2005; Tizón, 2004). En estas situaciones los padres adoptivos otorgan inconscientemente un rol al niño que debe cumplir, a riesgo de provocar si no lo cumple auténticos conflictos que pueden llevar a la ruptura familiar. En ellas no hay un auténtico reconocimiento de lo específico de la adopción y por tanto no se reconocen las necesidades propias del hijo adoptado. Este debe responder a las expectativas de los padres y no debe plantear interrogantes y conflictos que pongan en primer plano su procedencia, ya que se abriría de nuevo el duelo pendiente por la infertilidad que los padres necesitan seguir negando. Al llegar a la adolescencia, sumido en la zozobra de esta etapa, el hijo fácilmente les decepciona al manifestarse y convertirse en alguien portador de la doble procedencia, la biológica y la adoptiva. El adolescente crece y se desarrolla poniendo de relieve lo que tiene en él de sus padres biológicos (genética, temperamento) y de sus padres adoptivos (comprensión de sí mismo y de los demás, interiorización de cuidados, capacidad de contención, identificaciones, gestos, hábitos y costumbres…). Pero los padres que no han resuelto suficientemente sus duelos no pueden reconocer en él su propia huella, solo la de los progenitores, que se vive como una amenaza (Mirabent y Ricart, 2010). No pueden reconocerle como hijo, como portador de la continuidad familiar. Se abre en ellos una grieta que impide la proximidad emocional y en algunos casos pone en riesgo la filiación. Estas situaciones pueden derivar en rupturas ocultas, como llevar al chico/a a internados (algo socialmente más aceptable) o rupturas legales con la consecuente renuncia a la patria potestad.

Sofía

Sofía llora desconsoladamente en las entrevistas con la psicóloga cuando explica los muchos intentos fallidos para tener hijos biológicos. Transmite un sentimiento intenso de algo muy deseado y que no le fue dado, ella que se sentía con tantas ganas de ser madre y que estaba tan enamorada de su marido, a quien quería darle un hijo. Su vivencia está teñida por el sentimiento de ser víctima de una gran injusticia y resentimiento con la vida. El proyecto adoptivo lo vivió con ilusión y calmó sus frustraciones.

Adoptó con su marido una niña cercana al año por la vía internacional. Los primeros tiempos fueron idílicos, se olvidó de sus duelos y se volcó en su hija. A lo largo de la crianza no aparecieron especiales conflictos, estos empezaron a surgir cerca de la pubertad de la niña. Había enfrentamientos, discusiones por gustos, iniciativas, dificultades en los estudios. Sofía describe que se dedicó mucho a la niña, que intentaba estar a su lado pero esta “no le hacía caso”, “no la escuchaba”; le decía: “¡acaba con el sermón!”.

En la actualidad los conflictos son serios e importantes. Su hija es ya una adolescente y ahora pasa por momentos de mayor confusión con algunas actuaciones preocupantes.

Sofía está también confusa, asustada y muy enfadada. Comenta: “estoy rota y obsesionada, se me suma todo. No aprovecha nada de lo que haces por ella, no responde, todo le da igual… Soy incapaz de ser feliz… No sé con quién sale, se ha buscado unos latinos sin educación, se viste que parece un putón, ¡es que llega a ser basta! Cualquier día le pasa algo porque provoca… No tiene nada que ver conmigo”.

No sabe como salir de la situación y empieza a pensar en mandarla a un internado, para que la “pongan en su sitio”. En algún momento expresa el deseo de que sea ya adulta y marche de casa.

El trabajo con los padres adoptivos implica ayudarles a diferenciar entre sus expectativas y la realidad del hijo, detectar los duelos que puedan tener pendientes y ayudarles a asumirlos, propiciando consultas para ellos mismos si es necesario. También contener los miedos, ayudar a metabolizar las ansiedades de los hijos en su saberse adoptado. Solo si los padres realizan esta función de contención el niño logrará sobrevivir a la intensidad de lo vivenciado. El sostén de los padres será imprescindible para acompañar a su hijo en sus duelos a lo largo de las diferentes etapas de su vida (Winnicott, 1975). Por ello es necesario que estén lo suficientemente libres de los suyos propios. El estado psíquico de los futuros padres condiciona enormemente la cualidad de las expectativas hacia el hijo, su flexibilidad o rigidez, y ello va a expresarse día a día en la crianza. Solo cuando el duelo está elaborado se forja un verdadero deseo de paternidad (Pérez Testor, Davins y Castillo, 2002; Muñoz, 2002).

En la clínica encontramos situaciones familiares al límite, donde la conflictividad es muy intensa y está en juego la convivencia familiar. Frecuentemente al preguntar por la adopción y como se ha vivido en la familia, los padres comentan que han hablado de su encuentro, de su llegada y adaptación, normalmente ilustrándolo con fotografías y vídeos, pero poco del abandono y del porqué está él/ella aquí. “No ha preguntado… No le interesa…”. Estas frases conllevan la negación del dolor del abandono y revelan con frecuencia que no han podido elaborar su duelo por la infertilidad. Se mantienen en el anhelo inconsciente del hijo ideal, biológico que no han tenido, y el adoptivo debe ocupar este lugar. Por ello es preciso negar las diferencias entre uno y otro, el origen distinto está en el centro de la necesidad de negación y del conflicto interno de los padres que tienen duelos pendientes. Así se minimizan las pérdidas vividas por el hijo, se dejan en un plano cotidiano superficial y se mantiene oculto el sufrimiento silencioso, disociado con frecuencia, del que el niño no se atreve a salir. Todo ello eclosiona con intensidad en la adolescencia o en la primera juventud y se agrava con actuaciones de riesgo, cuando no se puede contener suficientemente la agudeza del dolor y del conflicto.

Voy a ilustrar este aspecto con una viñeta clínica:

Juan

Los padres de Juan consultaron debido a una intensa crisis familiar que estaban sufriendo desde hacía unos dos años, con episodios de agresividad verbal y hacia objetos. Tras la crisis el chico acababa marchando del hogar con gran violencia.

Juan tiene 20 y fue adoptado a los pocos días de nacer en nuestro país. Ahora no estudia ni trabaja, plantó la universidad y ha ido haciendo trabajos de poca calificación y esporádicos; siempre había sido muy buen estudiante. Es inteligente y bien parecido, muy educado en sus expresiones y lenguaje

Todo iba fantástico, era el hijo ideal, dice la madre. Hace dos años murió un tío materno muy próximo al chico, poco después tuvo lugar la muerte de otro familiar también muy cercano. Ambos tenían una relación especial con el chico. Apenas lloró, pero comentaba: todos consuelan a mi madre, a mi padre… pero nadie se fija en mi. A partir de este momento empezó a desorganizarse y a tener una vida caótica; rompió con su novia y algunos amigos de siempre, dejó la universidad y se abandonó físicamente… No saben qué hacer.

Nunca habían hablado de la adopción, el chico lo sabía, en algunos momentos parecía que quería saber, pero cuando la madre le empezaba a explicar él le tapaba la boca, entendían que en el fondo no le importaba tanto y que ellos eran los que contaban.

El chico dice. “Estoy desorientado…no sé qué hacer ni por dónde empezar… No confío en ellos (padres), no me valoran ni aceptan nada mío. Mi tío sí (se emociona)… Me he preguntado muchas veces en todos estos años de dónde vengo, pero no lo he hablado… Siempre tuve miedo a mirar mi pasado y hablarlo con mis padres, no sé, era como si no lo esperasen y como si les pudiese decepcionar”.

En otra entrevista con los padres, unos meses más tarde, explican que después de una peleona el chico dice: “Estoy desesperado… Tendría que desaparecer… Cada vez la cago más… Os he defraudado y os hago sufrir… No tengo sitio aquí”. Por otro lado explican que no tiene horarios, desaparece por días, saben que se droga.

Los padres están cada vez más desbordados y pasan de una gran tristeza a la rabia proyectada sobre el hijo. En un momento de violencia en la relación pueden llegar a decirle: No me extraña que reacciones así, siendo hijo de quien eres. A lo que el chico contesta: Para mí no eres nadie, no eres ningún referente… Cuando me tire por el balcón y me mate te quedarás sola.

En entrevistas conjuntas padres e hijo aparecen graves problemas de comunicación y reproches constantes, cada vez están más desbordados y dicen a su hijo frases como: “eres un caradura, vives de la sopa boba, ya verás como no aguantas más en casa, te has convertido en nuestro enemigo, no deberíamos aguantarte ni un minuto más”.

En otra entrevista con los padres solos, estos expresaban ansiedad y agotamiento, sentimiento de no poder más. En un momento el padre le dice a su mujer: “Bueno, ¿pues qué querías? ¿No querías un hijo? Pues ya lo tienes… ¡y bien distraída que estás!”.

Ciertamente en estos fragmentos se puede observar el silencio imperante a lo largo de toda la infancia, la negación de la importancia de reconocer el origen distinto del hijo para la formación de su identidad y para la vinculación familiar. Juan vivía el dolor, los interrogantes y la confusión, en soledad, únicamente acompañado por sus fantasías internas, y no pudo elaborar sus duelos. Estos eclosionaron ante nuevas pérdidas en su vida: la muerte de familiares cercanos, con los que probablemente mantenía una relación idealiza pero vincular, y el cambio a la universidad, un entorno nuevo y desconocido. La fragilidad y la zozobra que sintió en estas circunstancias probablemente propiciaron la irrupción de lo que estaba pendiente y fueron la grieta por la que eclosionó el dolor de su abandono, de la otra realidad de su vida, que empezó con los padres biológicos. El clima familiar no le permitió preguntar mucho y debió sentir un doble mensaje, el aparente en el que la madre propiciaba la comunicación y el oculto e inconsciente en el que debió sentir que él debía ocupar un lugar y tener un papel asignado de buen hijo, ideal, como si fuese biológico.

Ante estos conflictos y la falta de espacio mental en todos ellos para poderlos contemplar, contener y elaborar, se ponen en marcha ansiedades muy profundas en padres e hijo. El chico revive un nuevo abandono al no sentirse entendido por sus padres y a la vez lo actúa abandonándose a sí mismo, actuando la ruptura inicial de su vida en nuevas rupturas. A la vez los padres sienten el fracaso de su infertilidad de nuevo, ahora este hijo les recuerda que no salió de ellos, le han dado toda la educación pero él no responde siendo hijo de quién es…. Irrumpen en escena los padres biológicos, y proyectan sobre ellos y, por tanto, sobre su hijo, toda su impotencia, decepción, dolor y rabia. Los padres de Juan tienen un duelo patológico en el que los momentos de agresividad se intercalan con momentos en que la culpa pasa a primer plano (Bleichmar, 2010).

Así, llegan a decirse frases tan dolorosas como: ¿De quién era el proyecto adoptivo? La madre quería un hijo… ¿El padre se lo hizo suyo?

En este ejemplo quería poner de relieve la gran densidad emocional de estas conflictivas familiares y la dificultad de su resolución. Todos están dolidos, todos proyectan, pero uno es el más necesitado y frágil, el hijo, y este no tiene a su disposición unos padres que puedan poner palabras, que intuyan, contengan y den significado a la experiencia que vivió sin tener recuerdos de ella. Es importante que las experiencias pre-verbales encuentren un espacio en la mente de los padres, que ellos las puedan pensar, darles nombre e iniciar así el camino de elaboración que después podrá continuar el hijo. Si no es así, él solo no podrá llevarla a cabo. Le será imposible elaborar la pérdida y quedará fijado en una posición de derrumbe psíquico, con proyecciones destructivas hacia sí mismo y hacia los otros de profundas ansiedades que no se han podido pensar (Steiner, 1998).

2. Consecuencias de las carencias y negligencias en el psiquismo del adolescente

Como sabemos, todo menor necesita de unas figuras paternas adultas, afectivas y estables, que le den seguridad para poder impulsar su desarrollo psíquico y de las funciones mentales básicas. La presencia, disponibilidad emocional y la respuesta sensible de los padres, regular y constante, a las necesidades físicas y psíquicas son el principal organizador mental del niño. Esta interacción adecuada va formando una red de conocimientos y experiencias digeridas y asimiladas que constituyen la base de la organización coherente de la mente (Torras de Beà, 2002, 2010). Este proceso es el principal factor de protección para su buen crecimiento y desarrollo ya que “el niño internaliza a través de la interacción con las figuras parentales un modelo de relación operativo interno a partir del cual va a relacionarse con los demás” (Marrone, 2001). La calidad de la crianza es, pues, determinante para su salud mental.

La uniformidad e indiferenciación en el trato que muchas veces recibe el menor en una institución implica que difícilmente ha estado en la cabeza de nadie de forma suficientemente completa y contenedora. Ha estado atendido por muchas manos, no ha sido “pensado”, intuido y atendido según sus necesidades, con continuidad. Las experiencias de abandono y las de vida en un orfanato le han supuesto vivir ansiedades catastróficas y de separación con sentimientos intensos de soledad, que han derivado en conductas de autoconsuelo, aislamiento y autonomía precoz. En los niños adoptados internacionalmente se suma además la precariedad de los cuidados físicos, derivados de una nutrición deficiente, escasa movilidad e higiene y pocas atenciones médicas. Los orfanatos de los países donde se adopta tienen pocos medios, tanto económicos como humanos.

Así, la gran mayoría de menores llegan a la adopción con serios retrasos y/o trastornos en les desarrollo físico, afectivo y mental. (Mirabent y San Martino, 2008). Las carencias y negligencias de trato que preceden a la filiación adoptiva han dejado en el niño profundas huellas psíquicas y físicas (Bolwby, 1983) muy duraderas en el tiempo (Glennen, 2002). Al ser adoptados se recuperan de las precariedades físicas con mucha rapidez, pero las psíquicas tienen una mayor complejidad y distintos estudios muestran que perduran durante años, algunas incluso toda la vida (Palacios,J; Sánchez, Y. 2004. Sánchez- Sandoval, Y. 2002)

Por ello, al ser adoptado, el menor necesita que los padres puedan proporcionarle experiencias de trato que le permitan experimentar e integrar poco a poco nuevas respuestas a sus necesidades emocionales. Necesita de unos padres que puedan sostener, contener y poner palabras a su ansiedad y le den significado, es decir, unos padres que mentalicen para que el niño pueda calmarse, simbolizar y poner orden a su caos interno (Mirabent y San Martino, 2008; Golano y Pérez, 2013).

En la adolescencia se va a poner en evidencia el grado de elaboración de ansiedades que el hijo haya podido realizar a través del trato con sus padres adoptivos. Pero en muchas ocasiones a estos les ha sido muy difícil realizar esta función, bien por desconocimiento de las verdaderas necesidades o por falta de recursos emocionales suficientes, bien por la gravedad de las dificultades con las que llega el menor. La frágil base psíquica con la que el menor adoptado alcanza la adolescencia propicia que este exprese su malestar y caos interno con agresividad, confusión, indiferenciación o conductas de riesgo.

Caos ? agresividad ? violencia

Así, el abandono, negligencia o separaciones no mentalizadas crean un vacío, consecuencia de un déficit en la capacidad de simbolización y pensamiento que amplifica las consecuencias emocionales en la adolescencia. La irrupción de nuevas ansiedades y conflictos rompe el frágil equilibrio psíquico anterior. Siguiendo a L. Feduchi, (1995) “el déficit de la capacidad simbólica favorece la eliminación del malestar emocional a través de la actuación. En los adolescentes violentos a menudo hay una historia de que no fueron deseados ni luego aceptados por sus padres en su totalidad”.

También Feduchi, Mauri, Raventós, Sastre y Tió (2007) comentan que cuando se detecta este déficit implica la existencia de alteraciones en el desarrollo en el que ha habido disfunciones severas del entorno para cuidar y atender las necesidades básicas del infante, con lo que este puede haber tenido también serias dificultades para introyectar adecuadamente funciones cuidadoras. También ha tenido que poner en marcha sistemas rígidos defensivos que la zozobra adolescente no puede sostener y se rompen. “La violencia puede aparecer como un intento desesperado de obtener seguridad y regulación interna, al pretender eliminar las experiencias de vulnerabilidad, caos y fragmentación”.

Otro aspecto que juega en la conflictividad adolescente es que el adoptado fácilmente construye una imagen y percepción de sí mismo de impotencia frente a todas las cosas que le han ocurrido (mientras que los niños cuidados por unos padres suficientemente buenos pueden sentir que sus necesidades son atendidas y sus demandas escuchadas, con lo que influyen e interactúan con ellos). En la adolescencia este sentimiento se amplifica, se acentúa la inseguridad, y deriva fácilmente en una certeza de que no va a poder afrontar la vida adulta con la consiguiente pasividad, desesperación y violencia (Juri, 2011).

Como consecuencia de la confluencia de estos distintos factores a menudo vemos que muchos adolescentes adoptados tienen serias dificultades para controlar sus emociones y poca tolerancia a la frustración, ambas vinculadas a la dificultad para contener en su psiquismo las ansiedades e inquietudes que se le despiertan. No puede pensar y expulsa el malestar en forma de agresividad y violencia.

Pablo

Pablo tiene 14 años. Fue adoptado en un país extranjero a los 6 años, su raza es claramente distinta a la de las personas de su entorno. Estuvo unos dos años en el orfanato y había padecido serias negligencias físicas, maltrato (tiene marcas en la piel) y carencias psíquicas en el seno de la institución. Antes había permanecido con su familia biológica. Se sabe que vivía pobremente, que tenía muchos hermanos. Le adoptó un matrimonio sin hijos biológicos, situado entre los 45 y 50 años.

Los padres relatan un proceso de adaptación muy rápido y sin problemas: “Era un niño modélico, se esforzaba en la escuela, tendía a ser sumiso y dócil, también reservado”. Se sorprendían de lo fácil que era tenerle en casa pero no pensaron que fuese preocupante, la vida con él era muy tranquila y agradable aunque ahora les llama la atención que nunca pudo pedirles nada ni expresar un deseo.

Durante todos estos años apenas ha hablado de sus recuerdos y ha persistido su reserva, tanto en casa como en la escuela, si algún compañero se mete con él no se defiende. Paralelamente los resultados escolares han sido buenos hasta el último curso. Destaca el gran esfuerzo que ha hecho y que sorprendía a todos los maestros.

En la consulta los padres entienden que estas actitudes eran preocupantes pero en su momento no supieron valorarlas como tales.

Ahora en la adolescencia es un chico hermético, apenas les habla, tiene una mirada de menosprecio, se encierra en su habitación, que los padres describen como un caos y donde han encontrado restos de comida de días, apenas come con ellos. Tiene pocos amigos, sigue siendo muy sumiso con los compañeros y con su actitud fácilmente recibe humillaciones e insultos raciales.

Ha empezado a tener actuaciones preocupantes como ausencias escolares reiteradas, suspensos frecuentes o marchar de casa inesperadamente sin decir dónde va. También ha empezado a tener explosiones verbales de rabia con los padres, luego golpea las puertas o se da golpes en la cabeza. Ha tenido algunos hurtos.

Los padres sienten un profundo dolor: No sabemos si nos quiere, creíamos que estaba bien y que quería dejar atrás su pasado. En otro momento pueden pensar en su hijo con comprensión. La madre comenta: Creo que el abandono le ha hecho mucho daño y aún ahora se sigue castigando a sí mismo.

Con la psicóloga, Pablo dice: “Me cuesta pedirles cosas a mis padres, estoy agradecido, he pasado años bien. No sé que me pasa, solo que tengo mucha rabia y con ellos no la controlo… no puedo pedirles perdón… a ratos quiero cambiar… a ratos no… no estoy bien aquí… no sé si allá”.

Los padres se sienten perdidos, tristes, buscan entender pero también están asustados. Ambos se emocionan en las entrevistas, la madre llora. No saben cómo han llegado a este punto… con lo cariñoso que era de niño. Piensan que sufre, ellos también, pero no saben cómo acercarse y ayudarle. Vemos que entre padres e hijo hay vínculo afectivo, pero que están muy distanciados y necesitan orientación para encaminar su relación. Vemos que Pablo sufre las consecuencias, tanto de duelos pendientes no elaborados (su abandono), que segregó/disoció sin poner palabras, como de las negligencias vividas en el orfanato. Ambas experiencias han dejado profundas huellas en su psiquismo. Los avisos que dieron en la infancia pasaron desapercibidos, los padres no supieron leerlas y han eclosionado en la adolescencia. Ahora el chico está en una situación de riesgo que, si no se encamina, puede llevarle a mayores actuaciones, a estructurar patología grave y llegar hasta la ruptura familiar.

Para mostrar la vivencia de caos y violencia interna que vive un adolescente sumido en estos conflictos, me parece muy ilustrativa la siguiente viñeta extraída del relato de un adulto joven adoptado, recordando algunos momentos de su adolescencia. Se trata de un fragmento publicado en el libro de José Ángel Jiménez (2010) Indómito y entrañable:

“A mi también me asustaba mi violencia. Me asustaba cuando notaba que empezaba a brotar en mí, me asustaba cuando veía que no la podía parar, me asustaba cuando sentía que os hacía daño y me asustaba al no saber hasta dónde podía llegar. Era el descontrol absoluto. Era como si se apoderase de mí alguien que me obligaba a actuar en contra de mi voluntad y a quien yo no podía parar… Poco a poco con vuestra ayuda fui capaz de controlar mis impulsos y hoy es algo de lo que más orgulloso me siento… aunque todavía hay momentos en que se me calienta la cabeza… Pero ahora consigo dominarlo y eso me hace feliz”.

El fragmento describe muy bien la impotencia, el pánico y fragmentación interna que sufría al sentir que no podía contener la intensidad de sus sentimientos. Carecía de una mente capaz de pensar, sostener y contener, en consonancia con lo que Fonagy explica: “La reducida capacidad para representarse los estados mentales propios y los del otro disminuye la posibilidad de inhibir la agresividad. […] La regulación de las emociones depende de poder captar la experiencia interna que surge en el contexto de la temprana relación diádica con el cuidador (la madre) (Fonagy, 2004).

Fragilidad- confusión- indiferenciación.

Dicen M. Laufer y E. Laufer (1998): “El desarrollo del niño desde el nacimiento consiste en una separación continua de su cuerpo respecto del de la madre. […] Este proceso empieza con la internalización de la diferenciación entre el self y los objetos (madre, cuidadores…) y continua con la internalización de las curas corporales que le suministra la madre. […] Para que continúe el desarrollo y la separación progresivos, la criatura debe encontrar la forma de tratar con la ansiedad relacionada con la pérdida (contención, sostenimiento del adulto)”.

Y continúan: “El colapso, la crisis de desarrollo del adolescente enfermo se sitúa en el área que corresponde a la capacidad para cuidar del propio cuerpo, después que este tenga una nueva significación sexual”. “La capacidad para cuidar surge de la identificación e internalización de los aspectos protectores de los cuidados parentales y en la medida en que el niño se siente digno de ser cuidado, esto le capacita para protegerse y cuidar de sí mismo”.

Como hemos dicho, según haya sido la calidad de la relación que se haya establecido entre él y sus padres adoptivos, el adolescente habrá podido construir bases emocionales más o menos sólidas, que le habrán dado mayor o menor fortaleza y, por lo tanto, mayor o menor capacidad para distinguir y cuidarse. La irrupción de la pubertad y la adolescencia va a poner de relieve la capacidad de adaptación, flexibilidad y consistencia de su mundo interno o su fragilidad, falta de diferenciación o estados confusionales. Ello deriva muchas veces en conductas sexuales de riesgo caracterizadas por relaciones adhesivas, promiscuidad o sumisión.

Sonia

Sonia fue adoptada cerca de los 4 años. Estuvo en el orfanato desde los 5 meses, edad en la que fue encontrada en un lugar céntrico. Pertenece a una raza diferente a la de las personas de su entorno. En el momento de la adopción presentaba indicios claros de maltrato y desnutrición. Las primeras consultas al pediatra, al ver que le costaba aumentar de peso a pesar de que comía mucho, pusieron de relieve que padecía parásitos intestinales derivados de comer tierra para saciar el hambre. A los 7 años consultaron a una psicóloga por inquietud y dificultades para entretenerse sola y centrarse. Le diagnosticaron un TDAH por el que va medicada desde entonces. En la actualidad tiene 14 años.

Los padres consultan por su funcionamiento impulsivo, no piensa, actúa. Miente mucho, es difícil tener confianza en lo que dice. Es muy conflictiva en casa, no respeta normas de convivencia, contesta con violencia verbal, y se aísla en su habitación que tiene completamente desordenada. En algunos momentos de escalada de tensión se ha hecho daño a sí misma (golpes, pequeños cortes) y ha roto objetos personales o de los padres, de cierto valor.

Tiene un hermano menor, de unos 8 años, rivaliza con él, le desprecia a menudo. Relatan también que le cuestan mucho los estudios, está siguiendo una ESO adaptada y a pesar de ello hay asignaturas que no consigue aprobar, es poco constante y no se esfuerza, quiere que se lo regalen todo. Tiene problemas con sus amistades, pocas chicas y más chicos con los que establece una relación de seducción y coqueteo, les provoca y se pone en situaciones de riesgo.

En la exploración psicológica se pone de relieve que padece ansiedades catastróficas y confusionales que han propiciado un mundo interno desestructurado y caótico en el que también se mezclan ansiedades depresivas muy importantes, acompañadas de sentimientos de soledad intensos, culpa, desvalorización personal, inseguridad y falta de confianza en sí misma.

Se expresa de forma muy concreta y con gran dificultad para hablar de sí misma y de los demás; su razonamiento es muy pobre y se evidencian serias dificultades para el pensamiento abstracto, con lo que ello significa de capacidad para pensar sus emociones y también las de los demás. Difícilmente puede imaginar el efecto de sus acciones en el otro, sólo después se siente mal, culpable, sin saber muy bien cómo ha surgido el conflicto.

Ante las ansiedades que vive tiende a poner en marcha defensas maníacas y proyectivas con las que ha ido organizando un falso yo, con el riesgo de estructurar una personalidad “como si” en el marco de un Trastorno límite de la personalidad. Busca ser querida y aceptada por caminos confusos, a través de la relación con chicos, en las que no puede diferenciarse ni diferenciar al otro y con los que establece conductas adhesivas, promiscuas y a veces también de sumisión. En el centro escolar se la conoce como la “chica fácil” y también como conflictiva e imprevisible, sobre todo con las chicas con las que rivaliza y no puede establecer puentes de confianza y amistad.

A lo largo del tratamiento se va vinculando con la terapeuta. Naturalmente abundan momentos difíciles y altibajos. Pone a prueba su consistencia y ganas de seguir ayudándola, miente y asiste con cierta irregularidad. Comunica fantasías con su madre biológica a la que imagina prostituta y joven, abandonándola para poder ejercer de forma muy indiferente, como si ella no le hubiese importado nada. No puede relacionar estas fantasías con sus inquietudes, conflictos y reacciones, se pone en evidencia que tiene un vacío simbólico que le impide conectar, vincular, entender. No ha podido mentalizar muchas de sus vivencias y ansiedades y busca ser entendida, aceptada con actuaciones que le provocan mayor confusión y ansiedad. Por debajo de su conducta se aprecia mucha desesperación a la que no ha puesto palabras. Poco a poco, a lo largo del tratamiento, puede empezar a mirarse a través de la mirada de la terapeuta y puede interrogarse y reconocer: “No sé qué me pasa ni por qué actúo así, en realidad luego me siento fatal, muy sola y culpable”.

Paralelamente hay que ir atendiendo a los padres que se sienten desbordados por las conductas de riesgo de su hija. Están tan fijados en sus actuaciones que no pueden relacionarlas con los sentimientos que vive. Perciben que tiene inquietudes que vienen de lejos, de su primera infancia, y que no están resueltas, pero no pueden tenerlo en cuenta. Tienden a buscar el agradecimiento en su hija: “Vinimos a buscarte con mucha ilusión y ahora mira cómo respondes”, lo que a menudo provoca que Sonia salte y les diga improperios. Los padres reaccionan a sus transgresiones con castigos diversos, la dejan sin salir, sin el móvil o sin ver la tele, etc.

La madre tiende a rivalizar y ser más intransigente con ella. En distintos momentos de las entrevistas dice: “Estoy decepcionada. Mira que es basta, mira cómo se mueve… Es que no la soporto… Nosotros ni somos así ni se lo hemos enseñado”. Cuando Sonia intenta acercarse a ella, la madre pone en duda la “bondad” de su intención y tiende a rechazarla: “Sí, ahora te acercas, venga no hagas comedia”.

El padre se muestra más próximo, de hecho es con quien Sonia comenta que puede hablar, pero se encuentra atrapado entre lo que percibe en su hija, sus necesidades y las vivencias de su esposa.

Desde el principio Sonia sabía de su adopción, se habló en distintos momentos, de pequeña, pero después nunca se mostró interesada. Creyeron que ya no le importaba y se ha hablado muy poco, únicamente de forma superficial y anecdótica.

En la actualidad las ansiedades de Sonia han disminuido, ha podido pensar en distintos hechos de su vida (adopción, actuaciones en el pasado, formas de relación en el presente) y funciona de forma más integrada. Puede pensar en sí misma y valorarse, distinguiendo más entre su mundo interno y los demás. Está, por lo tanto, más diferenciada y ha disminuido la proyección, las defensas maníacas y el paso al acto. Casi han disminuido las actuaciones de riesgo y no tiene conductas promiscuas. Su evolución no está exenta de momentos conflictivos, pero tolera mejor la inquietud, la puede pensar y contener en su mente y no expulsarla con tanta facilidad. Ha podido matricularse en estudios de formación profesional y se los está sacando.

Los padres, por su parte, han realizado un trabajo personal, ha disminuido la decepción, han aprendido a mirar a su hija con mayor benevolencia y comprensión y, aunque en algunas situaciones aparece de nuevo tensión y conflicto, pueden resolverlo de forma más esperanzada (en ellos mismo y en su hija).

Después de unos años de ayuda especializada la familia puede mantenerse suficientemente integrada y tanto padres como hija pueden mirar el presente sin que el peso del pasado determine tanto la relación. Creo que los padres en este caso deseaban sinceramente “reafiliarse” a su hija ?a pesar de que en los momentos de conflicto estuviesen presos de sentimientos extremos?, por ello han podido aguantar y sostener la ayuda psicológica. Sin su autenticidad no hubiese sido posible la ayuda a Sonia.

Como he intentado poner de manifiesto en esta viñeta clínica, “mientras no se hayan introyectado las funciones de contención no puede nacer el concepto de espacios dentro del self […] La identificación proyectiva seguirá entonces con toda su intensidad y todas las confusiones de la identidad que la acompañan se pondrán de manifiesto” (Bick, (1993). “Cuando falla la función piel de un objeto externo (madre, cuidador, etc.) el bebé organiza formas de auto/contención fragmentadas y sensoriales que se constituyen en una segunda piel en el lugar de un contenedor piel adecuado”. Estas frases de Esther Bick explican cómo la precaria base emocional y la cualidad del mundo interno con que se llega a la adolescencia pueden derivar en esta etapa en conductas adhesivas y sensoriales sexualizadas.

3. La genética?cambios corporales? la etnia diferente

Ana, adoptada en Cataluña a los 5 años, y que ahora tiene 14, dice: “Un día, como siempre, al levantarme me miré al espejo, pero de pronto era como si fuese la primera vez que me veía… ¿A quién me parezco?… ¿De donde vengo?”.

En el adolescente adoptado las vivencias de inseguridad se acentúan también por los cambios corporales que ponen en primer plano la herencia genética, su origen distinto, por lo tanto su procedencia y sus progenitores. Su cuerpo cambia sin parecerse a nadie de su familia, se transforma sin tener ningún modelo que le sirva de orientación y de contención a la inquietud que se le despierta.

Un joven adoptado en un país sudamericano por una familia con hijos biológicos comentaba: “La gente fácilmente le dice a mi hermano: ¡cómo te pareces a tu padre! A mí nunca me lo han dicho, nunca he tenido una frase así, he tenido que ir aceptando esta realidad, y no es fácil”. Con ello mostraba su inquietud de pertenencia, la necesidad de tener signos externos que reafirmen su filiación ante las dudas e interrogantes que emergen en esta etapa.

Paralelamente, a través de su físico se pone de manifiesto la existencia de unos progenitores que empiezan con ello a ocupar su mente (Mirabent y Ricart, 2010). Así pues, las fantasías de ¿cómo seré?, desde la apariencia evidente hasta los caracteres sexuales, se pueden hacer muy intensas. Se hace presente la genética de los progenitores, que en la mayoría de las ocasiones son desconocidos: ¿Me parezco a ella o al otro? ¿Cómo eran los que me han traído al mundo? ¿Dónde deben estar?… Estos interrogantes pueden poner en duda su sentido de pertenencia a su familia adoptiva, ahora puesta en cuestión por la emergencia de lo biológico, y suscitar reacciones agresivas.

En estos momentos se convierte en esencial aquello que padres adoptivos e hijo sí han ido forjando en común, aquello que han vivido, aquello que el hijo ha aprendido de ellos y con lo que se ha identificado: el trato, valores, afinidades, una forma de sonreír, una gesticulación determinada, un andar… Los hijos adoptados se acaban pareciendo a sus padres adoptivos por la fuerza del vínculo que les lleva a identificarse en la infancia con aquellos que quiere, a interiorizar aquello que los padres le transmiten y querer ser como ellos. Si existen unas relaciones afectivas cálidas y comunicativas el hijo tendrá un bagaje en su interior que puede ayudarle y hacer de soporte emocional en estos momentos difíciles de la adolescencia, en los momentos de duda e interrogantes acerca de su verdadera pertenencia.

El trato familiar, la calidad de la apertura en la comunicación mutua, la sensibilidad de los padres al entender a su hijo, se convierten en ejes esenciales que influyen enormemente en los sentimientos de soledad del adolescente y el grado de conflictividad en la relación familiar

Si además pertenece a otra etnia, el impacto emocional de su aspecto externo va a ser más importante aún, le puede ser más difícil encontrar sus similitudes con los suyos (Newton, 2010). La adopción trans/racial le da visibilidad: un hecho íntimo está a la vista de todos. Desde pequeño se pone en evidencia públicamente su procedencia diferente y ello suscita comentarios, tanto de adultos, como de niños compañeros de escuela y de actividades. Así, fácilmente los niños pueden escuchar: “Tu madre no es tu madre, no se parece a ti, no es china, negra…” Y a continuación: “Ella no es tu verdadera madre”. O adultos en lugares públicos (tiendas, parques): “Ya puede estar agradecido/a, con todo lo que hacéis por él/ella”. Va a ser muy importante la reacción que los padres tengan ante frases como estas cuando se pronuncian ante ellos, su sensibilidad y firmeza pueden afianzar la filiación y dar seguridad a su hijo/a o al contrario. Es especialmente importante la atención activa y capacidad perceptiva de los padres ante actitudes y comportamientos súbitos o inesperados de sus hijos al salir del colegio o de una actividad, ya que pueden tener dificultades para explicar directamente el malestar que han provocado situaciones como las anteriores.

Por otro lado, a los padres les puede ser difícil comprender con profundidad lo que representa para el hijo vivir en una sociedad que tiene una raza diferente a la suya. Con cierta frecuencia se tiende a minimizar este hecho, pueden transmitir que es fantástico tener una familia con “colores distintos” y en algunos casos pueden haber adoptado varios hijos de distintas razas entre ellos, sin percibir las implicaciones emocionales individuales y sociales que tiene. Además, incluso cuando los padres son sensibles y realistas, a diferencia de las familias inmigrantes, cuentan con menos bagaje emocional, no tienen la experiencia vivida de lo que representa para uno mismo “ser de aquí con una raza de allá” y por lo tanto tienen menos herramientas para ponerse en el lugar de su hijo, comprenderle y ayudarle El acompañamiento que puedan hacerle va a depender de cómo han entendido lo que esta realidad representa para él a lo largo de la infancia (Rius, Beà, Ontiveros, Ruiz, Torras, 2011).

En la adolescencia el impacto de su raza diferente, no de su etnia ya que tiene los valores culturales de aquí, es aún mayor. Los interrogantes: “¿de dónde soy?”, se colocan en un primer plano rápidamente. Por otro lado, su genética racial puede marcar un ritmo más acelerado en los cambios corporales de la pubertad que llevan a iniciarla a edades tempranas para nuestra cultura, sobre todo las niñas, que a veces pueden tener su primera menstruación a los 9 años. Este aspecto ahonda el sentimiento de ser y sentirse diferente a los demás. Además cuando su cuerpo cambia, se transforma y no responde a los cánones de “belleza” occidentales.

Una chica adoptada en un país de Sudamérica explicaba: “Cuando voy por la calle veo mujeres que se parecen a mi, tienen mi tipo, mis facciones, pero cuando me acerco veo que no hablan como yo ni tampoco se visten o mueven como yo. Me gustaría ser esbelta, de piel clara, alta, como la gente de aquí”.

Como muy bien transmite esta adolescente, la integración del aspecto racial influye de forma incisiva en la construcción de la identidad. Los rasgos físicos propios de una etnia van asociados un sistema de valores, unas creencias, costumbres, experiencias grupales y sociales, que el adoptado no tiene. Aunque sus padres hayan respetado su cultura de procedencia, le hayan hablado de sus valores y tradiciones, no va a poder integrar la identidad cultural asociada a su etnia, ya que para ello es preciso vivir en esa cultura. Ello es pues imposible para el adoptado, por lo que se va a constituir en una pérdida más de la que en esta etapa va a tomar conciencia: con la adopción se han perdido los lazos de vinculación con el grupo de humanos con los que comparte sus rasgos físicos. Tendrá el trabajo añadido de integrar ambas culturas: la de origen y la de adopción. Deberá identificarse en parte con las personas de su grupo étnico y a la vez mantener valores y afinidades propias de su cultura de adopción en la que se ha criado.

Otro chico comentaba: “Soy un negro solo por fuera, por dentro me siento de aquí. Pienso, me divierto, hablo como todos los de aquí. Mis amigos no me ven de allí, pero la sociedad… Estoy con un pie en cada mundo y yo en ninguno”.

Otra chica: “Si eres de una etnia distinta la gente se siente con el derecho de preguntarte sobre qué costumbres tienes, qué comes, y ello te enfada. Yo soy tan de mi país como ellos, pero finalmente te hacen sentir extranjera. Yo no soy una inmigrante. Además, también los inmigrantes te identifican al principio como uno de ellos, y se ofenden si tú no respondes o funcionas según sus cánones y costumbres. Yo tengo unas reacciones propias de alguien de aquí, son los demás los que por mi apariencia me colocan como alguien de fuera. Me ha sido difícil integrar que soy de aquí pero que mi apariencia dice que soy de allí, y estar conciliada con ello. Eso es difícil de conseguir”.

Algunos chicos-as procedentes de países del África subsahariana tienen experiencias complejas, como la de ser retenidos por la policía que les pide sus papeles, mientras que a sus amigos de grupo no les piden nada; o explican sentirse más vigilados por agentes de seguridad privada en distintos lugares públicos.

El niño adoptado, mientras va cogido de la mano de sus padres despierta ternura, curiosidad… Cuando va solo o con amigos, en nuestra sociedad, suscita recelo.

Este conflicto puede llevar a veces al adoptado a identificarse con los que pasan por situaciones difíciles o con inmigrantes que están lejos de su país. Él-ella puede considerarse una persona con “suerte”, porque procediendo de “fuera” está dentro del “sistema”, en una posición privilegiada gracias a sus padres adoptivos. Se siente entonces en deuda con los que siendo inmigrantes tienen una posición social humilde, con los que no han tenido tanta suerte.

A veces puede verse como el adolescente proyecta en el inmigrante sus propios sentimientos de desarraigo, de crisis de pertenencia y de identidad (¿de donde es él?, ¿de aquí o de allí donde nació?), y puede tender a idealizarles. El riesgo es que se sume a grupos con una identidad radical que rozan la marginación como algunas bandas sudamericanas u orientales.

4. Juego de identificaciones. Fantasías con los biológicos / Fantasías con los adoptivos

Ahora irrumpen con fuerza interrogantes relacionados con las fantasías acerca de la reproducción, función que el adolescente acaba de adquirir. Surgen preguntas como: ¿Seré yo fértil? ¿Tendré hijos? ¿Los tuvo ella? ¿Qué clase de personas eran? ¿Era ella prostituta… o un delincuente? ¿Lo seré yo? ¿Tendré yo también malas experiencias como ellos? La fantasía muchas veces está marcada por los temores, así es más fácil que imaginen situaciones negativas, progenitores malas personas o carentes de valores, con todo el miedo a ser parecido a ellos. El chico-a tiene miedo a la genética, duda de qué es lo que se hereda. ¿Se hereda también la forma de ser, las cualidades personales, los valores de vida? ¿Tiene él-ella un destino irremediable?

A la vez, si sus progenitores le dejaron, le abandonaron, entonces ¿puede ser abandonado de nuevo, no solo por sus padres, sino también por amigos, o su posible pareja? En ese momento en que la relación con el otro sexo adquiere una gran dimensión e importancia emocional: ¿podré gustar a alguien, soy alguien a quien se puede querer?

Pensando en la prevención y dando respuesta a estos interrogantes, será importante a lo largo de la infancia ayudar al hijo a elaborar su propia historia para que llegue a la adolescencia con más respuestas. En función de como haya sido este proceso, ahora en la adolescencia será más llevadero y menos conflictivo. Se puede comprender, pues, la importancia de la comunicación familiar, de cómo se han ido poniendo palabras al pasado y los orígenes del hijo-a, de cómo se ha tratado a los progenitores. ¿Eran unas malas personas porque le abandonaron? ¿O no pudieron hacer más por él e intentaron cuidarle dentro de sus posibilidades? Con lo que su abandono se convierte en más asimilable. Estos contenidos van a forjar la base con la cual el niño se enfrenta a su adolescencia. Para él puede ser muy diferente contar con las palabras que sus padres le han transmitido y con la confianza con la que ha podido preguntar, ya que así se podrá sentir más seguro y podrá reencontrar en su interior la esperanza en la vida que surge ante él, en sus posibilidades, sin estar condenado al destino de sus progenitores.

El adolescente adoptado se ve ahora impulsado, por la fuerza de su sexualidad, ahora que ya puede engendrar, a preguntarse abiertamente por las dos parejas de padres de su vida (Bauman, 1999). Debe resolver e integrar la doble identificación que tiene: de un lado con los progenitores, desconocidos en la realidad, pero fantaseados en su mente, y por otro lado la identificación iniciada en la infancia con sus padres adoptivos, ahora menos evidente, debido al cuestionamiento abierto a los adultos, pero esencial igualmente. Es decir, se identifica con unos padres que fueron fértiles, le tuvieron, pero no pudieron cuidarle. Por otro lado se identifica con otros padres que no fueron fértiles ?en la mayoría de ocasiones? o que renunciaron a su fertilidad ?padres que sí podían tener hijos biológicos? pero que sí le cuidaron.

El camino de resolución no es un proceso fácil. Así, ante las decepciones que puede sentir al percibir los defectos o contradicciones de sus padres, aquello que no le gusta, puede idealizar a los progenitores, “ellos sí le entenderían, con ellos no tendría estos problemas, con ellos sí sería feliz.”. A menudo esta utilización de unos en contra de otros en el mundo interno le lleva a enfrentarse con los padres con mayor ímpetu, con el ímpetu de la “desgracia” de su origen, pudiendo caer en un victimismo. (“A mí todo el mundo me ha dejado, ahora no me fío de nadie, todo me ocurre a mí…”). Como dice Giberti, el paso importante que el adolescente debe dar es pasar del ¿qué mi hicieron? al ¿cómo lo he vivido yo y que recursos tengo para salir adelante? (Giberti, 1994).

Cuando el adolescente, a pesar del conflicto, de las defensas más o menos adecuadas que usa para manejarse en él, puede rescatar las identificaciones internas con sus padres adoptivos, puede entonces apoyarse en ellas para salir adecuadamente del conflicto y no arriesgarse a situaciones difíciles. Ante las dudas puede apelar a sus aspectos más constructivos y, después de pasar por momentos de crisis y alguna actuación, puede elaborar y diferenciarse. Pero siempre en función de la solidez de los vínculos y de la crianza con sus padres adoptivos.

En este proceso de individuación el adolescente se encuentra con una dificultad añadida. También puede identificarse con sus padres adoptivos en su infertilidad, tener dudas acerca de su capacidad para reproducirse. Así, puede llegar a interrogarse acerca de si él-ella podrá tener hijos, incluso si lo que debe hacer es también adoptar, porque “esto es lo bueno y adecuado”, tal y como han hecho los padres. Para la chica-o puede ser difícil aceptar el propio funcionamiento de una función orgánica, la de reproducción, cuando sabe que sus padres no la pudieron tener. Puede sentir que él-ella tiene algo de lo que sus padres carecieron y por tanto puede vivirlo, en función de la relación que tenga con ellos, como un triunfo, como una competición o como algo que debe esconder porque pone en evidencia el “fallo” de los padres.

Se ve ahora la gran importancia que tiene en esta etapa la comunicación acerca de los orígenes que padres e hijo hayan tenido en la infancia. Están en juego aspectos esenciales de su identidad y de su desarrollo lo más completo posible de sus posibilidades como persona.

Será pues muy importante la forma en que precisamente los padres han tratado su infertilidad en la relación continuada con el hijo, cómo la han vivido y qué le han transmitido, el grado de aceptación de esta realidad y el grado de satisfacción con su vida a pesar de su infertilidad, por lo tanto, el grado de ilusión por su adopción y su sentimiento de verdadera filiación. Así, si están reconciliados con su vida, podrán hablar claramente con el hijo de su infertilidad, sin que esta sea una herida abierta que duele cada vez que se la menciona. Podrán también dar la oportunidad al hijo de que sea él mismo, con su propio destino, con su fertilidad si la tiene, sin que ello represente una fisura para los padres, y podrán ilusionarse con él-ella de la vida que se le abre delante, sin entrar en competición con sus capacidades. El hijo-a tendrá a la vez el sentimiento de que sus padres le apoyan, le aceptan con toda su realidad.

Búsqueda de los orígenes- búsqueda de identidad

Las dudas y conflictos internos descritos hasta ahora llevan al adolescente adoptado a preguntarse por sus orígenes de forma concreta, y esto incluye tanto a los progenitores como a los padres adoptivos.

Su necesidad de búsqueda tiene dos polos:

El saber por qué sus padres adoptivos le adoptaron, sus motivaciones y el lugar que ocupó en la familia. Este hecho tiene una profunda significación emocional y permitirá al hijo reafirmar o no su filiación. Se pone en juego la autenticidad y sinceridad del deseo de sus padres.

Por otro lado se preguntará por los progenitores, se hará preguntas del por qué le dejaron, las circunstancias de su nacimiento, qué clase de personas eran, si tiene o no hermanos. La decisión de sus padres biológicos dejó en él unas profundas huellas psíquicas y una historia de pérdidas y carencias, con el consiguiente sentimiento de vacío.

La huella de unos progenitores que abandonan al hijo solo se puede resolver elaborando este duelo. Hablar, tener respuestas a las preguntas, aunque no pueda ser a todas, le permitirá fantasear, elaborar y simbolizar, le permitirá el pensamiento. Este proceso es precisamente el que puede contener el paso a la actuación, las situaciones de riesgo y las adicciones (Tozzi Reppold, y Simon Hutz, 2009).

El planteamiento de sus orígenes será pues de gran importancia para toda su reorganización psíquica.

A. El saber en relación a los padres adoptivos: Historia de su adopción

Alex dice: “Una idea me atormenta, con las noticias que corren hoy día… No sé si pagaron por tenerme. ¿He sido un niño comprado? Cuando pienso en esto entro en un abismo de mayor soledad y desprecio hacía mi mismo y hacía mis padres”

Javi explica un día provocativamente en la escuela: “He descubierto que hay un adoptado en la clase”.

¿Qué quieres decir con eso?

“Pues que te han comprado”

En esta etapa crece la profundidad de las preguntas que se hace y puede plantear también cuestiones éticas como: ¿Cuando decidisteis adoptarme? ¿Si hubieseis tenido hijos biológicos, me habríais adoptado? ¿Por qué no dabais dinero a mis progenitores para que pudieran cuidarme? ¿Pagasteis por mí? o ¿En quién pensabais al adoptar, en mis necesidades o en vuestra satisfacción de tener un niño?” Busca la “Verdad”, pero no tanto los hechos reales sino los sentimientos auténticos de los padres respecto a su motivación para adoptar, a su deseo de tenerle (Mirabent y Ricart, 2010).

Será importante que los padres hayan podido responderse estas preguntas previamente, preparándose para este momento, y encontrando respuestas adecuadas, que tomen en serio los interrogantes de su hijo, sin pretender justificarse, ni mostrarse despreciativos. Para ello es esencial que sientan que la adopción de su hijo se hizo con toda honestidad y transparencia, tanto en lo que concierne a su motivación como respecto a todos los trámites que tuvieron que hacer para llevarla a cabo. Solo así podrán transmitirle precisamente esto, su sinceridad y deseo honesto de ser padres de un niño que necesitaba tenerlos.

El adolescente busca dar sentido a su presencia en la familia, para sentir que, como dice Levy-Soussan (2001), aunque no ha nacido de ellos podría haber sido así, ya que los padres le reconocen como hijo y él les puede reconocer como padres.

El aguante de los padres es esencial en estos momentos en los que el hijo les pone a prueba y pone en ellos todo el conflicto que le despierta su adopción, les proyecta su dolor, su rabia y su miedo a nuevos abandonos. Si se mantienen sólidos en su paternidad afianzarán el vínculo y con ello la renovación del deseo de adoptarle.

Siguiendo a Cyrulnik (2001), el adolescente necesita sentirse acompañado en el dolor que supone la soledad, un dolor que sintió en el pasado, antes de la adopción, y que ahora ante los cambios radicales de su nueva etapa, vuelve a ponerse en marcha con la reedición del sentimiento de soledad. Es la compañía lo que le quita el carácter “tóxico” a la soledad, la de ahora y la de antes. Esta actitud es la que precisamente le ayudará a superar la etapa, entrando en un momento más tranquilo de los inicios de juventud.

B. El saber de su historia previa / familia biológica.

Ya he mencionado antes que los interrogantes que surgen están relacionados con el porqué de su abandono, con la persona o personas que le dejaron y las circunstancias en las que vivieron o viven (quienes eran, a qué se dedicaban, qué apariencia tienen, dónde están ahora… si tiene hermanos…). Son cuestiones que siempre se viven acompañadas de dolor y que requieren tiempo para realizar el proceso de integración (Mendenhall, Wrobel, Grotevant & McRoy, 2004). La búsqueda será no solo encontrar datos sino una forma de pensar y compartir con los padres, hasta poder elaborar el interrogante de su nacimiento, el dónde, cuándo y por qué, para así poder sentirse ubicado (Amorós, Fuertes y Paula, 1996; Freixa, Negre, 2005). Se trata de todo un proceso, que se inicia en la infancia, sigue en la adolescencia y juventud, y podríamos decir no termina nunca, porque la condición de adoptado se lleva toda la vida. Lo importante es que se haya podido conciliar con su realidad, con lo que sabe y sobre todo con el vacío de lo que no puede saber.

A menudo los adolescentes pueden sentir la necesidad?curiosidad de viajar al país de origen, conocer su realidad, su forma de vida, gentes, costumbres. Así sabemos de algunas situaciones en las que el chico/a ha viajado con sus padres. Cuando este viaje se da dentro de un clima de cariño, contención y comprensión, puede entonces unir más la familia, la vinculación se ve reforzada, ya que el adolescente se siente acompañado en el dolor que siempre suscita el contacto con su país, con sus gentes y con el hecho de que podría ser uno de ellos, pero su vida cambió de rumbo por la adopción.

Para realizar la búsqueda concreta de una persona-s es conveniente que se haya superado la adolescencia y esté en un momento de aceptación personal y mayor integración emocional, que le permita comprender las posibles razones de los progenitores, a la vez sin idealizarlos ni denigrarlos. Solo así podrá realizar un proceso de integración adecuado de los datos que vaya encontrando y encajar el impacto emocional que provoca conocer alguien de su familia biológica.

Esta experiencia a una edad temprana y turbulenta como la adolescencia, podría confundir más que ayudar a clarificar, podría conflictivizar más aún esta etapa.

Conclusiones

Todos estos factores descritos provocan en el adolescente épocas de sentimientos difíciles, contradictorios y caóticos, consigo mismo y con los demás, que fácilmente derivan en conductas de aislamiento, agresividad o violencia en los casos más extremos. La convivencia familiar se hace muy conflictiva y los padres a menudo se sienten desorientados ante manifestaciones disruptivas de unos hijos que en la infancia no habían dado “demasiados problemas”. El riesgo es que se sientan víctimas, impotentes y/o, cada vez más, emocionalmente alejados del hijo, no pudiendo conectar con la intensidad del proceso que este está viviendo.

Por todo ello es esencial destacar el papel que los padres van a tener al lado del hijo, desde el momento de su adopción y en esta etapa. En este período van a ejercer sus funciones paternas/maternas en una atmósfera de relación difícil en la que se pueden sentir confusos y asustados, sin comprender qué le ocurre y activándose en ellos mismos fantasías que habían permanecido ocultas (acerca de los progenitores de su hijo, de su herencia genética, de su auténtica inserción filial) y que pueden impedir reconocer a ese hijo como propio y por lo tanto puedan acompañarle, contenerle y ayudarle en esta etapa.

Pero como decía antes, es a lo largo de toda la infancia, de la convivencia del día a día y la calidad de la relación, que se forja la adolescencia. Los profesionales debemos ayudar a los padres a ejercer su función, ayudarles a “leer” a su hijo, a comprenderle y acompañarle evitando la soledad. Es necesario que les ayudemos, por un lado, a distinguir y detectar las consecuencias de negligencias y carencias vividas en el desarrollo de sus capacidades mentales (mentalización de las emociones, capacidad de simbolización y de pensamiento) y, por otro, a percibir y captar los duelos, la vivencia de abandono, que expresa a través de actitudes y reacciones.

Siguiendo a Bowlby (1983), poner palabras a la pena y a los duelos integra el pensamiento y los sentimientos, evita que estos se segreguen y se conviertan en acción incontrolada más adelante, en actuaciones destructivas hacia sí mismo y hacia los demás en la adolescencia.

Es muy importante que los profesionales que atendemos a padres adoptivos les transmitamos y ayudemos a entender cómo una pérdida temprana se convierte en una fuente de vulnerabilidad cuando el niño no tuvo un cuidado empático por parte de los cuidadores, o cuando no pudo elaborar sus duelos, ya que su evolución posterior va a depender no solo del niño sino de cómo lo van a tratar los que están en su nuevo entorno, es decir, su familia adoptiva (Brown y Harris, 1989; Newton, 2010).

Por último subrayar de nuevo que para que puedan ejercer esta función los padres que adoptan deben estar en las mejores condiciones internas posibles, conciliados con sus pérdidas, si no, existe el riesgo de que, sumidos en su propio dolor (consciente o no), no puedan percibir y entender el de su hijo/a.

Vinyet Mirabent Junyent

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