«El abandono es el mayor trauma»
Boris Cyrulnik, neuropsiquiatra y superviviente del nazismo, muestra la forma más viable de sobreponerse a la adversidad cuando parece que todo está perdido.
Transmite una viveza afable y contenida, la emoción de quien ha dado a su vida y a su profesión un sentido profundo y entrelazado; no sé si trascendente porque afirma no ser religioso.
Es Boris Cyrulnik, nacido en Francia. Sus padres judíos, provenientes de Ucrania, fueron asesinados en los campos nazis y él mismo arrestado y hecho prisionero en un campo de concentración del que logró escapar con solo seis años de edad.
Como otros huérfanos, fue refugiado en la Asistencia Pública y criado por varias familias. En 1944, fue el único superviviente de entre trescientas personas refugiadas en una sinagoga.
Pisó una escuela por primera vez a los once años. Quince años más tarde se convertiría en neuropsiquiatra.
Hallar un sentido al sufrimiento extremo es, para este psiquiatra, psicoanalista y neurólogo, el motor de la resiliencia, ese concepto que tanto ha contribuido a divulgar, sobre todo tras el éxito de su libro Los patitos feos. Y que también está presente en Autobiografía de un espantapájaros, publicada asimismo por Gedisa.
¿La resiliencia sería la capacidad para recuperarse después de un trauma?
No, pues resiliencia no equivale a rehabilitación. Una persona no vuelve a ser la misma tras un trauma; la huella está en el cuerpo, en el cerebro, en la memoria. Se puede retomar un buen desarrollo, a veces menos bueno, pero en todo caso distinto al que se hubiera tenido sin el trauma. Hablamos entonces de desarrollo resiliente. Eso es para mí la resiliencia: un nuevo desarrollo después de la agonía traumática.
¿Existen rasgos de personalidad que nos hagan más resilientes?
De ningún modo. Un niño que no ha sufrido ningún trauma, por ejemplo, se desarrolla en su familia, su entorno, su cultura. Pero un niño traumatizado no retomará un nuevo desarrollo salvo que encuentre quien le acoja y le cuide. Si eso ocurre, iniciará un nuevo desarrollo, distinto del que hubiese debido tener y quizá no por ello menos interesante. La biología nos dice que el desarrollo puede adoptar mil formas distintas tanto si alguien ha sido herido como si no. No puede hablarse de personalidades resilientes puesto que se trata de un proceso.
Hoy en día se habla mucho de neuroplasticidad, de la capacidad del cerebro para recuperarse, para crear nuevas conexiones neuronales…
Sí, existe también una resiliencia neuronal. Gracias a los sofisticados escáneres cerebrales hoy podemos observar con precisión qué ocurre en el cerebro después de un trauma. Constatamos, por ejemplo, que un niño que ha sido aislado, abandonado desde el punto de vista afectivo, tiene problemas de desarrollo en la parte fronto-límbica del cerebro, que queda atrofiada. En cuanto se acoge a este niño y se le nutre afectivamente, su cerebro retoma el desarrollo; con retraso, eso sí. En las imágenes cerebrales vemos cómo las zonas que estaban deprimidas se agrandan y cómo crecen las conexiones entre el lóbulo prefrontal (el que nos permite anticipar) y los circuitos límbicos asociados a la memoria y a las emociones.
¿Existe un trauma peor que el abandono?
Sin duda el aislamiento, la negligencia afectiva, es el más intenso de todos los traumas y lo que provoca más problemas de desarrollo en los niños. Es peor que el sufrimiento físico o las agresiones sexuales. Sucede así porque la autoestima, la base que nos ayuda a dar sentido a lo que vivimos y a nuestras relaciones, se desarrolla a partir de la primera relación establecida con la madre o con el cuidador principal, el llamado vínculo de apego. Cuando ese vínculo se rompe o se daña, el desarrollo queda profundamente afectado. Si tras el abandono o el trauma el niño reemprende, de algún modo, un desarrollo resiliente, puede llegar a establecer un vínculo de apego seguro con otro cuidador. Esa relación dará al niño la seguridad que necesita para explorar el mundo que le rodea, desarrollarse y crecer.
Lo que vemos, sin embargo, es que antes de que esto ocurra el niño suele pasar por un periodo en el que puede manifestar un apego inseguro –se siente inseguro frente a los demás y se imagina que siempre será abandonado y rechazado por todo el mundo– o bien un apego ansioso –miedo paralizante cuando el cuidador se va; muestras de desconfianza extremas. Las familias que acogen a estos niños deben pues tener en cuenta que los inicios son un poco duros pero que, si las condiciones siguen siendo adecuadas, el niño desarrolla un estilo de apego seguro con el que reemprende su desarrollo.
¿Qué resulta útil desde el punto de vista psicológico?
Si hablamos de resiliencia psicológica, constatamos que existen mecanismos de defensa que son constructivos y otros que resultan destructivos. Entre los primeros está la fantasía –muchos niños maltratados se refugian en ella– o la mentalización, lo que yo denomino la rabia de comprender, que nos impide morir psíquicamente. También el altruismo nos ayuda. De hecho, muchos de estos niños que tienen importantes dificultades, de adultos se convierten en psicólogos. Finalmente, otro mecanismo de resiliencia psicológica que resulta positivo hasta un cierto momento es la negación. Una persona, por ejemplo, dice: «es demasiado pronto para hablar de eso, me reactiva el sufrimiento». No es malo callarse al principio, pero debe llegar un día en que uno pueda hablar; de lo contrario, la resiliencia no resultará posible.
¿Cuáles serían los mecanismos de defensa destructivos?
El aislamiento, la vergüenza, la humillación; estos son los más importantes. Y también la falta de sentido –la persona se dice: «no sé por qué me han maltratado tanto», «no sé por qué he sido abandonado»–, la agresividad –algunos niños traumatizados agreden a quienes quieren cuidarles–, la hipocondría –»estoy enfermo aunque los médicos no sepan qué me pasa»– o la regresión –»no voy a arriesgarme», «con lo que me ha pasado, me rindo».
¿Los traumas se superan mejor o peor en función de la cultura en que vivimos?
Sí: hay culturas que dificultan o impiden la resiliencia. Suele tratarse de culturas con desarraigo, que no aportan un sentido a lo sucedido; en las que no se sabe de dónde procede uno; culturas del abandono, del «espabílate tú solo que yo tengo mi vida», o bien culturas que entierran socialmente a sus heridos. Como ocurrió en Francia después de la guerra. A los heridos se les privó de la palabra: «ya se acabó todo», «pensad en otra cosa», «nosotros también sufrimos», «no tenéis nada que decir», «no os creemos»…
Es lo que ocurre también después de las agresiones sexuales y, de modo notable, después del incesto. En Francia se decía a las víctimas: «conozco a tu padre; no te creo», con lo que esos niños, tras haber sido agredidos por el adulto, eran agredidos por una cultura que no les protegía y que, encima, les quitaba la palabra. Hay otras culturas, por el contrario, que sí alientan la resiliencia. Le dicen a uno: «dime de dónde vienes, háblame de tus tradiciones, de los valores de tus padres, de tu cultura y yo te contaré de la mía». Eso ayuda a dar un sentido a la herida. Son culturas que dan la palabra: «hablarás hoy si quieres, o mañana si hoy te resulta muy difícil». En estas culturas sostenedoras muchos heridos reemprenden un proceso de desarrollo resiliente.
Entonces, lo mejor que puede hacer una familia para ayudar a un herido es…
Justamente eso, decirle con su actitud: «te sostengo afectivamente y, cuando puedas hablar, trataremos de comprender, de dar sentido a tu herida». De este modo, la familia crea las condiciones de resiliencia para el herido. Es lo contrario de las familias que dicen cosas como: «tú te lo has buscado» o «cállate».
Recogiendo una expresión suya, ¿se puede triunfar sobre el sufrimiento?
Quienes han desarrollado un trastorno por estrés postraumático quedan prisioneros del pasado. Son personas que a menudo nos dicen: «sufro como si acabase de ocurrir», «tengo pesadillas», «no pienso más que en eso» o «a la que algo me recuerda lo que pasó, el sufrimiento intenso se reactiva como si estuviese pasando en ese instante». El único modo de evitar esto consiste en remodelar la representación simbólica del sufrimiento.
Ahí es donde se ve que cuando los heridos son sostenidos afectivamente pueden iniciar el trabajo con palabras y, sobre todo, dialogando. Eso permite adquirir algo de distancia y la persona puede recuperar gradualmente el control sobre su sufrimiento. Hay muchas cosas que ayudan: la palabra compartida, la escritura –escribir ayuda mucho–, el teatro, el compromiso social, estudiar… Todo se reorganiza cuando la persona empieza a buscar; la búsqueda de sentido es un gran factor de resiliencia. Desde el preciso instante en que alguien trata de comprender lo que le ha pasado, empieza a remodelar la representación de su experiencia. Y la gente transforma sus heridas en obras teatrales, en estudios de psicología, en militancia política.
Habla del uso del lenguaje en la búsqueda de sentido. ¿Cómo distinguir el lenguaje que pervierte del que salva?
El lenguaje que nos pervierte es el del narcisismo, del clan, del hombre solo para quien únicamente su deseo cuenta y para quien los otros no existen. Es lo que ocurre con los narcisistas, los sádicos, los perversos sexuales y también todos aquellos hombres y mujeres, de estructura psicológica no perversa, que viven presos de culturas enfermas, como el fanatismo, el fascismo, el comunismo, el fundamentalismo religioso o la mafia, que consideran que solo cuenta el grupo, y que quienes están fuera de él no son verdaderos seres humanos y, por tanto, pueden ser destruidos sin culpabilidad alguna. En eso consiste el discurso perverso. En el otro polo tenemos el discurso de exploración, de encuentro: «Usted no piensa como yo, no profesa la misma religión y proviene de otra cultura… Es divertido, es interesante, es irritante pero ese es usted, un ser humano con una personalidad distinta a la mía. Puedo discutir con usted pero también deseo descubrirle».
¿Toda narración autobiográfica tiene algo de quimera?
Desde luego; siempre reconstruimos nuestros recuerdos. Se han hecho estudios con personas que escribían sus vivencias en un diario íntimo, por ejemplo, que luego confiaron a los investigadores. Tres años después, se les pedía que explicaran lo que habían vivido en la época reflejada en el diario. ¡Lo que contaban tenía poco que ver con lo escrito! Pero no puede afirmarse que mintieran. Escogemos del pasado aquellas porciones de verdad que acaban configurando quimeras. Porque una quimera es un animal que en rigor no existe, dado que en él todo es recompuesto.
¿Por qué ocurre eso?
Porque no podemos almacenarlo todo y porque lo que evocamos está muy relacionado con el estado de ánimo que tenemos el día que nos ponemos a recordar. Si estamos de buen humor, buscaremos en nuestra trayectoria las partes de verdad que legitimen la alegría que sentimos. Si, por el contrario, estamos tristes o nos sentimos desgraciados, buscaremos pedazos de verdad que expliquen el malestar actual. Las dos conclusiones serán igualmente ciertas.
¿Podemos aprender algo de los traumas?
Yo rechazo un poco esa idea. Es cierto que algunas personas me han hablado en estos términos. Bruno Bettelheim, por ejemplo, me dijo que su vida mejoró después de la deportación. Moskovichi también se sentía mejor después de su infancia terrible y llegó a decirme que se compadecía de los adultos que habían tenido una infancia fácil. Pienso que no se puede hacer una norma educativa de eso. Después del trauma una persona puede reiniciar un proceso de desarrollo que no es ni mejor ni peor sino simplemente distinto. Lo demás está más relacionado con la necesidad que todos tenemos de dar un sentido a lo inexplicable.
¿El dolor nos hace más egocéntricos?
Efectivamente, el dolor nos obliga a centrarnos más en nosotros mismos. Si sufrimos físicamente, nos centramos en la parte del cuerpo que nos duele; cuando sufrimos moralmente, nos centramos completamente en nuestra aflicción. Al principio se trata de un factor de protección que impide la resiliencia si se prolonga demasiado. Desde el instante en que podemos hacer algo con el dolor, sufrimos menos. Porque hasta el dolor físico es una enorme construcción psíquica. Si recibimos un golpe mientras estamos corriendo o jugando a fútbol, por ejemplo, sufrimos mucho menos que si recibimos un golpe de la misma intensidad infligido por alguien que quiere torturarnos.
Y entonces, ¿qué se puede hacer con el dolor psíquico?
Lo dicho antes: dar sentido al propio dolor. Si lo hacemos, el golpe dolerá igual en el mundo real pero se sufrirá menos en el mundo de la representación mental.
En ese proceso de resiliencia, habla de transformar la vergüenza en orgullo.
Se puede pasar de la vergüenza al orgullo –en su acepción más positiva– cuando alguien logra reconstruirse a sí mismo. Las personas que han activado un proceso de resiliencia acaban por sentirse orgullosas de haber superado tantas pruebas. Pero todo depende un poco de la cultura. Si una sociedad concreta considera que los heridos ya no tienen nada que hacer, que ya están perdidos de por vida, de hecho les está pidiendo que inicien la carrera de víctima.
Distinto fue el caso de los judíos franceses que emigraron a los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando llegaron a América no se les dijo de entrada: «Sois víctimas, con lo que os ha pasado ya estáis fastidiados». Al contrario, se les dijo: «Habéis sufrido una gran herida, he aquí las herramientas para retomar un desarrollo correcto». Y muy rápidamente, desde ese instante, reemprendieron su desarrollo y experimentaron el orgullo de volver a caminar después de una herida traumática.
Un epitafio para usted…
No has vivido tan mal, después de todo.
¿Qué es lo que más le ayuda, como profesional, para no cargar con el sufrimiento de sus pacientes?
He sido psicoterapeuta y neurólogo durante décadas. Lo que me ha hecho sufrir más es identificarme demasiado con mis clientes. Lo que más me ha protegido es el esfuerzo por tratar de entender qué les pasaba para poder ayudarles a comprenderse a sí mismos.
Begoña Odriozola
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