La adopción: un viaje de descubrimiento

[…] Un viaje de exploración en el que la persona adoptada es la protagonista. Y ese sentimiento de agencia es, justo, lo que conecta con la competencia relacionada con la propia historia, más allá de lo que pudo ser, lo que fue y lo que tristemente es irreversible o desconocido. […]

Muchas niñas y niños adoptados sufren, desde su más tierna infancia, de una profunda vergüenza.

Esta vergüenza de base suele tener su origen en la herida primaria, a saber, la sensación sentida de que han sido abandonados o rechazados por la persona que tenía la obligación, el deber y la misión de protegerlos y cuidarlos.

«Soy un despojo, un deshecho, por lo que no puede quererme nadie.»

Por ejemplo, en muchas y muchos bebés adaptados puede observarse una peculiaridad significativa: no se quejan ni lloran y, cuando lo hacen, parece una descarga de tensión hacia el vacío, como si no esperaban que nadie los recoja en su desbordamiento. Esta conducta, aparentemente baladí, puede ser un indicador temprano de la presencia de dicha vergüenza porque cuando una niña o un niño deja de reclamar cuidados es, bien porque los adultos no están disponibles o pueden causar un daño, o porque no se siente digno de la intimidad que ofrecen sus brazos.

Y es que hay que entender la realidad de las niñas y niños adoptados en toda su complejidad, porque no hay una narrativa satisfactoria que conecte con su herida primaria.

Porque, si me han rechazado o abandonado, puede ser por diferentes motivos, ¿no?

Puede ser que mi madre biológica me quisiera, y el abandono fue una forma de facilitarme una mejor vida, dado que ella no podía cuidarme. Pero, si es el caso, debo aceptar que las relaciones no perduran y, lo que es peor, que el amor se asocia, muchas veces, al abandono. Y visto todo esto, ¿qué va a pasar? Si me quieren, ¿me abandonarán? Los cuidados que recibo y me gustan, ¿van a durar en el tiempo? Se van creando así una estructura característica del apego desorganizado, en el que el amor o la cercanía afectiva está ligada a una amenaza muy profunda (la aniquilación) del que la persona adoptada no se puede proteger.

Pero, también, puede ser que mi madre no me quisiera. De ser así, se refuerza mi idea de que no soy suficientemente buena o bueno para sostener el amor de nadie, dado que he fallado a la persona más importante de mi vida. Y, lo que es peor, de que mi esencia más íntima está corrupta, por lo que sólo puedo esperar el mismo trato por parte de terceros.

Quizás, pareciera más benigno el relato de que, oye, tu madre te quería y te quería cuidar, pero alguien valoró las cosas y decidió que no estaba en condiciones de cuidarte. Pero, ¿entonces?, ¿me causaba daño?, ¿era mala?, y si yo soy sangre de su sangre, ¿qué dice eso de mi persona?

Para enredar más las cosas, la mayor parte personas adoptadas (niñas, niños, adolescentes y adultos) —y, sobre todo, cuando se trata de una adopción internacional— apenas cuentan con suficiente información sobre sus orígenes, por lo que todas estas perspectivas o narrativas se superponen y se alternan, generando más confusión en la historia. Porque, como bien sabemos, cuando no hay un relato de los hechos, una mente que se siente en peligro siempre anticipa el peor de los escenarios.

Es la mejor forma de sobrevivir… pero a qué precio. Porque no que se estimula en cualquiera de los escenarios es una profunda sensación de vergüenza, que puede llegar a arrastrarse toda una vida, como una losa que pesa en cualquier tipo de experiencia, intrapersonal, extrapersonal o interpersonal, registrando toda la información como la verificación de que, se haga lo que se haga, una o uno nunca va a ser suficiente.

Hay muchas formas de superar esta paradoja, pero voy a centrarme ahora en una clave que creo imprescindible: que la vergüenza, por muy dolorosa y cabrona que sea, también protege.

Qué estás diciendo, Gorka, ¿de qué va a proteger? Amosnomejodas.

Tengo la hipótesis de que, en las personas adoptadas, la vergüenza protege en muchas ocasiones de la paradoja, la inestabilidad y la incoherencia intrínsecas a la situación que han vivido, permitiendo sostener los vínculos que garantizan la supervivencia.

Porque aceptar que una o uno es una basura, me ofrece un mínimo de seguridad de base. Da un sentido a las cosas que siento, que hago y a la forma cómo me protejo. «Pues sí, soy un asco, ¿qué pasa?» Y además —esto es lo más importante— permite preservar el vínculo con la madre biológica y adoptiva. Porque, si soy yo quien estaba mal, de alguna manera, no entro en conflicto con ninguna de ambas; y las necesito a las dos para sobrevivir en un mundo hostil en el que la gente está sola y no puede confiar en nadie, porque se abandona y se necesita a alguien disponible cuando nuestra referencia falla. Sé que es un tema complicado, pero hablo de “madres” y no de familias, no porque quiera responsabilizar o culpabilizar más a las figuras femeninas de una familia, ni por excluir de los cuidados a las figuras masculinas o padres, sino porque entiendo que la herida primaria está relacionada con los cuidados y atenciones que proporcionan las mujeres en los primeros momentos de la vida.

Lo bueno de aceptar esto, es que tenemos un par de antídotos contra la vergüenza que, si me apuras, diré que se trata de la toma de conciencia y la búsqueda de un sentido. Entendiendo toma de conciencia como la construcción y desarrollo de una narrativa relacionada con la herida primaria («me duele aquí, y es por y para esto»); y búsqueda de sentido, como el deseo y la actividad que va dando coherencia al relato, uniendo el pasado, el presente y las expectativas de futuro, en un todo coherente («tengo una historia que me afecta así, y este es mi camino»).

Desde mi perspectiva —que, repito, no es la única— el valor de esta intervención no tiene tanto que ver con los resultados, sino con el proceso, a saber, con permanecer conectada o conectado con el hecho de que hay algo que integrar con los nuevos recursos que vayan aflorando. Porque, quizás, la herida primaria no sea tanto un problema a resolver como un viaje de exploración en busca de ese sentido.

Un viaje de exploración en el que la persona adoptada es la protagonista. Y ese sentimiento de agencia es, justo, lo que conecta con la competencia relacionada con la propia historia, más allá de lo que pudo ser, lo que fue y lo que tristemente es desconocido, irreversible o se ha perdido en la memoria.

Un viaje de exploración con una buena brújula, que permita a las personas adoptadas seguir su camino pero sin perder el rumbo. Esto es, con una buena psicoeducación de base que les ayude a comprender mejor qué les ocurre, cómo pueden regularlo, que su experiencia y su dolor es algo frecuente en las personas que han sufrido esa herida primaria, y que pueden mirarse, reconocerse y valorarse a a sí mismas tanto en sus luces, como en sus sombras.

Eso es justo lo que mantiene a raya la vergüenza de base: sentirse protagonista de una historia cuyo desarrollo depende, en gran medida, de una o uno mismo.

Sé que lo que acabo de decir no es muy esperanzador, sobre todo, si eres madre o padre adoptante. Pero, debes saber que al aceptar que hay heridas que no se cierran nunca, empezamos a crear las condiciones para que las niñas, niños, adolescentes y, luego, personas adultas puedan ir recorriendo, pasito a pasito, este camino. Un camino que seguramente será para bien, aunque haya obstáculos, trampas y senderos que se pierdan en la espesura, porque, pase lo que pase, se habrán fortalecido.

No te cortes en contestar.

¿Estoy en lo cierto?

Gorka Saitua
https://educacion-familiar.com

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