Una historia de racismo en un país que dice no ser racista
O cómo perdimos la memoria de cuando salimos a Europa siendo parias
Se crean lazos imprevistos en la vida. Recibo un mensaje de una alumna de un IES al que acudí el pasado año para dar una conferencia. Ignoro qué le hizo confiar en mí para aconsejar a la compañera que me contara…Una historia no tan imprevista, más común de lo necesario aunque a mi me dejó entre la perplejidad y la rabia. Cuéntale a María, le dijo, y me contó. Quedamos una soleada mañana que preludia primavera en la cafetería en donde tengo costumbre entrevistar a la gente que me interesa o que se acerca a mí, para que cuente. Como esta casi niña, preciosa, que enseguida reconocí viéndola llegar de lejos. Y ahora toca referir lo escuchado, trasmitir los boscosos recovecos de una sociedad impía y cruel que parece olvidó a los tíos, abuelos o vecinos que en los años sesenta y setenta salieron hacia Europa con la maleta atada con cordel de esparto y el bocadillo de chorizo de matanza como equipajes.
Pero vamos por el principio.
Una joven rubia, hermosa, de ojos claros y un hombre moreno, se casan enamorados y decididos, ambos, a cambiar de vida, a llegar a un sitio donde les han contado que todo es mejor. Son de Rumanía, un país hermoso con una historia trágica que estalla en los albores del siglo XXI. Les han contado que en España la vida es más fácil y se progresa conforme al esfuerzo. Es una pareja enamorada que sueñan con algo, sin saber bien qué, pero mejor que lo que su tierra les ofrece. Tienen que viajar separados. No tienen papeles ni permisos de trabajo, pero da igual, llevan la juventud y el entusiasmo dentro de ellos y les han contado que en España se trata bien a los que llegan, que es un país amable.
Ella se embarca en un autobús que recorre Europa. Viaja sola, es joven y el miedo le atenaza a ratos. Duerme en estaciones de bus con el temor de un asalto, de un abuso, de la policía que la descubra y la torne al origen. Y con los bolsillos vacíos.
Pertenecen a un país en donde las cosas no están fáciles. Corrupción y problemas derivados de la realpolitik han desbaratado una tierra hermosa y fértil convirtiéndola en un erial, en una sociedad donde todo cuesta y existe un bloque de cemento encima de las cabezas que impide crecer. Ellos, la pareja recién casada, sueñan y quieren mejorar la vida que han comenzado al formar esa familia.
Él, emprende viaje también en soledad, quizá con menos miedo porque ya se sabe, las mujeres caminamos por el mundo con riesgo añadido. Se reúnen en Madrid. Les han contado que España es un país abierto, simpático, dulce, que hay progreso y brazos que reciben amigablemente…Lo que encuentran es un piso patera donde hacinarse más de diez compatriotas en muy pocos metros. No importa porque son jóvenes y los sueños alimentan las alas que han desplegado. Buscan trabajo… No tienen papeles, como hemos dicho. Son ilegales. Son de esa clase de personas a las que desde pulpitos políticos gente de mal escupe e insulta. Ellos no escuchan porque no saben español. Solo quieren progresar, formar su familia al amparo de un amable país.
Buscan trabajo, no tienen problemas en aceptar lo que sea. Y lo que sea es una obra donde él deja la piel durante doce horas, donde se lesiona por falta de medidas de seguridad y no puede ir al médico porque es ilegal, nadie le ampara, no tiene cobertura y pueden denunciarle y deportarle. Da igual, el jefe, ese español patriota que contrata y explota a ilegales para llenar su bolsa, le impone curarse solo. “No vayas al hospital porque te echan del país”, le dice obviando su responsabilidad. No pasa nada, es fuerte, joven. Puede con doce horas de trabajo en una obra, sin descanso para llevar un exiguo salario al mínimo hogar que comparten con compatriotas.
Ella consigue trabajos de interna. No habla español, no entiende, pero enseguida se da cuenta que las palabras duelen como latigazos, que los insultos aunque no se comprendan saben a hiel y humillan. Cuida ancianos que la maltratan, quizá sin querer porque su demencia les hace ser crueles… Niños que se ríen de ella, de la mala pronunciación del idioma. Es explotada y mal mirada, pero le da igual. Han venido para progresar y siguen en la brega.
Queda embarazada por lo que en los últimos meses no puede trabajar. No hay subsidio, ni médico, ni acompañamiento. Son ilegales, ya hemos dicho. El marido es detenido por la policía en la calle, ¿su delito?, no tener papeles. Pasa unos días en el calabozo mientras ella se desespera hasta que sale. No le deportan. Hubo suerte.
Llega la hija que hoy está frente a mí. Una niña de ojos oscuros, piel morena, como su padre. Luego llega un pequeñín que tiene más suerte. Se parece a la madre, es rubio con ojos claros. A la niña, morena, le dicen que parece gitana. Como si ser gitana fuera un insulto. Cuando camina con la madre por el supermercado, esta le avisa: “nunca metas las manos en los bolsillos… no hables rumano. Habla español. En el super habla solo español”. El miedo, la dura experiencia que vive hizo cautelosa a esa madre rumana que sabe que su pequeña es morena y tiene un idioma que es recibido como amenaza. No se lo explica, la pequeña no entiende por qué debe llevar las manos bien visibles pero percibe que algo no anda bien. A su hermano no le hace tanta precaución… Es rubio. ¿Desde cuándo el color de la piel morena es recibido como amenaza en un país de morenos/as?
Durante años la madre no consiente que la niña lleve pelo largo… No le dice por qué. Hoy, la joven sabe que su aspecto con melena recordaba más a una niña gitana. Y no, mejor corto. Y habla español. Y lleva las manos bien visibles… Autodefensa de una madre dolorida contra el racismo, puro y duro.
Intentan por todos los medios regularizar su situación, pero es costoso, las leyes son tan infamantes que no es posible o lo es a medias. Maltrato administrativo, incomprensión, dilación de unos papeles que les permitirían aparcar el miedo. Pero todo es complicado, no tienen medios y el idioma es un grave impedimento que la administración no solventa.
Ustedes, queridas lectoras, pensarán que es exagerado lo que contamos… Pregunten si dudan a cualquier extrajera -no yanqui, ni británica, ni de la Europa rica-. Pregunten y verán que los guardas de seguridad no dejan en paz a esta gente mientras visita un centro comercial. Les contarán que ser moreno o negro, hablar un idioma diferente (que no sea el de países ricos) es causa de seguimiento, de preguntas improcedentes, de revisiones de bolsos. España es un país amable, decimos. No somos nada racistas. Nos lo dicen y lo creemos.
Alguien les habla de que hay un lugar en el norte de España que es bonito, prospero, que la vida es más fácil porque no existe la locura de Madrid con las calles abigarradas, con policías que piden papeles en cualquier momento. Porque la pareja que ya tiene a los dos pequeños, están hartos de caminar con miedo, de luchar por hacerse trasparentes en las calles, por no llamar de ningún modo la atención y sobre todo, de ser explotados sin piedad en jornadas de doce o catorce horas mal pagadas. La solidaridad familiar acude en su ayuda, viene la abuela y una hermana de la madre para ayudarle con la crianza de los pequeños pero quieren estabilizarse en España. A pesar de todo sienten arraigo, les gusta este país.
Vienen a Cantabria. Se instalan, ilusionados/as en la zona de Trasmiera, pertenecen al Ayuntamiento de Medio Cudeyo. Las cosas comienzan a mejorar. El trabajo de ambos va recogiendo los frutos y los pequeños crecen. Les contaron que en Cantabria las cosas les irían bien como así ha sido… Los niños se escolarizan y la madre intenta socializar con otras mamás porque la soledad es dura cuando no hay familia, amigos con los que contar los avatares del día. La depresión acecha con dureza.
No es posible, su nombre y la forma en que habla su imperfecto español produce risa. El primer colegio de la niña, me cuenta con el tono de voz pausado, es privado porque los padres creen que es lo mejor que pueden ofrecer. Un colegio religioso, de monjitas católicas que dividen a los niños/as en los buenos (los que rezan y van a misa) y los malos (los que no, mi interlocutora al ser rumana es ortodoxa, bueno, ahora no es nada, me puntualiza con su sonrisa, pero no hace la primera comunión y es discriminada). Harta de desprecios, de ese “contador” de niñas buenas y malas, de las monjitas, de ser “la Rumana” le cambian a un colegio público, donde las cosas mejoran…
“Hay micro racismo, María, casos que no son importantes pero duelen”. Yo creo que no. No es micro algo que hiere, que ofende. El racismo como el machismo o cualquier discriminación no es micro, porque cava una fosa de desaliento y soledad en quien lo padece.
Hay momentos de señalamiento que los profesores no cortan. Y duele. Hay comentarios que discriminan. Y duelen. Mi interlocutora ha nacido en España, su cultura, su lengua y sus costumbres son españolas. No entiende la diferencia que se marca entre los de allí y los de aquí.
Durante este tiempo de asentamiento en Cantabria, siguen insistiendo con los tramites de legalización, me cuenta la joven, lo difícil, casi imposible que es manejarse en una administración con unos funcionarios que ponen siempre inconvenientes absurdos. Como pedirles ¡el certificado de defunción de los bisabuelos! para regularizar su estado. Señala sin ambages al funcionariado del Ayuntamiento de Medio Cudeyo por la apatía y la incapacidad de solucionar o gestionar algo que forma parte de su trabajo. ¿O tendremos que pensar en otras palabras más duras para definir la respuesta administrativa?
A pesar de todo, los padres han progresado. Hoy el papá tiene una empresa con tres trabajadores (dos españoles y un rumano, contratados y no explotados como le hicieron a él). Han comprado una casa en el municipio de Medio Cudeyo. Con hipoteca, me aclara la niña de ojos sensatos, pero es su casa. Le va bien la empresa, tienen una furgoneta para desplazarse por las obras. Han progresado hasta convertirse en productivos para la economía del país que sigue rechazándolos.
Los padres, al fin, han conseguido la nacionalidad española tras años de solicitarla, de estar integrados, de pelea y gastos en abogado. El hermano también. Hace dos semanas, cuando esto se escribe, que posee DNI. Mi joven interlocutora, no. No ha conseguido aun ser española. No llegan sus papeles. A pesar de haber nacido en España, de tener total arraigo, de que su unidad familiar ya es española. A ella no le llega la nacionalidad y ese es el motivo de mi entrevista. Quiere luchar por su identidad porque le cansa seguir siendo algo indeterminado en su país.
Cuando le pregunto por qué quiere ser española, me responde con brío: “porque sí, porque he nacido en este país. No tengo sitio, me siento fuera de todo. Me he criado en España, mi cultura es española pero no me admiten. He vivido siempre aquí por lo que mis raíces rumanas se han pedido. Tampoco estoy enraizada en España y me da rabia ser rechazada, tener que sacar mi pasaporte para todo, ser mirada como diferente, como un bicho raro cuando voy al médico, en cualquier trámite que tengo que hacer como las becas, que no tengo acceso a algunas por no tener mi DNI en regla. Siento rabia, y me siento despreciada por España. No puedo votar más que en las Municipales. Me cansa esta aptitud, me harta ser extranjera en mi país. Siento que no tengo identidad ni aquí ni en Rumanía”.
Hace unas semanas, una pareja de policías municipales del Ayuntamiento de Medio Cudeyo se presentó en su casa… Estaba solo el hermano que cuenta dieciséis años. Abrió la puerta y le interrogaron con preguntas insistentes sobre dónde se encontraban sus padres –repito, es una familia con casa propia, empresa propia, nacionalizados españoles-. Le preguntan si seguían residiendo los padres en el municipio ¡en el que están empadronados y pagan sus impuestos! Le hicieron firmar algo que el joven no leyó. La madre, más tarde, preguntó el porqué de ese interrogatorio, de hacer firmar a un menor sin los padres. «Que no era importante, que no se preocupara, mero trámite». Le respondieron.
Pero se preocupan. Se inquietan porque les vuelve el miedo de los años en que eran trasparentes, cuando las calles eran páramos minados en donde a cualquier hora saltaba la detención, la expulsión o la cárcel. Ahora se preguntan ¿por qué la policía les visita e interroga?
Escuchando a esta joven tan correcta, educada pero con la resolución y la cabeza muy clara, he sentido vergüenza y rabia. Vergüenza porque mi país no es como nos dicen: acogedor y nada racista. Y rabia, mucha rabia, porque seres inmundos aprovechan la miseria y la indefensión para explotar a gente que solo desea progresar. Miro a la joven que tengo enfrente y recuerdo los discursos de odio, las diatribas contra los ilegales-como si algún ser humano fuera ilegal, como si poseer un documento nos humanizara-.
No puedo evitar sentir mucha rabia al pensar que el que ayer era considerado paria, que era detenido por la calle, humillado por cualquiera, hoy da trabajo a españoles, ha comprado una casa, paga su hipoteca y sus impuestos y colabora al mantenimiento de nuestro país. Se han convertido en una familia productiva pero siguen siendo considerados extraños, siguen tratándolos de forma peyorativa. Me doy cuenta que los discursos de odio han calado en la gente, que son palabras perversas que nos envenenan a todos/as.
A esta familia los acosan en su casa, su hija, todavía, su preciosa e inteligente hija, no ha conseguido ser española a pesar de tener diecinueve años. Justo los que lleva viviendo en este modélico país que llamamos España.
No puedo evitar la vergüenza y las ganas de gritar a los que gritan y escupen odio. No puedo evitar señalar a un Ayuntamiento, repito Medio Cudeyo, a una policía municipal y a una administración que carece de sensibilidad y de un mínimo de empatía para gestionar su trabajo. Porque es su trabajo, que se les olvida quién les paga. Porque el racismo está imbricado en una sociedad que hasta hace muy poco éramos los parias de Europa y salíamos a buscar una vida mejor. Como siempre se hizo y a lo que tenemos derecho todo ser humano.
María Toca
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