La adopción y la genealogía del abandono

Han pasado casi dos décadas desde que decidí buscar a mi familia biológica en Rusia. Cuando empecé esta afrenta el internet llegaba a casa de mis padres con un sonido más propio de un ovni que de las nueva tecnologías. Desde luego no había redes sociales para buscar personas, ni traductores automáticos y mucho menos una democratización de las pruebas de ADN. Empecé releyendo documentos de la época soviética, aprendiendo el alfabeto ruso y buscando en la enciclopedia mapas de Moscú. Cualquier letra o símbolo me servía como pista. O eso creía yo entonces. Como muchos adoptados sentí la llamada de la sangre, es decir, quería saber a toda costa a quién me parecía, dónde nací y qué ocurrió con mis padres biológicos.

Escribía Aleksandr Solzhenitsyn en 1990 en Cómo reorganizar Rusia: «Hemos forzado a nuestras mujeres a ejecutar los trabajos más duros, las hemos apartado de los niños, hemos dejado enfermar a esos niños, abandonados en su estado de barbarie y de falsa esperanza, […] en nuestro país han dejado de existir las familias normales». Solzhenitsyn tenía toda la razón, porque nacer en la Unión Soviética en una familia apartada de la sociedad, mientras el país se caía a pedazos, incrementaba las posibilidades de acabar en la cuna de un orfanato esperando la adopción si uno tenía suerte. Precisamente eso quería encontrar yo, si mi familia fue o no fue «normal».

Llegar al mundo con enfermedad visible era un estigma que forzaba a miles de madres a dejar a sus criaturas a cargo de los servicios sociales ante la imposibilidad de cuidarles en el núcleo familiar. Además no era raro que los soviéticos intentaran endiñar niños nacidos en Chernóbil a jugosas parejas de extranjeros listas para desembolsar fardos de dólares al funcionario de turno. El dinero oficial de la Unión Soviética desapareció, pero también cayeron los servicios sociales como las ambulancias.

La pobreza emergió con mucha fuerza golpeando a aquellos que tenían ya lo básico y cuyas aspiraciones sociales no iban más allá de la acera de enfrente de su calle. Era la época de las eternas colas de espera, de la desafección; nadie sabía nada.

En Moscú algunos orfanatos eran agradables, tenían más recursos y atención política. Aunque siempre he pensado que quizá su buena reputación tenía que ver más bien con la propaganda soviética hacia el exterior. Esta pretendía mostrar orfanatos decorados con colores y animalitos en vez de aquellos orfanatos miserables Rusia adentro. Tuve la suerte de nacer en la capital de la URSS, un sello que hoy se podría considerar enemigo, pero al menos me dio la oportunidad de sobrevivir.

Era común que los médicos recomendasen con el mero afán de construir un «nuevo hombre soviético» abandonar a los bebés con algún tipo de defecto. Eso lo recuerda muy bien Rubén Gallego en su libro Blanco sobre negro, donde cuenta sus penurias como persona con necesidades especiales de orfanato en orfanato. En 1991 el mundo comunista se derrumbó oficialmente y salieron a la luz varios de sus fracasos internos, entre ellos los millares de huérfanos.

Los soldados esfumados en las guerras, los cuerpos que aún permanecen en el mar tras un naufragio o las chicas secuestradas en su camino hacia un país «mejor» no descansan nunca, ni ellos ni sus familiares. He encontrado similitudes entre las personas que buscan desaparecidos y los que buscan a familiares biológicos pese a no recordarles ni haber compartido una experiencia de vida conjunta. A unos les duele el vínculo desde la pérdida y, a otros nos duele desde el desarraigo de nuestro vínculo familiar. No hay un duelo que comenzar ni un cuerpo al que llorar.

Los adoptados podemos sentir este dolor cuando la intriga nos empapa cada poro, cuando la información que tenemos sobre quién fuimos en otra vida ocupa un cuarto de folio carcomido. No contamos con una narrativa de nacimiento, crecemos sin escuchar los mitos fundacionales de las familias que nos dieron la vida biológica y muchas veces, terminamos nuestros días igual que los empezamos, ciegos.

Decía el filósofo Epicuro en sus Máximas Capitales que «el dolor no mora continuamente en la carne. El dolor extremo solo está presente por un tiempo muy breve, y el que apenas excede el placer corporal no se prolonga más que por unos días. Por otra parte, la enfermedad crónica proporciona a la carne más placer que dolor». Hay veces que la búsqueda incesante de la verdad, a pesar de que duela y que la ignorancia suponga una losa para seguir evolucionando, produce un cierto placer.

Esto es debido a que siempre nos queda un reducto de esperanza de encontrar al desaparecido o al desconocido. El trabajo no consiste en llenarnos de luz, si no de sacar la oscuridad que hay en nosotros para hacer una búsqueda sana y reconciliarnos con nuestros antepasados cercanos o directos.

En el libro ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? de Jeanette Winterson, donde escribe sobre su desastrosa relación con su familia adoptiva, dice: «la adopción es estar fuera. Pones en acción lo que se siente al ser la que no forma parte de algo». Winterson se lanza a hablar sobre lo universal de la adopción refiriéndose a las enormes diferencias y distancias con la familia adoptiva. No nos parecemos físicamente, no caminamos igual y nuestras voces no se parecen.

Cuando vemos un álbum de fotos familiar tenemos que pretender seguir el juego de quién es quién. No podemos señalar caras como la nuestra. Tenemos que hacer un esfuerzo diario por encajar mientras en paralelo nuestros pensamientos nos llevan a lugares misteriosos como a preguntarnos por nuestra familia biológica. ¿Heredé de mi padre las cejas?, ¿el carácter templado será de mi abuela materna?

Las historias de personas adoptadas que han tenido éxito buscando a sus familias biológicas no abundan en las librerías en parte porque la adopción sigue siendo tabú. Fue un estigma durante años para los padres que no podrían engendrar, lo fue también para nosotros, los hijos no naturales que debíamos de guardar el secreto y lo fue de los servicios sociales que jamás se preocuparon por dar seguimiento a nuestra integración en la sociedad. Si a esta mezcla de destilados le añadimos los casos de bebés robados desde la guerra civil hasta bien entrados los años noventa por hospitales, funcionarios públicos e instituciones católicas, tenemos una bebida indigerible.

Por eso es fundamental comenzar a buscar. Es el momento de la voz de los hijos, las experiencias de los padres ya no cuentan, no son válidas para explicar ni la adopción ni la búsqueda de orígenes porque sacan del tablero de juego el derecho del adoptado a conocer sus orígenes.

¿Qué busca una persona cuando busca?

La gente no adoptada sabe con mayor o menor acierto algún detalle escabroso sobre sus ancestros, una aventura cómica mil veces repetida o el romance oculto durante la posguerra. Todos esos cuentos se convierte en la seña de identidad de la familia más allá de dónde viven o qué apellidos ostentan. Comparten un pasado y una experiencia en común. A veces el silencio reina y es ahí donde surgen los excesos mentales. Llenar ese vacío para los adoptados es un objetivo que se convierte en una carrera de fondo, pero no todos buscamos lo mismo.

Hace poco escuché la historia de un chico adoptado con una vida aparentemente normal que se convirtió en carnicero. Un día, en el colegio, una profesora le dijo «no te vamos a permitir todo porque seas adoptado». Algo dentro de él se fragmentó, aquellas palabras penetraron hasta el tuétano haciéndole recordar delante de todo el mundo una condición que hasta el momento no le había hecho sentirse tan miserable y apartado de su clan. La humillación pública chocó con el sentimiento de abandono y más tarde la esquizofrenia lo sumió en la oscuridad durante varios años hasta que los cuchillos, la anatomía vacuna y porcina, así como el despacho de clientes, le salvó la vida.

La cofradía de carniceros parisinos a la que pertenecía supuso para él una nueva familia, un reconocimiento como parte de una tribu, con su jerarquía y sus reglas. Desmembrar animales, rebanar los órganos, llenarse las manos de sangre, así fue como superó aquel infame comentario. Lo que él buscaba era el confort de un grupo de iguales.

Otras personas realizan una búsqueda de calado genealógico. Quieren saber todos y cada uno de los ancestros que componen su árbol genealógico. En algún momento a todos se nos pasa por la cabeza que quizá seamos descendientes de nobles guerreros castellanos o divas del pop de los años ochenta. La debacle llega con la realidad, porque al intentar reconstruir que ocurrió con nuestras familias las barreras del idioma y de la cultura se convierten en un muro insalvable. ¿Cómo preguntar por los abuelos?, ¿cómo prevenir una respuesta dolorosa?

Por ejemplo, he descubierto que en mis árboles genealógicos ha habido un inusual patrón de conducta. Un sentimiento que se ha apoderado de todas las generaciones y se ha ido transmitiendo en la historia familiar como una enfermedad. Esto ha sido la sensación de sentirse abandonado y desarraigado, es decir, una genealogía del abandono.

Tras veinte años de investigación familiar me di cuenta de que hubo una serie de cortes y de corrimientos de tierra que hizo a mis familias desperdigarse por todos lados, huyendo, escapando y perdiendo toda conexión con su lugar de origen. Esta carrera interminable ha llegado hasta mí, que me ha hecho vivir en más de doce ciudades e intentar rehacer mi vida en cinco países diferentes en los últimos diez años.

He encontrado y documentado durante varios años de trabajo en archivos una serie de hechos que explican esta genealogía del abandono. Por el lado materno he encontrado dos bisabuelos víctimas del terror soviético, matrimonios de diferentes religiones que acabaron en tragedia e inmigrantes griegos que dejaron atrás una cultura muy diferente a la rusa y que ya no existen. Por el lado paterno he rescatado sobre el papel a supervivientes del genocidio armenio de 1915, bisabuelos desaparecidos en la SEgunda Guerra Mundial, un abuelo adoptado y una lista tremenda de viudas y huérfanos.

Creo que todas esas experiencias han influido en que mis padres me dieran en adopción. Analizando sus vidas, entendí que mis padres habían estado solos e infelices durante décadas y que quizá les fue emocionalmente imposible vincularse a un hijo y a otros tantos que también crecieron sin su presencia. El desarraigo heredado y la imposibilidad de construir familias sanas en sus propios núcleos familiares quizá les llevó a hacer algo muy parecido. O quizá a darme una oportunidad para sobrevivir muy lejos de ellos.

Sin embargo, esta explicación me sirve para inaugurar una conversación con ellos y con sus ancestros desde una postura clara, desde el entendimiento y también desde la compasión. Toda esa mancha que va dejando un rastro de desarraigo y de falta de cariño va tatuando en la familia una piel dura como el mármol pero que puede quebrarse en cualquier momento.

Reconstruir un árbol requiere aprender a preguntar de manera muy sutil e ir juntando pistas como si estas fueran un reguero de migas de pan antes que caer en la frustración ante la nula recolección de datos. No solo basta con apuntar nombres y fechas de nacimientos, hay que mirar desde lo alto y comprender los vacíos en nuestras familias para poder llenarlos de nuevo de vida y de relaciones familiares sanas, desprovistas del trauma del abandono.

La tierra de nuestros familiares, las fotografías que nos puedan mostrar en álbumes de fotos o sus recuerdos forman parte de un tapiz de nuestra familia biológica y el mero intento de hacerlo nuestro ya es una revolución en sí misma. Por pertenecer, no nos pertenece nada, ni pertenecemos a nadie a no ser que exista la fehaciente voluntad de las partes por construir puentes, aunque estos sean de materiales tan frágiles como la seda.

El ADN nos arroja resultados infalibles sobre nuestra etnicidad y también es una potentísima forma de descubrir parientes lejanos que poco a poco nos vayan llevando hacia familiares en común. Ya hay cientos de casos de personas adoptadas que se han reencontrado con padres o hermanos tras décadas de búsqueda.

Pero también está demostrado que el ADN no lo es todo, porque en la búsqueda de orígenes lo único que cuenta es la voluntad de rehacer la relación, igual que con el resto de relaciones humanas. ¿Cuántos hermanos no se hablan por una disputa económica? ¿Cuántos primos se odian porque la abuela le dio a uno y no al otro?¿Cuántos padres no han perdonado a sus hijos por elegir o por no elegir?

Lo que sí hay que tener presente es que la mediación debería ser una posibilidad a analizar. Cuando nos damos cuenta de que a golpe de clic podemos entrar en contacto con un primo o un progenitor biológico el mundo se hace muy pequeño y un error de cálculo puede echar a perder años de búsqueda y de tensión. La gente buscada se espanta porque la adopción sigue siendo un tabú y fue un estigma durante años para los nacidos y para la mujer que entregó a su hijo.

Para evitar que nuestros familiares se espanten de nosotros, es recomendable acudir a un mediador. Un mediador puede ser un abogado o un psicólogo, que siempre cuesta dinero y no todo el mundo se lo puede permitir. Pero un mediador puede ser alguien de confianza que nos ayude a redactar un mensaje claro pero sensible hacia nuestros familiares. Esa persona tiene que entender la sensibilidad de la persona adoptada y no una persona solo envuelta en títulos académicos. Los servicios públicos deberían ofrecer una mediación gratuita para todos los adoptados.

Cuando buscamos nuestros orígenes no solo buscamos personas, buscamos también revivir cultura de nuestras familias biológicas, retomar nuestra lengua perdida, conocer los aromas de sus cocina o incluso rezar a un Dios que no conocíamos.

Iván Gastañaga

Ilustración: Pablo Amargo.

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