Boris Cyrulnik, neuropsiquiatra: “Hay traumas sobre los que el paciente no puede hablar, que se superan con el deporte”

El etólogo francés, considerado uno de los padres del concepto de resiliencia, ahonda en su nuevo libro «El deporte que nos cura» en el poder curativo del deporte no profesional

Boris Cyrulnik (Burdeos, 1937) ha dedicado su vida a explicar cómo las personas pueden recomponerse después de un trauma. El suyo lo despertó una noche, cuando apenas tenía seis años. Cuatro oficiales alemanes armados rodearon su cama y lo detuvieron. Tardó en comprender el motivo. Ni siquiera sabía muy bien qué significaba la palabra judío, cuenta en su libro Sálvate, la vida te espera. “Linterna en una mano, revólver en la otra, sombrero de fieltro, gafas oscuras, cuello del gabán levantado… De modo que es así como se viste uno cuando quiere matar a un niño”, escribe.

Pero no lo mataron, ni siquiera lo retuvieron por mucho tiempo. Cyrulnik estuvo escondiéndose de la Gestapo los siguientes años. Sus padres corrieron peor suerte, ambos fueron deportados a Auschwitz. No los volvió a ver. Él escapó de Burdeos y se puso a trabajar en una granja usando un nombre falso mientras Francia continuaba ocupada por los nazis. Todos estos acontecimientos lo empujaron a estudiar neuropsiquiatría, la ciencia del alma, como él mismo la define. “Cuando un científico elige estudiar un tema, muchas veces lo hace partiendo de su propia experiencia”, explica en una videollamada. Él lo hizo para entender qué le pasó, pero también para rebelarse contra ello. “Tras la guerra me decían: no tienes familia, no has ido a la escuela, eres un caso perdido. Así que me opuse a esa profecía”.

Este etólogo y neuropsiquiatra ha alcanzado fama mundial por ser considerado uno de los padres de la resiliencia, un concepto que él define como la capacidad de sobreponerse al trauma. Es consejero oficioso del presidente francés Emmanuel Macron, para quien analiza desde las necesidades de la escuela infantil hasta la ampliación del permiso de paternidad. También es un escritor prolífico, con más de 20 libros dedicados a profundizar en el concepto de resiliencia desde un enfoque humanista y científico. En el último, El deporte que nos cura (editorial Gedisa), reflexiona sobre el papel social del juego, el ejercicio físico y la espectacularización del deporte.

Según Cyrulnik, el deporte puede ayudarnos a curar heridas. “Hay temas que son difíciles de afrontar, hay traumas sobre los que el paciente no puede hablar en un momento determinado, pero se pueden superar con el deporte”, señala. Por eso, en sus grupos de estudio, explica, siempre había un neurólogo, un psicólogo, un biólogo y un deportista. También, en ocasiones, metía a un músico o a un cómico, pues estas son también disciplinas con las que se puede afrontar el trauma. “Eran grupos muy heterogéneos”, reconoce con una sonrisa.

Esto se entiende en cualquier lugar, pero en los contextos más conflictivos, donde muchos chavales huyen de la violencia a través del deporte, es donde su poder como herramienta de resiliencia es más evidente. Cyrulnik ha trabajado en las favelas de Brasil y en los barrios más marginales de Colombia. “Los niños se sobreponían a contextos muy duros, y los músicos y los futbolistas eran los modelos a seguir”, reflexiona. “Es una herramienta muy útil en la prevención de la delincuencia”.

La represión en estos contextos, explica, tenía el efecto contrario: el héroe del barrio era aquel que se enfrentaba a la policía. Pero con campañas que fomentaban el deporte, el relato cambiaba; el héroe pasaba a ser el mejor futbolista, el mejor corredor. En los dos casos, al final, se parte del mismo mecanismo, pues “un grupo humano, un barrio, un pueblo, necesita un héroe, que lo representa y tiene la función de revalorizar al grupo”.

El deporte de barrio y el profesional

Cuando somos pequeños jugamos, como juegan muchos mamíferos, explica Cyrulnik en su libro. Es una forma de entrenar ante escenarios venideros. De entrenar la caza, la huida, la guerra. “Pero desde el momento en el que los jóvenes desarrollan la capacidad de la ficción, el placer cambia de fuente. Ya no hay placer en correr, sino en correr más rápido que el otro”, explica. Así es como empieza el deporte, creando un marco de convenciones. Un conjunto de reglas para encarrilar el juego. Eso es, opina el etólogo, lo que nos diferencia de los animales.

Fueron los griegos los primeros en codificar esas reglas. Y en asociar la belleza de los cuerpos a la práctica del deporte con los Juegos Olímpicos. De hecho, los atletas solían competir desnudos y empapados en aceite. La belleza formaba parte de un discurso social. Y el deporte era un vehículo para exhibirla. Puede que eso encuentre algún eco en la manera en la que se concibe actualmente el deporte, con futbolistas que exhiben su cuerpo como un reclamo publicitario más; o con gimnasios abarrotados en una visión utilitaria, individualista y práctica del ejercicio. El deporte entendido como un fin para conseguir un cuerpo canónico, no como un medio para socializar y divertirse.

Cyrulnik prefiere el deporte de equipo, aquel que tiene un componente más social, pues cree que las mentes solo se modelan en conjunto. Pero advierte igualmente de que la actividad física es siempre recomendable. “Tenemos que practicar deporte, cualquier deporte, porque vivimos en una sociedad sedentaria. Si no, podemos pasarnos todo el día sentados en la mesa o detrás de una pantalla”, lamenta.

También señala que el deporte de base es mejor que el profesional. Dice del primero “que forma parte de la cultura”, mientras que el segundo “forma parte del espectáculo”. Cree que en este hay un componente social, que la partida no termina en el campo, sino en el bar. Cyrulnik entiende que es una forma de crear vínculos, de moralizar y de ficcionar pequeñas epopeyas sin necesidad de violencia. Las propiedades curativas de las pachangas de barrio pasan por moverse, socializar y sentirse parte de un grupo. Y serían superiores a consumir las gestas ajenas con pasividad catódica. Por mucho que esto pueda hacernos sentir parte de un grupo, o que también tenga un componente social gracias a un interés común.

Sus reparos hacia el deporte profesional van más allá y se convierten en una crítica al capitalismo voraz. “A partir del siglo XX, las organizaciones que crearon los acontecimientos deportivos empezaron a estructurarse como una empresa”, señala. “Hoy está todo muy espectacularizado y todo acaba al servicio del marketing”.

Y la resiliencia se hizo pop

Cuando Cyrulnik empezó a hablar de resiliencia, en los años noventa, tenía que repetir la palabra ante la incomprensión de sus interlocutores. Hoy es imposible escapar de ella, se ha convertido en una palabra totémica que repiten políticos, influencers y empresarios. “He vivido esto con mucho placer, y también con un poco de ansiedad”, reconoce.

El término tiene su origen en la física. Es la capacidad de la que está dotada un material para resistir un impacto y retomar su forma original. Se convirtió en una metáfora perfecta. Una idea viral. Su búsqueda ofrece más de 47 millones de resultados en Google, más de 10.000 libros en Amazon. Cuando un concepto alcanza tal grado de popularidad, es posible que empiece a diluirse su significado, que se pervierta la idea inicial para resignificarlo a voluntad de quien la pronuncia. O para vender camisetas.

“Creo que alguien con los pies en el suelo, clase obrera, puede entender muy bien qué significa la resiliencia”, concede el neuropsiquiatra. “Pero la gente alejada de esta realidad, algunos políticos, por ejemplo, pueden utilizarla con connotaciones totalmente distintas. Es casi un contrasentido, lo usan para decir a la gente: ‘resuelve tus problemas por ti mismo’. Eso es lo opuesto a resiliencia, que es un concepto que parte de la necesidad del otro”.

La resiliencia se basa en la cooperación. En la idea de que nuestro cerebro es una escultura, y que, a pesar de los golpes, podemos volver a moldearlo, a devolverle su forma original, con ayuda del otro. Y esto vale para el deporte y para cualquier otro ámbito. Por eso el etólogo avisa de la deriva de una sociedad cada vez más individualista. “Es una ilusión pensar que te vas a comprender a ti mismo mediante el aislamiento. Es un pensamiento cartesiano, una idea individualista. Cuando trabajé en Japón me decían que esta visión es muy típica de Occidente”, argumenta Cyrulnik.

El autor concluye alabando la cooperación, aunque sea para competir o para confrontar ideas. Reivindica la discusión desde el respeto. Lo hace partiendo de un símil deportivo, pero extrapola después su discurso a algo más grande. “Necesito a otra persona para estimular el cerebro, para ampliar conocimientos. Para entenderme a mí mismo tengo que discutir con alguien”, apunta. “Por eso necesitamos rituales para vivir en sociedad. Rituales políticos, de conversación, de comportamiento para contener nuestra competitividad y nuestra rabia. Para confrontar narrativas e ideologías”.

Cuando abandonamos estos rituales, señala, la brutalidad se abre camino. En estos años, Cyrulnik no ha conseguido entender los mecanismos que empujan a una sociedad a la guerra. Y su incomprensión no solo se refiere al pasado. “Tampoco puedo entender lo que se escucha ahora mismo”, dice en referencia a las guerras actuales. “Son las mismas discusiones. Se pronuncian en otros idiomas, pero son los mismos argumentos”. Lo que Cyrulnik sí ha empezado a entender es cómo la gente puede sobrevivir a estos acontecimientos. Y el deporte parece jugar un papel clave en todo esto.

Enrique Alpañés
EL PAÍS Salud y Bienestar
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