«Las heridas que no vemos. Doce claves sobre el trauma»
¿Qué tienen en común a nivel psicológico los niños, niñas y adolescentes con medidas de protección (en acogimiento residencial o familiar)? Hay niños tímidos y niños arriesgados, hay niñas pasivas y niñas agresivas, hay adolescentes distantes y adolescentes emocionalmente dependientes. Y si vamos a temas técnicos, pueden tener distintos estilos de apego, diferentes formas de relacionarse, diversas reacciones emocionales. Como personas adultas nos formamos en muchos temas, comentamos con familias y profesionales, leemos libros aquí y allá, y, si no hemos tenido suerte, no habremos sabido casi nada sobre el trauma.
Igual que en medicina no se puede tratar lo que no se conoce (más allá de aliviar los síntomas), en la intervención con niños, niñas y adolescentes necesitamos comprender bien el trauma para entender y acompañar a estos niños, niñas y adolescentes. En este artículo exploraremos doce claves sobre el trauma, sobre esas heridas invisibles, con reflexiones que nos ayudan a verlas cuando intervenimos con niños, niñas y adolescentes dentro del sistema de protección. Algunas de estas ideas están recogidas en Acompañando las heridas del alma. Trauma en la infancia y adolescencia1 y en el resto de publicaciones sobre trauma que elaboré para Aldeas Infantiles SOS en América Latina y el Caribe, pero aquí las desarrollo de forma más práctica, con la experiencia de los talleres que he impartido en estos años. Otras las formulo aquí por escrito por primera vez. En cualquier caso, son aspectos que me recuerdo a mí mismo en cada intervención y espero que supongan una mirada enriquecedora para quienes lean estas líneas.
Y una aclaración más antes de empezar: tengo en mente, por lo que he visto en mis formaciones y cuando acompaño en psicoterapia, que habrá personas adultas que por primera vez pondrán palabras a sus propias vivencias de trauma. Nunca es tarde para cultivar la consciencia, y conocernos y comprendernos mejor nos ayudará a estar presentes de manera más consciente con los niños, niñas y adolescentes.
Una definición práctica del trauma es fundamental para la intervención
Es fundamental tener unas ideas claras sobre qué es el trauma. La definición que a mí me resulta más práctica es la siguiente:
“Hay trauma cuando se producen tres condiciones:
1) Sucede una situación de tensión.
2) Esa tensión supera la capacidad del sistema nervioso de la persona.
3) El sistema nervioso encuentra una respuesta que permite sobrevivir en el momento, pero que deja una huella, una marca en su funcionamiento”.
El primer elemento, que partamos de que suceda una situación de estrés, pone el foco en la tensión emocional, es decir, en el sistema nervioso. El trauma ya no reside en ciertos eventos predeterminados (aunque ciertas experiencias adversas sean posibles causas), sino que dependerá de la vivencia de cada persona. Hay algo externo que es real, pero la clave está en la vivencia individual. De hecho, hay muchas situaciones de tensión que no son traumáticas (presentarse a un examen, preparar un viaje…), e incluso algunas son muy positivas, tanto que se buscan intencionadamente (actuar delante de público, participar en una competición deportiva, invitar a una cita…). La emoción que puede describir mejor esa tensión es el terror, el miedo desbordante ante una situación dañina o incomprensible. Y esta palabra, “terror”, o su versión más cotidiana, “miedo”, es lo que vamos a identificar en las experiencias del niño, niña o adolescente.
El segundo elemento explica por qué unos eventos (o el mismo hecho para distintas personas) desencadenan una respuesta de trauma: la clave está en que la tensión desborde las capacidades del sistema nervioso de la persona para gestionarla. Y esas capacidades son variables incluso dentro de la misma persona: no se recibe una situación igual con hambre que sin ella; habiendo dormido bien o después de una noche en vela; en una casa conocida y segura que después de haber pasado por varios alojamientos sin explicaciones; con apoyo emocional o desde la soledad y la falta de comprensión. Lógicamente, el sistema nervioso de los niños, niñas y adolescentes está todavía en desarrollo, así que puede haber situaciones que resulten neutras o incluso positivas para una persona adulta, pero que superen a los niños, niñas y adolescentes. Y también hay muchas diferencias entre las capacidades del sistema nervioso según la edad (no es lo mismo los cinco años, que los diez o que los quince, incluso en una misma persona) y las experiencias vitales previas.
Puede haber situaciones que generen tensión que desborde la capacidad emocional y que, sin embargo, no se constituyan en trauma. Ante esas situaciones podemos tener un desbordamiento emocional (expresiones de miedo, tristeza, rabia…) que, bien gestionadas y acompañadas, no causen trauma. Falta, pues, un tercer elemento: la respuesta que desarrolla el sistema nervioso para sobrevivir deja una huella, una marca, una “herida” en su comportamiento. El sistema nervioso puede recurrir a distintos mecanismos que ayudan a sobrellevar la situación en el momento (agresividad, huida, desconexión…), pero que aplicados en otros momentos pueden afectar negativamente a la vida de la persona. Esa es la herida que no vemos: esos comportamientos que desde fuera parecen sin sentido (miedo ante cosas cotidianas, respuestas violentas incomprensibles desde la superficie y que tienen que ver con un dolor profundo y oculto, sumisión ante situaciones claramente dañinas) y que siguen operando, una y otra vez, en la vida diaria de la persona.
La práctica totalidad de los niños, niñas y adolescentes que tienen medidas de protección sufren alguna forma de trauma
Con la comprensión del trauma que hemos visto en el punto 1, resulta evidente que podemos hablar de trauma en la inmensa mayoría de los niños, niñas y adolescentes que viven con medidas de protección (acogimiento en familia extensa o ajena y acogimiento residencial). Han sufrido situaciones adversas en sus familias de origen, tan severas que han sido identificadas y han conllevado medidas de protección. Pueden haber padecido malos tratos físicos y psicológicos, abusos sexuales y negligencia, con múltiples eventos de cada tipo y, habitualmente repetidos en el tiempo. Por un episodio puntual no se suele producir una retirada de tutela, e incluso en esos casos que son suficientemente graves y que parecen aislados en una primera impresión, la situación no se ha producido en el vacío, sino en un marco emocional que ya era dañino.
A esto se añade que el propio proceso de protección puede haber sido traumático, incluso con las mejores intenciones: el niño, niña o adolescente sale de su familia, de su casa, de su entorno conocido, a menudo sin previo aviso, y se va a vivir a un espacio nuevo con personas desconocidas. Para mí es evidente que eso genera una tensión emocional que puede causar un desbordamiento emocional. Si no, imaginémonos qué nos ocurriría como personas adultas en una situación similar… Veremos algunas ideas al respecto en el punto 9.
¿Por qué no digo que el cien por cien de los niños, niñas y adolescentes en protección sufren trauma? Por prudencia, porque puede ser que haya algún caso en el que no se produzca, aunque no conozco muchas situaciones posibles.
Y sabiendo que el trauma es tan frecuente, nos hemos de esforzar también en que haya mucha más formación al respecto, especialmente en el sistema de protección de infancia. Hace cuarenta, treinta, veinte años no existían tantos conocimientos sobre el trauma y cómo abordarlo, pero a estas alturas tener una formación completa es una responsabilidad de cada persona adulta (y de cada entidad) que interviene con niños, niñas y adolescentes.
No todo es trauma: los niños, niñas y adolescentes son mucho más que su trauma
Con la definición propuesta podemos comprender que el trauma es algo mucho más frecuente de lo que nos pensamos, más amplio que lo que nos habíamos formado para ver. Pero eso no significa que todo lo que les sucede a los niños, niñas y adolescentes con medidas de protección sea trauma. Ni que el trauma sea lo que les defina. Veámoslo por partes.
El impacto del trauma puede ser devastador en el sistema nervioso de los niños, niñas y adolescentes, en sus vivencias cotidianas y en sus relaciones. Pero no es lo único que hay. Siempre que me llega un caso me recuerdo a mí mismo la importancia de ver a la persona completa, y así se lo intento transmitir a las familias y a los equipos profesionales. ¿Qué cantante le gusta a este niño, niña o adolescente? ¿Qué deportista? ¿Qué se le da bien? ¿Cuál es su comida favorita? ¿Qué le gusta hacer en su tiempo libre? ¿Qué cosas positivas podemos decir de su personalidad, de su trato, de sus relaciones? El niño, niña o adolescente tiene muchos aspectos positivos, constructivos e incluso sanos, a pesar del trauma que sufre. Y necesitamos poner el foco también en ellos, porque son los que le van a servir para empezar a mejorar en el día a día. Si descubrimos su estilo de música favorito, podemos utilizar esas canciones para que se despierte o para bailar (con nuestra compañía) al acabar el día. Si conocemos sus personajes preferidos, podemos apoyarnos en esas series o películas para animarle a que pruebe nuevas experiencias, como hacen sus protagonistas. Y, sobre todo, si conseguimos que le llegue nuestro aprecio e incluso nuestra admiración, a lo mejor puede ir empezando a cuidarse de una manera más empática y cálida. Así pues, el niño, niña o adolescente es mucho más que su trauma, en positivo. Acompañamos a personas completas, no “casos” y desde luego no “traumas personificados”, ni “historias clínicas”, ni, como hemos comentado en el grupo de Renovando desde Dentro, “traumas con piernas”. Recordarlo es fundamental para un proceso sanador.
Al mismo tiempo, no todo lo que afecta negativamente al niño, niña o adolescente es trauma. También puede tener muchas otras dificultades diferentes del trauma, aunque el trauma tenga un impacto especialmente negativo en esos aspectos. Si el niño, niña o adolescente se ha pasado años dedicándose a sobrevivir (encontrar comida, evitar agresiones…), es probable que no vaya al día en los estudios. Necesitará algún tipo de adaptación o de apoyo para alcanzar un nivel satisfactorio, y eso no es trauma. Si tiene algún tipo de enfermedad, posiblemente el trauma empeorará los síntomas, pero hay que tratar la enfermedad. Si ha pasado por varios centros de protección y ha aprendido que crear vínculos solo le causa dolor, porque al cabo de un tiempo se le vuelve a cambiar de sitio, eso impacta en su trauma, pero hay que abordarlo desde la estabilidad y el trabajo consciente para potenciar las redes afectivas sanas (como veremos en el punto 11).
El trauma reside en el cuerpo, y su sanación también
Leí la frase “El trauma se encuentra en el sistema nervioso, ¡no en el suceso!” por primera vez en el libro de Peter Levine y Maggie Kline El trauma visto por los niños3, pero he visto la idea después con otras formulaciones por diferentes especialistas. Así, por ejemplo, Stephen Porges aporta una visión muy técnica desde la Teoría Polivagal4 y describe en detalle los procesos fisiológicos que intervienen en la creación de una vivencia de trauma dentro del sistema nervioso. El mensaje es que tendemos a pensar que el núcleo del trauma está en el hecho traumático, mientras que la realidad es que reside en el sistema nervioso.
¿Y dónde está el sistema nervioso? En el cuerpo. Si nos hemos formado para trabajar con palabras, como nos ocurre a quienes nos hemos formado en Psicología, en Educación Social y en otras disciplinas sociales, puede resultarnos complicado comprender la dimensión fisiológica del trauma, y mucho más acompañarlo desde ahí. Nos podemos quedar en “la mente”, “el comportamiento” o “las emociones”, olvidando que todo eso reside en el cuerpo.
Esta comprensión conlleva una clave fundamental para la intervención: si el trauma está en el cuerpo, tendremos que intervenir también desde el cuerpo. Y esto no significa que la intervención tenga que ser a nivel de medicación como forma de “acompañar al cuerpo” (o al menos no de manera prioritaria), sino que ha de estar orientada a abordar la dimensión corporal del trauma en toda su amplitud. Por eso hay toda una serie de prácticas fundamentales que tenemos que desarrollar de manera sistemática: darles a los niños, niñas y adolescentes comida que sea sana y a la vez que les guste; ofrecerles mucho contacto físico seguro (desde abrazos y besos hasta dejar que se nos acurruquen viendo una película o en un tiempo siesta); ayudarles a regular la temperatura (con la ropa adecuada, o con edredones y mantas cuando duermen); facilitarles actividades de conexión corporal (deporte, baile, teatro…); fomentar la música en los distintos espacios, no solo para escucharla sino también para crearla…
Para visibilizar en el artículo la dimensión corporal del trauma iremos haciendo paralelismos entre las heridas y los daños físicos. Así, podremos dirigir una mirada más consciente hacia esas heridas que pasamos por alto, las del trauma.
El evento traumático cesa en algún momento, el trauma continúa
Esta idea se deduce de la anterior: si el trauma reside en el cuerpo, entonces no se va, permanece. Sin embargo, es frecuente ver respuestas adultas (incluso de profesionales) que se impacientan ante las manifestaciones de trauma. “¿Por qué no se le va el trauma a este niño, niña o adolescente ahora que le hemos dado un entorno seguro? ¿No ha terminado ya la causa del trauma?”, dicen de una u otra manera. “Ya nadie le pega, ya no sufre abusos, ya tiene unas condiciones de vida saludables, ¿por qué no mejora?”. Está bien que hayamos eliminado las situaciones que les causaban trauma originariamente, pero el trauma no desaparece por sí solo (otro mito que perdura todavía en muchos ámbitos).
De nuevo volvemos a la analogía de la medicina. Está bien que no se siga causando más daño en una fractura, pero si no hay una intervención para colocar bien el hueso, un tiempo de reposo para que suelde y después una rehabilitación para que los músculos y las articulaciones de la zona recuperen la máxima movilidad posible, es claro que no podemos decir que la actuación ha sido la adecuada. En el mismo sentido, está bien que un niño, niña o adolescente ya no sufra malos tratos por parte de su familia, pero si no le proporcionamos experiencias que le ayuden a colocar las relaciones de humanas, periodos amplios de procesamiento de sus emociones y de reconstrucción interior y una serie de vivencias en red para que pueda relacionarse de manera más sana y segura, resulta evidente que no habremos abordado el trauma, solo habremos evitado que se añadan nuevos elementos traumáticos por parte de su familia de origen.
Hay un tipo de trauma que sufre especialmente este tipo de incomprensión, y no solo en niños, niñas y adolescentes con medidas de protección: el abuso sexual infantil. Aunque hay muchos avances entre profesionales y a nivel institucional y social, todavía se sigue escuchando demasiado la recriminación “Ya lo has contado muchas veces, ¿por qué no pasas página?”. Se hace este comentario incluso hacia personas adultas que luchan por cambios en la protección de infancia a nivel legislativo y social. La respuesta es que no pasan página porque no pueden (¡ya les gustaría!), porque el trauma perdura sin una intervención integral.
Existe el trauma por carencia
Un descubrimiento que he hecho después de haber cerrado las publicaciones citadas es el trauma por carencia, también llamado trauma por déficit, trauma por omisión o trauma por negligencia. En muchos casos el trauma se produce por una situación que resulta estresante por lo que sucede (una agresión, un accidente, un abuso, un maltrato continuado…). Sin embargo, retomando la definición del punto 1 podemos comprender que la situación de tensión también puede estar causada por lo que no sucede, por aquellos elementos básicos de bienestar que no aparecen en la vivencia del niño, niña o adolescente. Cuando el sistema nervioso infantil o adolescente no experimenta ciertas vivencias (seguridad física y emocional, afecto, calidez, ternura, pertenencia, sentido y muchas otras), puede desequilibrarse por esa carencia. Esto se comprende mejor a través de otras carencias, de tipo físico.
Por ejemplo, vemos con claridad que cuando un niño, niña o adolescente ha pasado mucha hambre su sistema nervioso se descompensa y encuentra un comportamiento para sobrevivir: comer cada vez que tenga oportunidad. Esa sensación grabada en su cuerpo en el pasado hace que no exista una vivencia de seguridad de que haya comida suficiente en el futuro. De hecho, eso es lo que subyace también en el comportamiento de acumulación de alimentos: sabemos que ciertos armarios y que los bajos de algunas camas se convierten en despensas improvisadas (y poco salubres).
El mecanismo es similar ante las carencias emocionales. Si no ha habido afecto, el niño, niña o adolescente se puede ir al extremo de intentar verificar el afecto en el presente cada pocos momentos (desde la dependencia) o a desconfiar de cualquier forma de afecto (desde la evitación). Si no ha recibido cuidados, el niño, niña o adolescente puede haber aprendido a blindarse ante cualquier situación de riesgo potencial (desde la inmovilidad y la inacción o con comportamientos obsesivos) o puede haber perdido la medida del riesgo (exponiéndose a situaciones peligrosas sin consciencia). Si no ha sentido que se le valora, el niño, niña o adolescente puede haber desarrollado una baja autoestima y dificultades para sentir compasión respecto a sí, o puede haberse enrocado en un narcisismo destructivo, en el que nadie más le importa.
Hay que destacar una palabra clave en esta forma de trauma: el abandono, la vivencia del niño, niña o adolescente de que se le ha dejado a solas, sin apoyos, sin protección, sin presencia. Puede haber sido un abandono físico, cuando la figura de cuidado se va: en una separación o divorcio conflictivo, por entregar al niño, niña o adolescente en adopción…. Pero también causa mucho daño el abandono emocional: la madre, el padre, la abuela o el tío (o los equipos educativos de la residencia) están y se ocupan de las necesidades materiales, pero no están presentes a nivel afectivo. La vivencia de abandono marca especialmente a muchos niños, niñas y adolescentes con medidas de protección. Otras formas de maltrato tienen un impacto muy negativo, pero suponen “ver” a la persona, aunque sea para agredirla física, psicológica o sexualmente, y pueden conllevar la culpabilidad (que se verbalizan como “Me pegan porque soy malo”, “Abusan de mí porque soy débil”, “Me humillan porque tengo defectos”…). En el abandono, el niño, niña o adolescente tiene la vivencia de “Nadie me ve, no existo”, cuestionando su vida y su realidad, y eso causa un daño aún mayor.
Y, como hemos visto, la respuesta de supervivencia se puede mantener por mucho tiempo, incluso cuando las circunstancias externas han cambiado. Se le puede estar proporcionando afecto, cuidado y valoración al niño, niña o adolescente, y sin embargo su sistema nervioso no es capaz de procesarlo, de recibirlo y de aceptarlo. Esto requiere una intervención más profunda y con una dimensión corporal, porque mientras el sistema nervioso viva en carencia nada de lo que digamos (y muy poco de lo que hagamos) conducirá a un cambio, si no hay una vivencia que transforme la experiencia.
Los indicadores de internalización indican un daño mayor que los indicadores de externalización
El trauma conlleva consecuencias en múltiples niveles (físico, psicosomático, emocional, cognitivo, comportamental, sexual, social y relacional…), que son manifestaciones del daño recibido por el sistema nervioso de la persona. Esas consecuencias o indicadores se pueden expresar hacia fuera (externalización) o hacia dentro (internalización) en cada una de esas dimensiones. Así, por ejemplo, la respuesta emocional de rabia se puede dirigir hacia fuera (y la persona se comporta de manera agresiva) o hacia dentro (y la persona se causa daño, mediante autolesiones o prácticas dañinas). O, respecto a las normas, se puede manifestar el daño con una respuesta desproporcionada hacia fuera (oposición a las reglas y desafíos constantes a las figuras de autoridad) o hacia dentro (sumisión y obediencia ciega, incluso en contra de su bienestar). Una de las claves fundamentales durante la formación de profesionales y familias que acompañan a niños, niñas y adolescentes con trauma (ver Horno, Romeo y Echeverría, en prensa5) es enseñarles a ver que, contrariamente a lo que habitualmente se interpreta, la internalización refleja un grado mayor de daño que la externalización.
La externalización, dentro de la incomodidad que supone para el niño, niña o adolescente y para su entorno, conlleva dos elementos protectores: 1) el malestar se vuelca hacia fuera y 2) el comportamiento es tan llamativo que hace que las personas adultas respondan rápidamente. En un hogar, en una residencia, en una clase, en un equipo deportivo, el niño, niña o adolescente que externaliza los problemas recibe más atención, y es más probable que se atiendan sus necesidades profundas, esas que ha expresado de manera inadecuada pero real.
Sin embargo, la internalización es más dañina por lo opuesto: 1) el niño, niña o adolescente dirige su malestar hacia su propia persona (y a veces hacia su propio cuerpo) y 2) es mucho más difícil de detectar porque no impacta negativamente a quienes le cuidan (el impacto de la externalización en las figuras de cuidado es inmediato). De hecho, a menudo la interiorización se malinterpreta como “¡Qué niño, niña o adolescente más amable! Seguro que no necesita nada porque está muy bien”. En algunos equipos de protección se utilizan frases como “Se ha adaptado bien a las rutinas”, “Ha entrado en el dinámica del centro” u otras similares que indican falta de comprensión de la internalización. Atención: lo sano y natural en la infancia y adolescencia es tener dificultades (proporcionadas) de vez en cuando (conflictos, enfados, tristeza…). El niño, niña o adolescente que nunca ha causado un problema no está bien, sino que probablemente tenga un daño mucho mayor que el que está continuamente peleando. Necesitamos mirar continuamente a todos los niños, niñas y adolescentes para detectar todos los indicadores posibles, prestando una especial atención a la internalización y abordándola de manera prioritaria.
La disociación: el “olvido necesario” que afecta desde la sombra
Una de las formas más extremas que tiene el sistema nervioso para lograr la supervivencia de la persona es la disociación. Este proceso consiste en separar (“di-sociar”, esto es, “des-asociar”) la vivencia emocional traumática de la consciencia, relegándola a niveles más profundos e inconscientes. Con eso la persona consigue no sentirse desbordada psicológicamente (y fisiológicamente), y deja de recordar conscientemente los hechos. Es, en apariencia, un “olvido necesario” para sobrevivir, pero no es real: la memoria emocional no desaparece, simplemente queda apartada de la consciencia, pero sigue afectando desde la sombra. Y mucho. Primero, porque el daño intenta volver a la consciencia para ser sanado, y eso genera una enorme tensión interior. Y segundo, porque mientras busca resolverse, la parte disociada conduce a comportamientos que no tienen sentido ni para la persona afectada ni para quienes conviven con ella, y eso puede causar más aislamiento y rechazo por parte de su entorno.
Los niños, niñas y adolescentes con medidas de protección han sufrido muchas situaciones extremas en sus entornos de origen (por eso se ha optado por proporcionarles otros entornos donde vivir). Sus sistemas nerviosos tenían que conjugar el miedo o la rabia ante los tratos inapropiados que recibían con la sumisión o adaptación ante quienes les tenían que cuidar (¿cómo iban, si no, a comer, a vestirse, a tener un sitio donde dormir…?). Y eso tiene un coste que todavía están pagando: se disocian en momentos de tensión, o tienen partes disociadas que aparecen desbocadas en ciertos momentos, dejando al propio niño, niña o adolescente y al resto de personas con el desconcierto ante la reacción.
La disociación es un aspecto del trauma que solo ahora empezamos a comprender. Es importante destacar, por ejemplo, que la disociación no es voluntaria, y que las acciones que realiza el niño, niña o adolescente no están bajo su control. Igual que no nos enfadamos cuando un niño vomita o cuando una niña tiene fiebre, sino que nos preocupamos y buscamos el remedio (a veces tras una consulta al médico), debemos mirar con curiosidad y delicadeza los indicadores de disociación (ver Romeo, 2019, 43-46). Y es útil tener en cuenta la disociación en niños, niñas y adolescentes que aparentemente están recibiendo todos los cuidados necesarios, que tienen múltiples diagnósticos e intervenciones y, sin embargo, no mejoran. Es probable que se estén intentando abordar solo los aspectos conscientes, y esos cuidados no le llegan a la parte disociada, que sigue empeorando.
Hagamos que la intervención de protección no cause nuevos traumas
La iniciativa “Renovando Desde Dentro” nace, en gran parte, de la preocupación por muchas intervenciones de protección que hemos visto los miembros del grupo. Hemos contemplado actuaciones que pretendían proteger a niños, niñas y adolescentes con las mejores intenciones y que, sin embargo, han causado un daño mayor. Con los conocimientos actuales sobre el trauma es fundamental mejorar nuestra formación como familias y profesionales y actualizar los programas de intervención incorporando una perspectiva de la psicología del trauma.
De hecho, la mayoría de nuestros artículos6 están dedicados a abordar las consecuencias de los traumas previos o a evitar traumas nuevos. Por ejemplo, sabemos que incorporar a la familia de origen en los procesos de protección reduce el conflicto de lealtades y hace la salida menos traumática. Es evidente que dar protagonismo a los niños, niñas y adolescentes en sus propios procesos es imprescindible para que se empoderen y puedan empezar a superar las limitaciones que les ha causado el trauma hasta entonces. La consciencia como profesionales nos ayuda a entrelazar los distintos niveles de intervención. Y a veces la mejor actuación es la que permite que los niños, niñas y adolescentes se queden con su familia, con los apoyos externos necesarios.
Recurriendo de nuevo a la analogía de las fracturas de huesos, hay situaciones en las que basta con una inmovilización temporal con una escayola o una férula, y sería desproporcionado realizar una intervención quirúrgica. Y hay otros casos en los que un vendaje es claramente inapropiado y pueden ser necesarias varias operaciones, incorporando prótesis o clavos para reconstruir un hueso que está muy dañado, asumiendo que los beneficios a largo plazo son mayores que los daños reales de la intervención (con cortes de herramientas, grapas y suturas). En traumatología (de huesos) están establecidas la toma de decisiones y las actuaciones adecuadas en cada proceso, y toca ir incorporando esa proporcionalidad en la intervención en “traumatología de las heridas del alma”.
Los niños, niñas y adolescentes necesitan comprender en qué consiste el trauma que sufren y reconocer sus consecuencias
Las personas llevamos mejor las situaciones cuando las comprendemos. Cuando tenemos una enfermedad física normalmente estamos con tensión hasta que tenemos el diagnóstico. Incluso aunque el diagnóstico sea grave, nos da tranquilidad saber qué nos sucede, en vez de tener una nebulosa de posibilidades negativas. Cuando empecé a trabajar con niños, niñas y adolescentes en riesgo social hace ya muchos años aprendí una cosa fundamental: si antes de curarles los raspones y arañazos o de darles los medicamentos que se les habían prescrito les avisaba de cómo iba a ser el proceso, lo llevaban mucho mejor. Si les decía “Te voy a limpiar la herida y te puede escocer”, resulta que les picaba menos. Si les avisaba de que la medicina que había recetado la doctora sabía mal, se la tomaban con mayor tranquilidad.
Con el trauma pasa algo similar en todas las edades. El trauma conlleva una sensación de pérdida de control, de tener un mundo interno hostil, con comportamientos inconvenientes, emociones descontroladas y, cuando hay disociación, la vivencia de inseguridad constante dentro del cuerpo propio. Poner nombre a esas experiencias, saber que son consecuencias normales (e incómodas, sin edulcorar la realidad) de lo que se ha vivido, y aprender a sobrellevarlas mejor son parte integral del proceso de sanación y crecimiento.
Por eso es imprescindible ayudar a los niños, niñas y adolescentes a que puedan nombrar sus vivencias de una manera consciente y segura. De hecho la guía amigable Las heridas del alma. Una guía sobre trauma para familias y profesionales7 que escribí para trabajar con quienes acompañan en el día a día tiene como objetivo secundario servir de apoyo para las conversaciones con los niños, niñas y adolescentes, con un lenguaje claro y sencillo y con ilustraciones que explican visualmente los mensajes más complejos.
Evidentemente, dar espacios para que los niños, niñas y adolescentes expresen sus vivencias no implica que cualquiera asuma hacer psicoterapia sin la formación, el encuadre y los conocimientos necesarios. No se trata de abrir puertas que no sepamos cerrar. Consiste más bien en ayudarles a que entiendan qué les pasa, cómo les afecta el trauma y qué pueden hacer para llevarlo mejor, entre otras cosas pedir ayuda. Estoy convencido de que con unas narrativas más proactivas y protectoras respecto al trauma ya estamos paliando parte de sus efectos más dañinos. Esas narrativas o relatos ayudan a estructurar la vivencia, a ver que las reacciones inapropiadas que les surgen tienen sentido en una historia más amplia, y que se pueden ir integrando, poco a poco, de una manera que les dé más seguridad en sus capacidades y en su valía como personas. Esto se puede hacer desde la familia (de origen, de acogimiento o de destino), desde el acompañamiento social y desde las actividades educativas y de ocio y tiempo libre, si se comprende bien al niño, niña o adolescente y se adaptan los mensajes a su realidad específica. Por eso la atención en protección de infancia debe basarse en un buen conocimiento del niño, niña o adolescente, para poder adecuar también estas conversaciones sobre el trauma y sobre la intervención.
Para abordar bien el trauma hace falta un equipo (profesional) y una red (afectiva)
Con todo lo que hemos visto, si el trauma afecta a tantos aspectos de la persona, resulta evidente que la intervención en trauma debe ser multidisciplinar y en todos los ámbitos de la vida de los niños, niñas y adolescentes.
Utilizando el símil de la herida física, para limpiar un rasponazo basta con un botiquín sencillo y una persona que sepa utilizarlo, pero para reconstruir un hueso con múltiples fracturas hace falta todo un equipo para realizar la operación y múltiples profesionales (especialistas en enfermería para las curas, en traumatología para valorar la evolución y proponer ajustes, en fisioterapia para la rehabilitación…) y la persona va a necesitar ayuda para muchas funciones básicas durante un tiempo considerable. Del mismo modo, ante un disgusto ocasional basta la escucha empática, pero ante un trauma consolidado es necesario contar con dos tipos de apoyos coordinados: un equipo profesional que diagnostique y plantee la intervención en los distintos niveles (psicológico, social, educativo, relacional, legal…) y una red afectiva de personas que vayan a estar en el día a día, tanto para los aspectos prácticos cotidianos como para sostener emocionalmente el proceso.
El sistema de protección debe garantizar ambos aspectos: una intervención profesional sólida en el trauma y la facilitación de que el niño, niña o adolescente pueda reconstruir su red afectiva basada en el buen trato y el afecto. Para conseguir lo primero es necesaria más formación en trauma en todos los equipos que intervienen en infancia y adolescencia, y en especial para quienes trabajan con niños, niñas y adolescentes con medidas de protección. Para alcanzar lo segundo es imprescindible poner en el centro de la intervención las relaciones sanas existentes o posibles y potenciarlas al máximo, permitiendo la normalidad de que los niños, niñas y adolescentes con medidas de protección puedan ir a dormir a casa de sus amistades y recibirlas en donde viven (incluidas las residencias), de que puedan participar en los viajes escolares y sociales (incluidas las vacaciones con las familias de acogida) con unos permisos ágiles y seguros, de que escojan las actividades de ocio y tiempo libre en las que quieran participar, en resumen, que puedan retomar una socialización saludable y similar a la de otros niños, niñas y adolescentes de su edad.
Abordar el trauma es mucho más que llevar al niño, niña o adolescente a psicoterapia
El punto anterior describe las personas que son necesarias para abordar el trauma en niños, niñas y adolescentes: profesionales y red afectiva (familias, amistades, figuras afectivas…). En este apartado vamos a ver las acciones fundamentales para que estos niños, niñas y adolescentes puedan ir sanando, dentro de lo posible, sus vivencias de trauma.
En muchos casos va a ser necesaria la psicoterapia, y en algunos casos hasta medicación. Vamos a contar con especialistas de la psicología y de la psiquiatría que ayuden a diagnosticar y plantear el tratamiento de las heridas (traumas) de los niños, niñas y adolescentes. Pero esa no es la única acción. De hecho, sin el resto de actuaciones, la intervención clínica será insuficiente. Retomando la analogía de la herida física, si una persona se ha roto un hueso y necesita una reconstrucción quirúrgica, resulta evidente que no por eso va a dejar de comer, de asearse, de descansar o de hablar de sus preocupaciones, y también es claro que va a necesitar que otras personas le ayuden y le apoyen en esas cuestiones. Como psicoterapeuta infantil y juvenil siempre les insisto a las familias cuando llegan a terapia que yo veo al niño, niña o adolescente una hora a la semana, pero que ellas le atienden las otras 167 horas, y que por eso es imprescindible que se comprometan también con la terapia.
En el sistema de protección a veces se tiende a centrar el peso de la intervención en especialistas (que a menudo ni siquiera están en el centro residencial o en la familia de acogida). Sin embargo, lo recomendable es que haya un equilibrio, con un peso suficiente a la intervención en la vida cotidiana. Caminar es un ejercicio muy recomendable para muchas situaciones de salud, se puede decir incluso que es “terapéutico” sin que sea “terapia” (al menos no conozco ninguna “caminoterapia”, por el momento). Del mismo modo, la integración del trauma tiene una parte que se puede hacer en psicoterapia (cuando y como sea conveniente, a lo mejor una vez que hay una seguridad emocional como para abrir temas complejos), y otra parte muy importante que se elabora en el día a día: con las rutinas de levantarse y acostarse, con las conversaciones durante las comidas, las meriendas, mientras se hacen las tareas, cuando se ve la televisión o se comparten juegos… Esta es una invitación, volviendo a la imagen de la operación y de las actividades de apoyo, a que no dejemos “sin comida” (emocional) y “sin apoyo cotidiano” a los niños, niñas y adolescentes con la excusa de que “ya está su terapeuta trabajando su trauma”.
En este sentido, hay mucho que recorrer en el sistema de protección. Con todas las mejores intenciones (no abrir puertas que no se sepan cerrar, como decíamos antes) los equipos de protección pueden delegar todas las funciones de apoyo en especialistas fuera del centro o de la familia. Necesitamos retomar las funciones de cuidado en la vida diaria. Y parte de eso implica flexibilizar también algunos aspectos del sistema de protección, para que la vivencia de los niños, niñas y adolescentes con esas medidas no sea incompatible con la normalidad: si para poder ir a una fiesta de pijamas es necesaria una autorización de una consejería autonómica y el proceso tarda tres semanas, estamos condenando al niño, niña o adolescente a quedarse fuera de las dinámicas de clase. Si, “por protección de los otros niños, niñas y adolescentes que viven en la residencia” no se permiten visitas en el centro, el niño, niña o adolescente no va a poder participar en los trabajos en grupo, en las meriendas o ni siquiera celebrar su cumpleaños con personas de fuera del centro de protección. Si se retiró al niño, niña o adolescente de su familia de origen porque “no le permitía un desarrollo apropiado para la edad”, ¿está facilitando el sistema de protección ese desarrollo o está causando un daño similar?. Soy consciente de que se están realizando mejoras en muchos equipos, y espero eso que anime a otros a seguir avanzando en una protección integral, la que garantiza el desarrollo pleno.
Y una reflexión final respecto a la intervención, tanto en psicoterapia como en la práctica educativa de los equipos y de las familias: ¿tiene que expresarse todo verbalmente, en especial el trauma? No necesariamente. Sin profundizar mucho, citaré la No-talk Therapy 8de Martha Straus, una terapia “sin palabras” o “no hablada”, que se basa en crear la relación terapéutica a través de muchos otros medios (incluyendo “palabras o hablar” sobre otras cosas que no sean el trauma). Del mismo modo, en los centros residenciales o en las familias de acogida o adoptivas se puede acompañar el trauma en el día a día sin mencionarlo, o dejando que sea el propio niño, niña o adolescente quien saque el tema cuando quiera, y que esas interacciones sean terapéuticas (aunque no sean terapia).
Hemos visto varias ideas sobre el trauma en la infancia y adolescencia, en especial cómo afecta a los niños, niñas y adolescentes que tienen medidas de protección. Para concluir de una manera práctica podemos utilizar algunas preguntas que nos ayuden a ver (reflexión) y a acompañar (acción) esas heridas que, sin identificarlas, pasamos por alto:
¿Qué cambios son necesarios en los programas de intervención con niños, niñas y adolescentes con medidas de protección para incorporar el trauma como un elemento fundamental en la toma de decisiones?
Revisando las vidas de los niños, niñas y adolescentes que acompañamos, ¿cuántos de sus traumas conocemos?
¿Qué modificaciones tenemos que hacer en nuestras intervenciones para acompañar el trauma desde una dimensión corporal?
¿Qué ocurre si intentamos identificar no solo los traumas “por acción”, sino que incorporamos también a nuestra mirada los traumas por carencia? ¿Descubrimos muchos traumas nuevos?
¿Cómo podemos incorporar a nuestros programas de protección una mirada más atenta a los indicadores de internalización?
¿Qué claves utilizamos desde los programas de intervención para abordar la disociación y sus consecuencias en los niños, niñas y adolescentes , en especial su impacto con sus personas más cercanas?
Con cada decisión que tomamos en la intervención con niños, niñas y adolescentes, ¿estamos facilitando el proceso hacia la sanación del trauma o estamos causando daños nuevos?
¿Qué prácticas traumatizantes (y, en muchos casos, revictimizantes) tenemos que empezar a eliminar de nuestras intervenciones con niños, niñas y adolescentes? ¿Cuáles son sus opiniones sobre ellas?
¿Somos capaces de explicar el trauma de una manera compasiva y sencilla? Si no, necesitamos practicarlo.
¿Qué aspecto tendrían las intervenciones profesionales de protección si incorporasen siempre una explicación breve sobre el trauma y una relación entre el trauma y las consecuencias que vive el niño, niña o adolescente?
¿Facilitamos la creación de redes y una vida normalizada como objetivo prioritario para los niños, niñas y adolescentes con trauma, o más bien les encerramos en una burbuja de medidas para evitar problemas a nuestras instituciones?
F. Javier Romeo Biedma
Renovando desde dentro